|| Críticas | Atlántida Film Fest 2023 | ★★★★☆
Dalva
Emmanuelle Nicot
El peso de la realidad
Agus Izquierdo
ficha técnica:
Bélgica, 2022. Título original: Dalva. Dirección: Emmanuelle Nicot. Guion: Emmanuelle Nicot. Producción: Kristina Ceyton, Samantha Jennings, Christopher Seeto. Productoras: Hélicotronc, Tripode Productions. Música: Frederic Alvarez. Fotografía: Caroline Guimbal. Reparto: Zelda Samson, Alexis Manenti, Fanta Guirassi, Marie Denarnaud.
Bélgica, 2022. Título original: Dalva. Dirección: Emmanuelle Nicot. Guion: Emmanuelle Nicot. Producción: Kristina Ceyton, Samantha Jennings, Christopher Seeto. Productoras: Hélicotronc, Tripode Productions. Música: Frederic Alvarez. Fotografía: Caroline Guimbal. Reparto: Zelda Samson, Alexis Manenti, Fanta Guirassi, Marie Denarnaud.
La cámara de Caroline Guimbal persigue con insistencia y respeto a una niña mancillada pero erguida que resistirá hasta las últimas consecuencias. Lo logra a través de planos medios que siguen los pasos de Dalva (con caminar de adulto, con postura veterana, de alguien que con pocos años parece haberlo experimentado todo), o mediante encuadres cercanos, preocupados principalmente en captar la mirada de la protagonista. Una mirada ruda, hostil, defensiva, casi salvaje. Es decir, que sorprendentemente, lo que se plantea aquí es un anticoming of age donde una pequeña adulta tendrá que dejar atrás el maquillaje sensual y la ropa seductora para asumir el abuso y probar de pasar página destruyendo los pilares en los cuales se ha edificado su existencia. No se nos concede tregua alguna: Nicot nos acostumbra a la tensión y casi la convierte en un ruido de fondo, en un elemento más del escenario. Como el mito de la cueva platónica, el relato exhibe una revelación donde la verdad no se busca, sino que aparece y se impone, creciendo exponencialmente hasta que se va haciendo cada vez más insoportablemente evidente. Este proceso de reconocimiento está captado con maestría, y lo que podría haber sido el principal peligro para la película, en cambio, se convierte en su mayor baza y conquista.
La cinta procura plasmar otra vuelta de tuerca a las películas de desamor y despecho (pues Dalva siente exactamente esa incomprensión: la sociedad no entiende la relación con su hombre), añadiéndole a todo este trágico y, por desgracia, muy común suceso, una mirada narrativa que no juzga, sino que acompaña y visibiliza. Como hizo en su momento Blue Jean, también ópera prima, en este caso de la británica Georgia Oakley, Dalva afronta sin tapujos una temática compleja a través de una aproximación realista pero no invasiva donde todo lo que se muestra se hace de una forma natural, sin azúcares añadidos, de una manera hábilmente documentalista. Los encuadres se balancean y se mueven al ritmo de la acción. No es torpeza sino una voluntad, casi humanitaria, de acercamiento. En cambio, la directora pasa el balón de la revisión a los espectadores, quienes quizás sí juzgarán, cada cual sentado en su sofá o en su butaca. Desde esa comodidad, al público le tocará perdonar, condenar, respaldar o simplemente abrazar a los personajes. Como observadores, testimoniamos y acaso examinamos, por ejemplo, desde los ojos de la doctora que la chequea para comprobar si ha sido violada. También asistimos a una secuencia tremendamente atroz: Dalva visita a su padre en la prisión y se reúne con él en un vis à vis grotesco que sirve para desmontar al monstruo, pero también para ponerle cara y humanizarlo sin llegar a normalizarlo.
Serpenteante, Dalva vuela libre, pivota dinámicamente entre el drama social y algo más oscuro, que no llega al terror pero sí al thriller. Baila con la osadía de un debut orgulloso y, a través de la barbarie de la premisa, diseña un perfil psicológico de un personaje que deberá insertarse en una sociedad que la considera perdida. Por si fuera poco, la joven sigue enajenada, aturdida por la disociación, atrapada entre dos dimensiones que no siente suyas. Desamparada, confiesa el miedo a estar sola, pues sufre de una mezcla entre el síndrome de Estocolmo hacia su secuestrador y un sentimiento (muy real) de haber sido enteramente amada y querida. Se ha acostumbrado a ser objeto de deseo, y esa adicción es la que le impide cauterizar una herida que tardará tiempo en cicatrizar. Todo esto se entronca en un delirio, en una obsesión y, sobre todo, en una relación de dependencia que parece que no tenga salvación. La burbuja parece no romperse, pero ya se sabe que no hay nada indestructible, nada inquebrantable. La caverna siempre tiene una salida y Dalva, antorcha en mano, se liberará de una manera u otra. Se ayudará de la tenue presencia de la figura materna, que aparece no de forma heroica, sino como una ausencia que busca exculpación. O de la amistad con Jayden (Alexis Manenti), trabajador social con quien hace buenas migas. O de Samia, con la que cierra un vínculo más que estrecho. Y como toda pesadilla, ha de haber un escondite, una zona de confort. En el caso de Dalva, estos son los armarios (allí se esconde cuando padece una crisis); la reapropiación de la inocencia infantil de la cual ha sido apartada; los abrazos con aquellos y aquellas que la intentan ayudar y que le dan el cariño y, claro, la mirada cómplice de un espectador que se angustia, se cabrea y sonríe junto a ella. Esa comprensión que tanto anhela es su refugio, de la misma forma que sus pequeñas victorias se convierten en el nuestro.