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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El amor de Andrea

    || Críticas | 68 SEMINCI | ★★★★☆
    El amor de Andrea
    Manuel Martín Cuenca
    Esta vida tristemente maravillosa


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    España, 2023. Título original: El amor de Andrea. Dirección: Manuel Martín Cuenca. Guion: Manuel Martín Cuenca. Música: Vetusta Morla. Fotografía: Eva Díaz. Reparto: Lupe Mateo Barredo, Fidel Sierra, Cayetano Rodriguez Anglada, Irka Lugo, Jesús Ortiz, Inés Amueva, Jose M. Verdulla Otero.

    Manuel Martín Cuenca ha realizado una de las mejores películas españolas del año. El amor de Andrea, que compite por la Espiga de Oro de la Seminci, coge al espectador por sorpresa; rompe cualquier tipo de expectativa que pueda haber generado; ilumina las pupilas más grises con la sonrisa de unas imágenes delicadas que se mueven por la pantalla como un susurro lírico que no quiere ser más que silencio; se desliza por la oscuridad de la sala desprendiendo un calor que es al mismo tiempo dolor y alegría; y consuela a un público emocionado que se deshace en agradecimiento tras haber sido testigo de uno de los milagros cinematográficos de la temporada.

    La protagonista, Andrea (Lupe Mateo Barredo), es apenas una adolescente de quince años, pero la vida le ha obligado a madurar de golpe: su padre (Jesús Ortiz) se marchó repentinamente de casa hace unos años y, desde entonces, además de negarse a cumplir los regímenes de visita, ha hecho todo lo posible para no pagarle la pensión de manutención. Así, mientras la joven compagina a duras penas sus estudios con el cuidado de sus hermanos pequeños, su madre se desloma trabajando para sacarles adelante e intenta compensar sin excesivo éxito la ausencia de la figura paterna. Pese a todo, la tristeza ha arraigado en la casa de la familia y por mucho que las horas del día se vean consumidas rápidamente por las numerosas tareas que tiene cada uno, la herida que se abrió con la marcha del padre, lejos de cicatrizar, se hace cada vez más grande y sangra, sangra mucho. Andrea, ansiosa por conocer los motivos que mueven a su progenitor a permanecer en silencio, intentará ponerse en contacto con él en repetidas ocasiones, pero la respuesta siempre será la misma: la indiferencia.

    En sus notas sobre el cinematógrafo, Bresson hace los siguientes apuntes sobre su concepción del séptimo arte: «Desembarazarme de errores y falsedades acumulados. Conocer mis recursos, estar seguro de ellos. La facultad de aprovechar bien mis recursos disminuye cuando su número aumenta. Controlar la precisión. Ser yo mismo un instrumento de precisión. Lo importante no es lo que me muestran sino lo que me esconden, y sobre todo aquello que no sospechan que está en ellos». Manuel Martín Cuenca parece servirse de estos aforismos para construir su nueva película. Desde su primer fotograma, El amor de Andrea se mueve por la pantalla con una humildad, una parsimonia y una concisión expresiva que denota el cuidado y precisión con las que está realizada y que impacta profundamente por la belleza que transmiten todos y cada uno de sus planos. Una belleza que no es en ningún caso poética ni barroca, sino que emana del espacio filmado, de la mera presencia de los personajes que en él se encuentran, de las emociones que se esconden bajo la piel de lo visible y que sólo pueden apreciarse a través de la contemplación. La cámara capta la realidad sin alterarla, evita en todo momento ofrecer juicios de valor sobre la misma y no tiene miedo a permanecer varios minutos contemplando gestos y detalles en apariencia banales.

    Los protagonistas son ángeles fieramente humanos que, enredados en una maraña de dolor e incomprensión, recorren un sendero de deseos imposibles buscando recuperar los restos de un amor que ya no existe, que se ha convertido en un conjunto de cristales rotos que lloran y hacen llorar, que se clavan en el corazón de la inocencia y lo oprimen sin pudor. Los personajes son incapaces de expresar su angustia; sus deseos se pisan, se enfrentan y se muerden; y el silencio se levanta entre sus miradas como un muro infranqueable. Martín Cuenca hilvana con estos elementos una sinfonía de imágenes en apariencia ligeras que ocultan en lo más profundo de su pecho un dolor inimaginable, un pájaro de fuego que, en su intento de salir al exterior, termina quemando todo a su alrededor.

    A través de una puesta en escena reducida a su mínimo esencial, el director registra los movimientos cotidianos de la protagonista, su colosal esfuerzo por salir adelante y su negativa a dejarse llevar por la melancolía de los tiempos pasados o la pesadumbre que acompaña a los fracasos. La película posee oasis cómicos —sostenidos sobre la ingenuidad de los niños— que alivian una historia que, pese a ser profundamente dramática, se narra, sin estridencias, desde las pausas y los tiempos muertos. Y en el centro de todo, el rostro de Lupe Mateo Barredo se convierte en el elemento que completa este puzle humanista y luminoso que es capaz de emocionar hasta las lágrimas al más insensible de los espectadores, al mismo tiempo que celebra el milagro de la juventud, de los nuevos comienzos y, a fin de cuentas, de la vida.


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