|| Críticas | ★★★☆☆
Ashkal, los crímenes de Túnez
Youssef Chebbi
Fuego y hormigón
Agus Izquierdo
ficha técnica:
Túnez, 2022. Dirección: Youssef Chebbi. Guion: François-Michel Allegrini, Youssef Chebbi. Reparto: Fatma Oussaifi, Mohamed Hassine Graya, Aymen Ben Hmida, Rami Harrabi, Oumayma Meherzi. Música: Thomas Kuratli. Fotografía: Hazem Berrabah. Duración: 94 minutos.
Túnez, 2022. Dirección: Youssef Chebbi. Guion: François-Michel Allegrini, Youssef Chebbi. Reparto: Fatma Oussaifi, Mohamed Hassine Graya, Aymen Ben Hmida, Rami Harrabi, Oumayma Meherzi. Música: Thomas Kuratli. Fotografía: Hazem Berrabah. Duración: 94 minutos.
En este caso la bestia es una entidad abrasasiva. El fuego, así, en abstracto. Ashkal relata la investigación que llevan a cabo los dos protagonistas, Fatma (Fatma Oussaifi) y Batal (Mohamed Hassine Graya), un dúo policial tragicómico que comienza a indagar en torno a una sucesión de muertes que tienen lugar en los Jardines de Cartago, un barrio de Túnez a medio construir por el antiguo régimen, cuya edificación fue interrumpida por la revuelta. En la inmensidad de hormigón, en este laberinto gris y claustrofóbico, se hallan restos humanos calcinados que harán rugir las alarmas a nivel nacional. El tándem de detectives perseguirá al asesino en serie y de paso, iniciará un periplo no solo a través de la antropología corrupta del sistema tunecino, sino que también se adentrará en una espiral de muerte, desigualdades sociales, violencia y desgracias personales que mellarán sus creencias y pondrán a prueba la rigidez de sus convicciones. Ashkal posee, además, una clara lectura de género, transmitido a través de las grietas que se aprecian en la relación entre compañeros: en la búsqueda del psicópata, Fatma usa la razón, la intuición y la sutileza de la inteligencia, mientras que la brutalidad testosterónica de Batal (igual que la brutalidad del resto de hombres de la película) complican y entorpecen el camino hacia el cierre del caso en el cual trabajan.
Es inevitable la reminiscencia, tímida pero irresistible, a la Holy Spider (de también 2022) de Ali Abbasi. Lo que pasa es que, si Abbasi utilizaba el asesinato metódico para ilustrar la violencia de género en Irán y la castración moral de las mujeres por parte del radicalismo musulmán en los países árabes, ahora Chebbi aprovecha la performance del pirómano homicida para explorar los terrenos de lo paranormal y lo místico. Pues Ashkal difumina, de golpe, los límites del drama social y del realismo mágico, y se aventura en una suerte de historia sobre brujería e invocaciones que tienen que ver con la magia negra. Han oído bien: el tándem detectivesco no solo deberá gestionar los respectivos problemas familiares y la corrupción burocrática estatal, sino también enfrentarse a un mago que usa la hechicería y el vudú solo Dios sabe para qué.
Por suerte para nuestros ojos, se impone un orden ante tanto atolondramiento. Un orden posible gracias, por una parte, al dominio narrativo del director y del guion que firma con François-Michel Allegrini y, por otra, a una apuesta estética más que virtuosa: las escenas de transición exhiben la sublime decadencia de un lugar en ruinas, que se postra inmenso ante los protagonistas de esta historia. La fotografía arquitectónica de Hazem Berrabah nos convierte, como hace con sus personajes, en contempladores atónitos de una jungla de cemento que se eleva hasta los cielos. La cámara, que se dedica a barrer las escenas y las panorámicas y a recorrer túneles aciagos de edificios derrocados, nos transmite una sensación de descontrol y nos hace partícipes pasivos de algo que se nos escapa. Es, precisamente, ese contagio de inseguridad, el que nos coloca en una situación humanamente vulnerable y nos planta en medio de un paisaje suburbano devastado, que recuerda a las pinturas románticas donde el ser humano se muestra representado en una escala pequeña, apreciando el coloso gigante que tiene delante y que ni se percata de su existencia. Ese juego con la simbología y el resignificado del espacio es importante para dotar de contenido existencial al filme, como lo es la ambientación, pues hasta la banda sonora parece sentirse encerrada y gritar ayuda a la desesperada. Es ese bailoteo con lo oculto, así como los recursos formales o la atmósfera opresiva, lo que hacen de Ashkal un tremebundo cuento de miedo que usa muy bien los ardides del género, como por ejemplo, eso tan Shyamalan de usar vídeos caseros, pocos definidos y, por eso mismo, grotescos, horripilantes e indescriptibles. Todo este planteamiento audiovisual impide que nos perdamos en la chaladura que es Ashkal: una película que avanza a trompicones, con una estructura escarpada, atravesada por hierros oxidados y paredes que se derrumban y con un ritmo, como mínimo, extraño. Contenido y elegante, el filme se salva de las brasas gracias a un cine cuidadísimo que nos hace vibrar y sobrecogernos aún incluso si no compramos ni la premisa de siempre, ni un final desatado y no para gusto de todos.