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    Cine Alemán Siglo XXI

    Entrevista a Estíbaliz Urresola Solaguren, directora de «20.000 especies de abejas»

    El pasado viernes, Estibaliz Urresola abría la sección Zinemira del SSIFF con 20.000 especies de abejas, mirada brillante a una infancia trans. Emocionada por presentar su ópera prima en el Kursaal tras su paso por festivales y salas, hablamos con ella sobre su proceso y los temas que explora la cinta.


    Entrevista a Estíbaliz Urresola Solaguren
    Texto de Kevin Rodrigo Pérez | | San Sebastián | Foto: Laia Lluch.


    La película bascula entre un fuerte compromiso con el punto de vista de Lucía y la mirada de Ane, que es nuestro punto de entrada. ¿Cómo te planteas esta dualidad?

    En la escritura del guion, muchas voces me decían que me centrara única y exclusivamente en el viaje de Lucía. Pero a mí una de las cosas que más me emocionaba de los relatos de estas familias que había entrevistado era cómo contaban que no eran tanto los niños y niñas quienes habían hecho un tránsito, sino que había transitado la familia al completo. Si había cambiado algo, era la mirada de los demás respecto a ellos. Creo que esto nos interpela a todos, porque no es que estas personas tengan un problema, sino que parece ser que lo tiene el entorno que les rodea o la sociedad que les mira. Para muchas de estas familias, transitar había sido sanador para los vínculos familiares, y era importante resaltarlo en la peli. Se ha hablado muchísimo de los aspectos más dramáticos y conflictivos de las realidades trans y no tanto de lo que pueden aportar. Me interesaba mostrar la oportunidad que representan para el colectivo, sea la sociedad o la familia, de aprender a parar, a mirarnos, comprendernos y respetarnos de una forma nueva.

    ¿Qué ha supuesto mantener esa decisión?

    Es una transformación del grupo, y eso implicaba balancear mucho los pesos. Ha sido mi mayor desafío en cuanto al guion: estar realmente segura de que todos los personajes me permitían hablar de lo mismo desde distintos ángulos, que aportaban al debate y hacían un recorrido significativo en relación al de Lucía. Con todo el miedo del mundo a estar errando y provocando que el espectador no se identifique ni se emocione con nadie. Pero creo que todo ese trabajo ha hecho su efecto, creo que está equilibrado.

    ¿Cómo ha sido trasladar esa doble vertiente a la imagen?

    He querido sintetizar esta transformación familiar en la relación madre-hija. Ambas son protagonistas de la historia y quería retratarlas de forma distinta. La película comienza más próxima a Lucía, y la madre va conquistando el primer plano a medida que transita por sus pruebas y descubrimientos. En cambio, Lucía lo va perdiendo conforme el entorno la asimila, con el precio que tiene que pagar por ello. Hacen un camino inverso y se cruzan de alguna forma. Con Lucía, apostamos por bajar la cámara a la altura de su mirada y que predominaran los entornos naturales, usar luz natural al máximo para vivir desde su punto de vista el descubrimiento del mundo. Sin embargo, al interactuar más seriamente con su entorno, esa mirada pasa a ser la del adulto; es mirada, leída, juzgada. Me interesaba reflejar la tensión entre individuo y grupo, esa intersubjetividad. El primer plano que vives con un personaje y su fuera de campo, y los planos conjuntos en los que ese personaje es mucho más pequeño y tienes que decidir a quién mirar en esa suerte de coreografía.

    Esta visión de la familia como un organismo en el que encajar atraviesa tu cine.

    Pienso mucho en cómo nos convertimos en quiénes somos, cuánto de nuestra noción de identidad puede ser entendida como algo autónomo que nos pertenece solo a nosotros, y hasta dónde está interferido por la mirada del otro. Esa mirada en primera instancia sucede en la familia y nos construye de forma inequívoca. Cómo somos vistos por nuestros padres, madres y hermanos, qué lugar ocupamos y cuánto margen nos deja ese rol para poder ser todo lo que somos en realidad, que excede siempre cualquier preconcepción.

    En 20.000 especies, el lenguaje, el nombre sobre todo, es el elemento que permite abrir una negociación entre el individuo y la familia.

    Damos por hecho el nombre. Las personas cis, para quienes nuestro nombre no es un impedimento ni nos genera violencia, no nos damos cuenta de cuántas veces al día somos nombrados en lo social, en lo familiar, en lo institucional. Constantemente. Una persona trans me dijo en Berlín que, gracias a la película, creía que alguien cis podría darse cuenta de lo que representa este nombramiento externo cuando es violento para el sujeto. No solo por el nombre, sino por la lectura que hacen de ti. Hay una voluntad de retratar situaciones en las que las personas cis no repararíamos, algo tan naif como el acceso a unas piscinas, un carnet que te identifica, ese nombre o ese sexo que segrega el espacio público. Cuando comulgas con ese aparato social, son cuestiones a las que no otorgas importancia, pero a nada que haya una disidencia estás constantemente dándote con barreras en cualquier ámbito de tu día a día. Quería preguntarme cuánta libertad tenemos de establecer las normas de ese contrato.

    De alguna forma, tomas prestadas imágenes o ritos de la religión, la fe es un gran tema en la película. Me impactó la escena del «bautizo» de Lucía.

    El bautismo me servía para conectar esas cosmovisiones que representan la abuela y la tía abuela, que para mí son como las dos caras del País Vasco. La abuela representa esa tradición ligada a la Iglesia, a la religión cristiana. Y la tía abuela es esa tradición más cercana a la tierra, a los ritos precristianos o a la lengua, a la cultura y a los ancestros. Dentro de ese ámbito, está el episodio que ella relata de cómo había que presentar a las abejas cualquier novedad que sucediera en la familia, si llegaba un ser nuevo se les presentaba. Eso sucedía antes en el País Vasco. El símbolo del bautismo como bienvenida a la comunidad tenía estos dos reflejos, el religioso y el pagano. Al personaje de Lucía todo le vale, todo lo que le ayude a ganar confianza para presentarse en la familia como es. Ella transita por esos universos que le presentan estas dos figuras femeninas tan distintas y va cogiendo elementos de ambos para construir su propia cosmovisión, su propia fe en sí misma. Solo la mirada de un niño nos permite revisar lo que para nosotros está cargado de significado, y también de opinión y prejuicio, como puede ser la religión cristiana con sus símbolos y pasajes. Ella utiliza lo que puede, y si no le funciona seguirá buscando, pero su determinación está detrás de todo.

    En tu cine, la ficción es una herramienta de conocimiento que te permite buscar algo en la realidad. Tú, que también has trabajado en documental y formatos híbridos, ¿cómo afrontas ese enigma de lo real?

    No lo sé. Pero es algo que me obsesiona bastante. Mis anteriores cortometrajes, tanto Cuerdas como Las declinaciones (Nor, nori, nork), empiezan con un proceso de documentación muy fuerte con la comunidad. De forma orgánica, yo voy tejiendo una ficción a partir de sus relatos, pero establezco tal vínculo que no puedo dejar de pensar en ellos para interpretar a esos personajes que he escrito. De hecho, las mujeres de Cuerdas hacen un cameo en la película como las señoras del banco, y el abuelo de Niko es el apicultor real con el que yo hice mi investigación durante dos años. De alguna manera, esa realidad acaba trascendiendo el dispositivo de ficción. Aunque haya un guion, hay algo que es de verdad; ahí pasan cosas. En Cuerdas, al juntar a las mujeres reales con actores profesionales, surgía un código que me gustó y que he buscado en 20.000 especies, no tanto porque no fueran actores profesionales, sino por ser niños o niñas que actuaban por primera vez en cámara. Y no es que esté improvisado, no está nada improvisado, pero hay algo que no es del todo obtenido de la realidad ni del todo impostado. Ese espacio intermedio me interesa mucho.


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