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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La contadora de películas

    || Críticas | 68 SEMINCI | ★★★☆☆
    La contadora de películas
    Lone Scherfig
    El bálsamo del cine


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    España, 2023. Título original: La contadora de películas. Dirección: Lone Scherfig. Guion: Walter Salles, Rafa Russo, Isabel Coixet. Novela: Hernán Rivera Letelier. Música: Fernando Velázquez. Fotografía: Daniel Aranyó. Reparto: Sara Becker, Antonio de la Torre, Bérénice Bejo, Daniel Brühl, Alondra Valenzuela, Max Salgado, José Soza, Mario Horton, Gastón Salgado, Pablo Schwarz.

    Un recorrido vital cargado de injusticias y pobreza, herido de abusos e incomprensión, escrito con el vacío del abandono, terriblemente castigado por las manos de una desgracia llamada capitalismo heteropatriarcal y levemente redimido por un milagro llamado cine, eso es lo que retrata Lone Scherfig en La contadora de películas, adaptación de la novela homónima de Hernán Rivera Letelier. En ella, María Margarita (Sara Becker) cuenta en primera persona la historia de su vida, empezando en los años sesenta, cuando, siendo una niña, vivía, acosada por la escasez, con sus padres —él, (Antonio de la Torre) empleado en una salitrera, ella, (Berenice Bejo) antigua cantante que, tras casarse, se vio obligada a abandonar su carrera para dedicarse a cuidar a sus hijos— y sus tres hermanos en un pueblo cercano al desierto de Atacama, pasando por el momento en el que su progenitor sufre un accidente laboral que le deja en silla de ruedas, subrayando el día en el que su madre, agotada de cargar con todo el peso de la casa, decide marcharse para volver a subirse a los escenarios, describiendo con minuciosidad la progresiva desintegración de su núcleo familiar, detallando con exaltación la alegría que supone la victoria, ya en los setenta, de la Unidad Popular de Salvador Allende, hasta llegar al momento en el que sus planes de futuro se ven truncados por culpa del golpe de estado perpetrado por Pinochet. El cine aparece en los momentos más bajos de su vida como una válvula de escape que le permite, tanto a ella como a las personas de su alrededor, desconectar de una realidad dolorosa, para vivir en otros mundos tan lejanos y ficticios como finalmente semejantes al suyo.

    Ha habido, a lo largo de la Historia, muchos cineastas que han reflexionado sobre las cualidades salvadoras del cine: desde Fellini, que en Ocho y medio componía una sinfonía onírica en la que la imaginación y las imágenes impresas en celuloide devenían en una isla ficticia en la que el protagonista podía esconderse del mundo y de sus problemas; pasando por Almodóvar, que en la Mala educación se embarcaba en un viaje hacia el lado más oscuro del ser humano cuyo final no era sino la negación de la capacidad catártica del séptimo arte para, tan sólo unos años después, refutarse a sí mismo abrazando la conclusión opuesta en Dolor y gloria; hasta llegar a Paolo Sorrentino, que en su reciente Fue la mano de Dios, elevaba tanto el fútbol como el cinema al altar de esos dioses laicos capaces de sacar a un chaval que acaba de perder a sus padres del torbellino de confusión y niebla que le está absorbiendo.

    La contadora de películas entra de lleno en este club de metacine y lo hace partiendo de una premisa más que interesante. La cinta se presenta ante los ojos del espectador como, si me permiten el juego, una fábula que fabula sobre el carácter consolador de la fabulación. La pantalla se convierte así en un espejo enfrentado a otro que devuelve un reflejo tan evocador como fascinante del objeto que tiene delante, de sí mismo y de la persona que los vigila desde la distancia de la cuarta pared. Dicho de otro modo, el espectador se convierte en observador de unos personajes que son fantasía al mismo tiempo que la contemplan. Los protagonistas se mueven en un mundo hostil en el que los sueños son ceniza mojada en su propio sudor, promesas escritas en la arena de lo imposible, canciones susurradas en una habitación vacía. El cine se presenta como bálsamo, pero también como herida, puesto que la pobreza generalizada que ahoga al pueblo convierte la visita a la sala oscura en un lujo que muy pocos se pueden permitir. La protagonista descubre entonces sus grandes capacidades comunicativas y se convierte en la narradora oficial de las clases populares. La estrategia es sencilla: ella ve una película y luego la recita en las calles del pueblo, como si de un poema épico se tratase, para que todo el mundo tenga derecho a soñar, a escapar de la realidad.

    La directora, además, salpica la cinta con escenas cómicas que son capaces de provocar la sonrisa del respetable, utilizando un humor entrañable que se construye a través del afecto que este siente por los personajes. La contadora de películas, eso sí, dista mucho de ser perfecta: Lone Scherfig se empeña en aplicarle un tono excesivamente dramático a una obra que, sobre todo en sus primeros compases, fluye perfectamente a través de un río de ligereza y desenfado; los altibajos narrativos no entran de forma orgánica, sino que parecen impuestos por los guionistas con tal de hacer avanzar la historia y, con ella, la reflexión anteriormente mencionada; y el último tercio, por largo, termina haciéndose tedioso. Para el final, queda la profunda y sincera emoción que siente el espectador cada vez que se ve reflejado en los rostros de unos personajes iluminados por el cine.


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