|| Festivales
Sitges 2023
Anotaciones sobre su 56ª edición
Mirar al cielo
Carles M. Agenjo
Como ya es habitual, Sitges Film Festival vuelve a rendir homenaje a la memoria del cine con una imagen de cartel que no admite duda. Dos manos ensangrentadas configuran la forma de un ave con las alas extendidas. Si no fuera por la intensidad del rojo, bien podría traer ecos de infancia. La de un teatro de sombras proyectado sobre la pared de una habitación como universo de fábulas sin más luz que una linterna. Esta feliz idea tendría algún sentido si no fuera porque, en 2020, Sitges ya dedicó su cartel a las sombras. Más concretamente, a las pesadillas del expresionismo alemán y a una alegoría tan distante y cercana a la Alemania convulsa de entreguerras como El gabinete del Dr. Caligari (1920). Por esto, quizá, la sombra como gesto tenebroso ya no puede repetir protagonismo, pero sí las manos que la generan, sí la sangre que lubrica. Unas manos que reivindican la naturaleza del horror como señal de peligro, amenaza inquietante y, en definitiva, como guiño a una obra tan inmortal como Los pájaros (1963). De repente, la pareja que discute en el spot publicitario de este año, en una Francia en blanco y negro, ya no puede mirarse a los ojos. Ni los jugadores de una partida de ajedrez en la Brooklyn de Spike Lee. Ni los rostros de un duelo a muerte. Su mirada se ha bloqueado en riguroso nadir hacia un firmamento que no logramos descifrar. Por esto, Douglas Fairbanks no encuentra los ojos de Julanne Johnston al final de El ladrón de Bagdad (1924). Ni Jean Dasté los de Dita Parlo. Ni Belmondo los de Seberg. Ni Mifune los de Marvin. Ni Exarchopoulos los de Seydoux. Una fuerza sobrenatural parece impedírselo. Sitges tiene la culpa. Suya es la mirada que lo salpica todo.
El programa de este año vuelve a ser lo más parecido al caos. Un despliegue de casi 400 propuestas que se proyectarán del 5 al 15 de octubre en un certamen que reparte homenajes por doquier. No sólo a los pájaros encolerizados del maestro Hitchcock, también a figuras tan importantes –no sabríamos decir si de la historia del cine o del itinerario que cada uno se monta en la cabeza– como Jan Harlan, el productor fetiche de Stanley Kubrick, y Phil Tippet, responsable de la estimulante animatrónica de Jurassic Park (1993). Ambos serán galardonados con el Gran Premio Honorífico. Asimismo, la Máquina del Tiempo se entregará a directores clave del fantástico contemporáneo como Mary Lambert, Lee Unkrich, J. A. Bayona, Hideo Nakata, Lamberto Bava y Brad Anderson. No menos importante es el reconocimiento a Barbara Bouchet, laureada con el premio Nosferatu. El caso es que, este año, toda esta amplia entrega de estatuillas comparte parrilla con una sección oficial encabezada por Paco Plaza, uno de los alumnos aventajados de esta gran escuela de cine de género que es Sitges. Plaza, que lleva asistiendo al festival desde los 18 años, se encarga –al igual que hizo su camarada Jaume Balagueró con Venus (2022)– de inaugurar el festival con Hermana Muerte. Una ampliación satánica del universo creado en la elegante Verónica (2017) a partir del inquietante personaje de la monja ciega interpretada por la actriz linense Consuelo Trujillo. Por su parte, Aria Bedmar, Almudena Amor y Maru Valdivielso protagonizan esta precuela coescrita por Plaza y Jorge Guerricaechevarria que –ojalá– nos traiga antes los ecos de la Kathleen Byron de Narciso Negro (1947) o la nunsploitation setentera que de la Bonnie Aarons de una saga tan desgastada como Expediente Warren.
Más allá de la inauguración, a Plaza le siguen otras propuestas de terror contemporáneo que no es prudente pasar por alto. Si la sobrenatural La Ermita ocupa el lugar de las expectativas dado que es la segunda película de Carlota Pereda tras el éxito de Cerdita (2022), La espera también debería generar esta misma posibilidad. Se trata de la nueva propuesta de F. Javier Gutiérrez, un director a quien no deberíamos tener en cuenta por Rings (2017), su fallido cierre de la trilogía de Samara Morgan, sino por la fuerza visual que confirmó con la impactante 3 días (2008). Menos llamativa resulta, tal vez, Awareness de Daniel Benmayor, el director de títulos tan entregados al placer de la épica intrascendente y pasada de rosca como las estimables Paintball (2009) y Bruc. El desafío (2010). Sin embargo, Benmayor podría darnos la sorpresa con su ambicioso thriller futurista para Prime Video. Luego, está lo nuevo de Aritz Moreno, director de la febril y valiente Ventajas de viajar en tren (2019) que ahora vuelva a la carga con Moscas, su segundo largometraje, que adapta la novela de Kike Ferrari en un thriller protagonizado por un desatado Ernesto Alterio. En otro orden de visionados, destacan sobremanera algunos nombres en el terreno de la animación. En primer lugar, la sesión especial de El chico y la garza, una obra tan críptica como descomunal, que nos acerca a la vida de Hayao Miyazaki en clave alegórica a través de la mirada desdoblada de Mahito, un niño en proceso de duelo que accede a un mundo paralelo de Oz donde las vecinas son amuletos y los soldados, periquitos de colores que quieren zamparse al protagonista. Una inmersión colosal en la materia esquiva de los sueños con la que el maestro nipón nos comparte su diario de viaje.
Igualmente deseada es Robot Dreams. El inclasificable Pablo Berger regresa 6 años después de Abracadabra (2017) con una delicia de espíritu chapliniano sobre la relación de amistad entre un perro y un robot que adapta el entrañable cómic de Sara Varon y que, puestos a contrastar, rompe absolutamente con los orígenes macabros de Berger y de aquel cortometraje llamado Mama (1988) donde el cineasta vasco adaptaba un tebeo del incorregible Philippe Vuillemin en un relato de invasiones alienígenas y abuelas troceadas que contó con el diseño de producción de Álex de la Iglesia. La nueva película de Berger nada tiene que ver con esos inicios, sino con un presente donde apuesta por una sencillez formal, casi del primer Miyazaki, en busca de las esencias que definen a los personajes como mejor antídoto contra el barroquismo de síntesis. Dicho esto, la tercera en discordia no puede ser otra que Stopmotion de Robert Morgan. Puro deleite formal a manos de un director que lleva décadas animando figuritas y espacios mediante trabajos tan deliciosos como The Separation (2003), ganador de un BAFTA, o Bobby Yeah (2011) y que ahora debuta en el campo del largometraje con una película esperadísima. No sólo para el público habitual de Sitges, sino –me atrevería a decir– para todos aquellos que no se pierden ni un Terror Molins o un Cryptshow Festival. No es extraño que muchos espectadores le tengan ganas al primer largo de este realizador británico como un trabajo de justicia después de tantas décadas capturando el movimiento foto a foto en cada uno de sus brillantes cortometrajes. Por otra parte, remata esta fabulosa muestra un drama postapocalíptico de origen húngaro. De resonancias éticas y referentes contemporáneos, White Plastic Sky es el debut de Tibor Banoczki y Sarolta Szabó en el ámbito del largometraje de animación.
Asimismo, llama la atención lo que Sitges nos ofrece en lo que se refiere a mundos en estado de descomposición. Acide de Just Phillippot y El reino animal de Thomas Cailley integran lo más parecido a un díptico de eco-terror. La primera insiste en el esquema narrativo de una familia en tránsito, con Guillaume Canet y Laetitia Dosch, por una Francia de lluvias corrosivas que resitúa a Philippot como firme heredero de las disaster movies de los 70 tras debutar con la estupenda La nube (2020), una cinta de catástrofes donde la cría de saltamontes en una granja adquiría la dimensión de una plaga bíblica de trasfondo psicológico. La segunda, protagonizada por Romain Duris, Adèle Exarchopoulos y Paul Kircher, aborda la huida hacia ninguna parte de un padre y su hijo en un submundo de mutaciones zoológicas. No resulta casual, pues, que escarbando en la breve trayectoria de Cailley como director aparezca un trabajo temprano que hunde sus raíces en la ciencia-ficción. Se trata del videoclip Anomalie (2015), un tema de la banda rockera Louise Attaque que nos ubicaba en el punto de vista de una extraterrestre de piel arenosa que escapaba de las personas que la persiguen y que bien podría servir como metáfora de aquella parte de la sociedad que no tolera la diferencia ni la diversidad.
Sin duda, un punto y aparte merece la figura de Baloji. Antes rapero conocido por sus variaciones de hip hop que director de cine por sus películas, este artista congoleño ha modulado el rap a través de variaciones étnicas, como se puede apreciar en L’Hiver Indien y L’Art de la Fugue. Lo más curioso es que, cuando dirige cortos, no sólo se ocupa del guion y la realización, sino también de una dirección de arte que, para muchos, es el gran atractivo de su obra. Prueba de ello es su estimulante Zombis (2019), microrelato protagonizado por el músico Popaul Amisi que aprovecha las dinámicas del videoclip para desplegar una Kinshasa de luces y cuerpos bailando al ritmo afro-urbano de Marshall Dixon en discotecas y procesiones cargadas de puro flow. Baloji invoca así la memoria ritual de su país natal y la reescribe –sustituyendo la paja de atuendos tradicionales por el condón y los tapones de plástico– puntuando sus pintorescas coreografías con detalles de carácter social y político. Si bien las pantallas de móvil, ordenador y realidad virtual se han convertido en apéndice de una sociedad urbanita que no se separa de ellas ni para bailar, la aparición de un joven caucásico en medio de una procesión –llevado en andas por cuatro jóvenes con gorro de billetes– y su repentino homicidio a golpe de hacha deja anotado un ligero apunte sobre la descolonización en un conjunto tan contradictorio en sus mensajes como apabullante en sus formas gobernadas por un furioso espíritu queer. Mucho cabe esperar de la atmósfera y el despliegue visual que Baloji propone en Omen, su primer largo. Un relato de regreso a casa donde Europa es el origen y África el destino de un viaje místico protagonizado por el actor congoleño-belga Marc Zinga.
Como también es habitual en Sitges, el festival abraza las nuevas películas de directores de referencia. Takeshi Kitano regresa al subgénero del jidaigeki que, en su momento, dejó el listón altísimo con la encomiable Zatoichi (2003), pero que ahora presenta signos de evidente cansancio. Y no nos olvidemos de Bertrand Mandico, que después de hacer hervir el hype con The Wild Boys (2017) y After Blue (2021) repite en Sitges con un nuevo ejercicio de estilo: Conann. También hay que tener en cuenta el drama psicológico Club Zero de Jessica Hausner. Aunque, probablemente, no esté al nivel de su mistérica Little Joe (2019), es cine que dará que hablar. Y de ahí –¿por qué no?– podríamos saltar a las juergas de terror satánico del director argentino Demián Rugna. ¡Qué buen sabor de boca nos dejó Aterrados (2017) –que pronto verá nacer un remake estadounidense– y qué ganas de disfrutar de nuevo de su pan y circo a medio camino entre el escalofrío y el humor negro! Cuando acecha la maldad es el título que conviene dejar anotado. Seguidamente, resulta imprescindible mencionar la curiosidad que despierta un trío de debuts que responden al nombre de Best wishes to all, La Morsure y Riddle of Fire. El primero, dirigido por Yuta Shimotsu, es una propuesta de terror que adapta un libro escrito por ella misma. El segundo, obra de Romain de Saint-Blanquat, nos traslada a un internado de monjas de la Francia de los años 60 donde una niña le pregunta a su péndulo si alguna vez será normal. El tercero, firmado por Weston Razooli, parece una coming of age con la melancolía por bandera que sigue las aventuras juveniles de un grupo de gamberretes que dejan la videoconsola en casa para adentrarse en un verano eterno filmado en 16 mm.
Por otra parte, conviene destacar –elegido entre un océano de opciones de un programa que nunca termina– un título que es pura excepción. Se trata de In Flames, debut de Zarrar Kahn, coproducido entre Pakistán y Canadá y proyectado durante la Quincena de Realizadores de Cannes. Se trata de una película de género en lengua urdu que rompe con cierta dinámica del terror pakistaní de barnizar sus relatos con los códigos y estructuras de un cine de consumo específico. Títulos como Aksbandh (2016) de Emran Hussain –que recurría al ya cansino recurso del found footage– o Kataksha (2019) –la monster movie sobre un grupo de jóvenes pasándolas canutas con potencialidad para invocar el meme fácil– heredaron una forma de entretenimiento orientada a la explotación de fórmulas y gestos. Sin embargo, la nueva propuesta de Kahn toma distancia. Pronostica ser una excepción altamente recomendable. De primeras, no parece lógico catalogar In Flames como otra muestra de terror importado, sino preguntarnos hasta qué punto va a acertar como ejercicio híbrido a medio camino entre el drama familiar de tintes sociales y el thriller psicológico de presencias demoniacas. Dicho de otra forma, el hecho de que las actrices Bakhtawar Mazhar y Ramesha Nawal interpreten a dos mujeres enfrentadas a una nueva realidad de acosos tras la muerte del patriarca de su familia no nos lleva tanto a pensar en un cine terrorífico de consumo rápido, sino más bien en la forma en que el cine pakistaní se ha acercado a la denuncia en cuestiones de igualdad en películas como Dukhtar (2014) de Adia Nathaniel, donde una madre y su hija de 10 años escapaban de las montañas la víspera de su boda con un jefe tribal y eran perseguidas por un grupo de hombres armados.
Como no podía ser de otra forma, después de este trayecto tan irregular por los géneros, los registros y los gestos, Nicolas Cage se encargará de cerrar este mastodóntico festival como gran protagonista de Dream Scenario, la nueva comedia negra de Kristoffer Borgli, co-producida por A24 y la compañía de Ari Aster, donde el mito californiano interpreta a un personaje que, de nuevo, parece escrito a su medida. Cage encarna a un desventurado padre de familia que se cuela aleatoriamente en los sueños de otras personas en una propuesta que arrasó en el festival de Toronto y en la que lo onírico parece adoptar la estructura de un entramado de vasos comunicantes. Todo apunta, pues, a un gran cierre en una edición rebosante de propuestas fantásticas, oníricas, terroríficas, macabras, delirantes, que, como la historia del cine, se puede personalizar, se puede trazar de forma distinta en cada nuevo itinerario. Eso sí, cada vez que salgan de una proyección. Sea del Hotel Melià, el Prado o el Retiro. Por favor, no olviden mirar al cielo. Nunca se sabe.