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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Green Border

    || Críticas | 68 SEMINCI | ★★★★★
    Green Border
    Agnieszka Holland
    La inmoralidad del silencio


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Polonia, 2023. Título original: Zielona granica. Dirección: Agnieszka Holland. Guion: Gabriela Lazarkiewicz-Sieczko, Maciej Pisuk, Agnieszka Holland. Música: Frédéric Vercheval. Fotografía: Tomasz Naumiuk. Reparto: Maja Ostaszewska, Tomasz Włosok, Maciej Stuhr, Malwina Buss, Piotr Stramowski, Jalal Altawil, Agata Kulesza, Jaśmina Polak, Behi Djanati Atai.

    Un continente que se hunde por el peso de su propio odio, que se ahoga con las cuerdas de su codicia, que se mantiene impasible ante la muerte de miles de seres humanos y, por tanto, también ante la suya, eso es lo que filma con una profundidad y una fuerza impactante Agnieszka Holland en Green Border, película ganadora del Premio especial del jurado en la pasada edición del Festival de Venecia, que ahora compite por la Espiga de Oro de la Seminci.

    Una familia de refugiados iraníes, huyendo de la guerra, emprende un viaje hacia Suecia, país donde les espera un amigo que ya se ha asentado allí y que les promete que su travesía no tendrá ningún tipo de complicaciones. Antes de llegar a su destino, primero deben entrar en Polonia a través de Bielorrusia. Para ello, tienen que cruzar a pie la frontera que separa ambos países atravesando un bosque —conocido como «green border»— que deviene en trampa mortal. Los ejércitos polacos y bielorrusos, por orden de sus respectivos gobiernos, les lanzan literalmente de un lado de la valla al otro como quien se pasa una patata caliente, les arrebatan sus derechos y los queman en una hoguera de egoísmo y crueldad, les tratan como si fuesen animales salvajes y, en el proceso, les roban, les humillan, les golpean y, si es necesario, les dejan morir de frío y hambre. Tangencialmente, aparecen por la pantalla un grupo de voluntarios que se dedica a ayudar a los refugiados proporcionándoles agua, comida, ropa, teléfonos móviles y medicamentos; una mujer polaca que tiene que defender públicamente a su marido, soldado en la frontera, de lo indefendible; una psicóloga que vive cerca del bosque y que, cansada de mirar hacia otro lado, decide ayudar en todo lo posible a los refugiados.

    En El otro lado de la esperanza, Kaurismaki narraba la historia de un hombre iraní que, escapando de la masacre y el horror que estaban asolando su país y que se habían llevado por delante la vida de sus padres y de su prometida, llegaba a Finlandia escondido en un barco. Tras presentar la solicitud para el permiso de residencia, veía cómo las manos de un laberinto burocrático sin salida le envolvían lentamente, consumiendo su energía y volviendo inútiles todos los esfuerzos que hacía por adaptarse a su nuevo entorno. A partir de esta premisa, el cineasta construía un cuento punteado por rayos de bondad y fraternidad cuyo fin último era remover la conciencia de la gente apelando a sus emociones de una forma sincera, devolviéndole la humanidad a un hombre al que tanto los políticos como los medios de comunicación se habían esforzado en deshumanizar por puro interés. La intención era despertar a todos y cada uno de los espectadores para que dejaran su pasividad a un lado e hiciesen algo para que la situación cambiase.

    Algo parecido sucede con la película de Agnieszka Holland. Ambas cintas, aunque difieren notablemente en sus formas, tienen un objetivo común: retratar una situación de injusticia crónica que está siendo silenciada por parte del poder, para obligar al espectador a reaccionar frente a dicha injusticia, a moverse, a gritar, a hacer ruido para que el abuso se detenga, a promover, en fin, un cambio real en la sociedad, puesto que la inacción, en este contexto, se convierte siempre en un apoyo al victimario; mirar hacia otro lado significa perpetuar el dolor, darle carta blanca al agresor y terminar de hundir en el barro del olvido a una víctima que siente que su vida no tiene el más mínimo valor. Así, las imágenes de Green Border se convierten en piedras que la directora lanza contra la pupila del espectador para romper la burbuja de cristal que le separa de la realidad, que le mantiene en un estado de embriaguez autocomplaciente y onanista en verdad egoísta. La idea es componer un fresco poliédrico que condense los diferentes puntos de vista desde los que se observan los hechos para conseguir un retrato veraz y complejo de un tiempo concreto que se explica así mismo a través de sus atrocidades. Porque cuando se puede observar la realidad en su totalidad, las mentiras se caen por su propio peso, las injusticias y los crímenes se ven desde lejos y los culpables se quedan sin un lugar donde esconderse.

    La película, por tanto, denuncia al gobierno filofascista de Polonia —que, además de oprimir al colectivo LGTBIQ+, prácticamente ilegalizar el aborto y suprimir la educación sexual en los colegios, se dedica a difundir bulos sobre los refugiados para deshumanizarlos y justificar así las torturas a las que los somete— y a la dictadura de Bielorrusia en particular, y a toda Europa —que no hace nada por detener estos crímenes de lesa humanidad— en general. Por la pantalla desfilan decenas de refugiados cuyos países, y con ellos sus sueños, han sido arrasados por la guerra y la destrucción; que guardan entre sus dientes el deseo de vivir una existencia digna, la esperanza de tener un futuro con luz; que cargan con un sufrimiento indescriptible que ningún ser humano debería sentir nunca; que son torturados de forma sistémica por unos ejércitos que disfrutan abusando de su poder. Green Border duele; sangra y hace sangrar; retrata con minuciosidad, pero sin morbo, los abusos que sufren todas aquellas personas que en vez de poder disfrutar de la vida, se han visto obligados a cruzar tierra, mar y aire —es literal— para poder sobrevivir; ofrece unas imágenes en blanco y negro tan realistas como inclementes que, por momentos, recuerdan al Rossellini de Alemania, año cero y Europa 51; planta delante del espectador todos los delitos que está consintiendo y le obliga a tomar partido, a —como decía Pasolini— colocarse frente al poder y decir «no», a exigir una sociedad justa en la que el racismo, la xenofobia, la homofobia, el machismo —las torturas a las que son sometidas las mujeres embarazadas de la película, son prácticamente inenarrables— y las desiguales económicas no tengan cabida. Porque en tiempos de destrucción e injusticias, el silencio se convierte en algo inmoral.


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