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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Samsara

    || Críticas | Berlinale 2023 | ★★★★☆
    Samsara
    Lois Patiño
    Transfiguración humanista


    Luis Enrique Forero Varela
    73ª Berlinale |

    ficha técnica:
    España, 2023. Título original: «Samsara». Dirección: Lois Patiño. Guion: Lois Patiño, Garbiñe Ortega. Compañía productora: Señor & Señora. Fotografía: Mauro Herce, Jessica Sarah Rinland. Música: Xabier Erkizia. Intérpretes: Amid Keomany, Toumor Xiong, Simone Milavanh, Mariam Vuaa Mtego, Juwairiya Idrisa Uwesu. Duración: 113 minutos.


    anexo| Cobertura de la Berlinale 2023


    El cineasta Lois Patiño (Madrid, 1983) presentó en la sección Encounters de la Berlinale —un espacio que acoge las propuestas más divergentes, innovadoras y, por qué no decirlo, arriesgadas del festival— su nueva película, que recoge su inclinación hacia el cine experimental, integrándolo en una propuesta sensorial y metanarrativa muy estimulante. El título del filme, Samsara (2023), ya supone una declaración de intenciones y una guía del conjunto audiovisual que propone Patiño, encargado del libreto junto a Garbiñe Ortega. Este término hace referencia al ciclo de transmigraciones, o de renacimientos, causados por el karma, dentro de algunas doctrinas orientales. De modo que partimos del budismo. Como doctrina y como primer marco situacional. Un comedido y detallista prólogo nos presenta, lentamente, la rutina ordinaria de un templo budista en Laos. Los monjes oran, o más bien, meditan, preparan y luego sirven la comida, comen en silenciosa comunión, descansan, lavan sus hábitos. La atención de un joven monje se detiene en otro muchacho, más o menos de su misma edad, cuyo pelo y ropa delatan que no forma parte de la congregación. Amid (Amid Keomany) acude cotidianamente al templo, hace recados y ayuda como bien puede. Además, toma una lancha y recorre los pocos kilómetros que separan una orilla de la otra del río, para visitar diariamente a Mon (Simone Milavanh). La anciana se encuentra en un estado de salud muy delicado, está casi ciega y le faltan fuerzas para levantarse de la cama. Amid se sienta junto a ella y le lee pacientemente un libro. No es un texto cualquiera, sino el Bardo thodol, el libro tibetano de los muertos, en cuyas instrucciones Mon parece encontrar alivio ante su más que cercano fallecimiento.

    Durante una pequeña digresión de la rutina, en la que el joven ha llevado en la lancha a un pequeño grupo de monjes a una cascada —momento en la que, despojando la secuencia de artificios se presenta a los jóvenes en su estado más puro, hablando sin complejos acerca de sus aficiones, sus proyectos futuros, sus intereses académicos, en medio del sobrecogedor paisaje natural—, recibe una llamada al móvil con la funesta y empero anunciada noticia. Lo previsible no resta en absoluto impacto a la sorpresa; así que acude veloz al encuentro con la recién fallecida Mon, para quien, en acto último de cariño, recita una vez más las palabras del libro, casi acompañándola en su transición, abandonando su cuerpo ahora inerte. Entonces se produce entonces una ruptura formal de esta narrativa básica.

    La estructura de Samsara, cuya categorización excede los planteamientos ortodoxos, está dividida en dos partes complementarias, interconectadas mediante este intermezzo, en el que se rompe a conciencia la denominada cuarta pared y se interpela a nosotros como público, directamente, para invitarnos a formar parte de la experiencia, a interactuar con la película a través de una serie de sencillos pasos —principalmente, cerrar nuestros párpados—, a través de los cuales se nos va guiando con sutileza e inteligencia. Lo único que se nos pide aquí es un poco de paciencia, y confianza en que seremos capaces de disfrutar de esta experiencia tal y como Patiño —quien se encarga, además, del ingenioso montaje— la ha diseñado para su público, con la ayuda audiovisual de Mauro Herce, Jessica Sarah Rinland, como directores de fotografía, y Xabier Erkizia, tras los mandos de la edición de sonido. Si estos primeros segundos de salto al vacío, luego convertidos en minutos, no gozaran del sólido respaldo discursivo que sus responsables se han esmerado en construir, el fragmento habría caído en lo puramente banal, y no tendría más valor que un mero ejercicio hueco de pedantería audiovisual; por el contrario, el resultado es un auténtico viaje cósmico y sensitivo que nos recuerda el subtexto de lo que hemos presenciado hasta entonces, y nos sirve como introducción a la segunda parte, perfectamente encajada, y su posterior desarrollo.

    Este segundo segmento nos lleva a más de siete mil kilómetros de distancia, desde Asia hasta el continente africano, e inicia un nuevo camino —cerrando un ciclo y abriendo otro—. Una niña es despertada de su profundo sueño —de manera análoga a como Amid despertaba a Mon, dejando correr suaves gotas de agua sobre su mano— por su madre, en la playa de Zanzíbar, para acudir a presenciar un acontecimiento especial: la cabra de la familia ha parido una cría. Presenciamos entonces, de manera casi simétrica, la vida cotidiana de la pequeña, su madre, el padre y la cabra, desde el otro lado del espectro. El padre trabaja como pescador y la madre, al igual que la mayoría de las mujeres, recogen algas en la costa, que transforman en productos como jabón, y venden en los comercios locales o a los turistas. La niña acude al colegio, juega con sus amigas, pasea con su mascota, hablando con los masái. En este discreto devenir de los días observamos cómo dos grupos humanos tan aparentemente alejados geográficamente comparten una cosmovisión con similares anhelos, las mismas preguntas acerca del presente e incertidumbres sobre el futuro. En la secuencia más importante de este segmento, la niña y su madre hablan acerca de su religión, el Islam, y de cómo su rito funerario y su relación con la muerte difieren de, por ejemplo, el de los Masái, o de otras comunidades —como la budista—, que creen en la reencarnación. De esta manera conversacional se cierra un círculo infinito en el que la humanidad discurre a través de las distintas etapas vitales, interconectada gracias a un núcleo común. Lo radical de la muy interesante propuesta de Patiño no reside en su interludio, en el que se nos invita a nosotros, como audiencia, a cerrar literalmente los ojos durante la transición metafísica de un alma a través del universo de lo ignoto, abandonando un cuerpo y reencarnándose en otro, a miles de kilómetros, en un despliegue de luces estroboscópicas y sonidos progresivamente conocidos, más identificables; el riesgo que toma el cineasta aquí es sumergirse de lleno en estos paisajes contemplativos, tan sobrios como absolutamente bellos, puros, conectando dos puntos del globo con una sensibilidad compartida, y ofreciendo un ejercicio de humanismo imbuido de esperanza, de certera y honesta fraternidad.


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