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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | A House in Jerusalem

    || Críticas | Mostra de Valencia 2023 | ★★★★☆ |
    A House in Jerusalem
    Muayad Alayan
    Hauntología en Cisjordania


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia |

    ficha técnica:
    Palestina, 2023. Título original: A House in Jerusalem. Dirección: Muayad Alayan. Guion: Muayad Alayan, Rami Musa Alayan. Fotografía: Sebastian Bock. Música: Sebastian Bock. Reparto: Johnny Harris, Miley Locke, Sheherazade Makhoul Farrell, Rebecca Calder, Souad Faress, Mouna Hawa. Producción: PalCine Productions, KeyFilm, Wellington Films, Red Balloon Film. Distribución: Heretic. Duración: 103 minutos.

    Resulta complejo escribir sobre una película como A House in Jerusalem (Muayad Alayan, 2023) en el momento mismo en el que andamos recogiendo los pedazos de ese juguete roto que ha resultado ser la información internacional, pedazos que a ratos parecen jirones de carne humana y olor a piel quemada, de tal modo que uno mira la pantalla y quiere ver una película, pero es inevitable ver otras cosas. De eso trata, sin embargo, la película de Alayan: de la imposibilidad de que una casa sea una casa, una cosa sea un cosa y una película sea una película. Es una cinta que habla de las cosas que no son, y sin embargo, son.

    La casa en Jerusalén es la casa vacía y nunca retornada, la casa habitada por estratos de memoria que permanecen fuera de campo y, finalmente, la casa deshabitada propicia para el fantasma. El fantasma tampoco es un fantasma, al menos en la dimensión habitual que suele manejar el fantástico, y así uno tiene que ir rascando con extremo cuidado y separando ese milhojas en el que la sangre siempre fluye por debajo y el terror aparece perpetuamente deslocalizado, en otro lugar, en otras coordenadas.

    Que —hasta donde yo conozco— Palestina utilice por primera vez el código fantástico para hablar de sí misma es un hallazgo monumental. Alayan ha podido hacer una lectura de los textos de Mark Fisher allí precisamente donde Mark Fisher no pudo darse cuenta de sus puntos ciegos: en la cuestión del colonialismo, en la supremacía forzada de los pueblos y lenguajes anglosajones, en todas estas cosas que iban quedando fuera de su esquema de pensamiento inevitablemente eurocéntrico y sesgado. Potente, pero incompleto. Fisher se pensaba que no podíamos inventarnos futuros y que el presente estaba condenado a ser una repetición siniestra del pasado, pero al mismo tiempo se complacía únicamente en moverse dentro de las coordenadas de su propio mundo: cine anglosajón comercial, música blanca en inglés. Lo de Alayan es un poco como lo de Mati Diop o lo de Remi Weekes, o lo que hubiera podido ser Nia DaCosta si no hubiera acabado currando para hacer volar a idiotas con capa. Lo de Alayan es lo que hacen tantos creadores de los cines emergentes, de Lemohang Jeremiah Mosese en Lesoto a Miryam Charles en Haití: convocar muertos y pasearlos de un lado a otro del encuadre, apostando fuerte, apostándolo todo a la resurrección del cadáver y al caballo perdedor de la Historia.

    Como resulta inevitable, la película de Alayan está dramáticamente partida por la mitad. Por un lado, los interiores de Jerusalén suelen ser luminosos, hipodérmicos, estetizados con muebles de diseño que aparecen flotando en habitaciones que parecen haber realizado un tremendo esfuerzo por borrar su propia historia. Hay una fachada nobilísima que parece compadecer de vez en vez con su sinfonía de cortinas y luces que se encienden y se apagan. Mientras las casas habituales del género apuntan a su herencia gótica, a los postigos de madera vieja y las tablas que chirrían, la casa de Jerusalén está convenientemente higienizada, pulida, limpísima. La oscuridad está en otra parte: en esos planos suntuosos de Cisjordania, nocturnos, incómodos, planos que parecen extraídos de una película bélica, planos en los que realmente está trazado el malestar, el hacinamiento, el más allá del más acá, por así decirlo. La cámara de Alayan saca lo mejor de sí misma en los callejones, las arcadas, las estrecheces y las humedades, las cercanías y los silencios. La película, por así decirlo, tiene el privilegio de dudar. La protagonista se filtra en Cisjordania gracias a una procesión de cristianos que entonan una versión polifónica del Ave María, pero no hay anunciación posible ni buena nueva que refleje un nacimiento esperanzado. Antes bien, de la paloma blanquísima de la cristiandad la película ha realizado un viraje al cuervo oscuro que se deja caer al arranque de la proyección sobre un pozo olvidado en el jardín. Algo similar juega el director cuando una operación policial es planificada como un secuestro, cuando una consulta inocente en un foro cualquiera acaba deviniendo pesadilla burocrática, cuando al final el fantasma resulta ser una cosa bien distinta.

    Me permitirán un pequeño spoiler para poder clarificar una de las grandes bombas de relojería que laten dentro del metraje. Al final de la película, el fantasma de la niña palestina no resulta ser el alma en pena de una antigua víctima de la Nakba del 48. Al contrario: esa niña se ha convertido en una venerable anciana sin descendencia que vive en una casa en Belén, rodeada de muñecas y de recuerdos. El fantasma que ronda la casa no está enterrado en el fondo del pozo, ni bajo los cimientos, ni en ningún otro lugar: sigue cocinando, respirando y tejiendo. La cosa es fundamental porque Alayan invierte el relato y modifica las coordenadas que ya se sedimentaron con fuerza desde la célebre carta espectral de Plinio el Joven: Aquí no se trata de encontrar una tumba, de desenterrar un cuerpo para vengar algo, de un supuesto llamado a la justicia recobrada («encuentra a mi enemigo» o «transmite mi mensaje») que punteaba, pongamos por caso, una película como The Ring (Ringu, Hideo Nakata, 1998). Antes bien, que el fantasma esté vivito y coleando pone sobre la mesa la urgencia, el despropósito, la incapacidad de reducir el conflicto palestino a una cuestión mitológica, de leyenda, un Érase una vez. El puñetazo en la mesa es contundente y de una tremenda inteligencia: la película es una cinta fantástica, pero al mismo tiempo, no puede serlo precisamente desde su corazón, desde su núcleo. No es un ejercicio de hauntología pura, no puede ser una obra deudora de Fisher porque el presente va a toda velocidad y tiene que seguir escribiéndose, nos guste más o menos.

    Ya lo decía al principio, A House in Jerusalem funciona porque se mueve, como sus creadores, en un mundo dislocado en el que las cosas no son y, sin embargo, son.


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