|| Críticas | ★★★★☆
Don Juan
Serge Bozon
Si Don Juan no donjuanea
Miguel Muñoz Garnica
ficha técnica:
Francia, 2022. Título original: Don Juan. Dirección: Serge Bozon. Guion: Axelle Ropert, Serge Bozon. Producción: Philippe Martin, David Thion. Productora: Les Films Pélléas. Distribuida por Atalante Cinema. Fotografía: Sébastien Buchmann. Música: Benjamin Esdraffo, Laurent Talon, Mehdi Zannad. Montaje: François Quiqueré. Reparto: Tahar Rahim, Virginie Efira, Alain Chamfort, Damien Chapelle, Jehnny Beth, Louise Ribière, Colline Libon. Duración: 100 minutos.
Francia, 2022. Título original: Don Juan. Dirección: Serge Bozon. Guion: Axelle Ropert, Serge Bozon. Producción: Philippe Martin, David Thion. Productora: Les Films Pélléas. Distribuida por Atalante Cinema. Fotografía: Sébastien Buchmann. Música: Benjamin Esdraffo, Laurent Talon, Mehdi Zannad. Montaje: François Quiqueré. Reparto: Tahar Rahim, Virginie Efira, Alain Chamfort, Damien Chapelle, Jehnny Beth, Louise Ribière, Colline Libon. Duración: 100 minutos.
¿Cómo empieza Don Juan, por ejemplo? Vemos al protagonista (Tahar Rahim) apostado ante un espejo. Está a punto de casarse. Mientras da los últimos retoques a su traje suena música orquestal. A cada pequeño gesto de él, la música para unos segundos, como si le obedeciera. Pero no tarda en volver a sonar con una variación. Nos damos cuenta enseguida de que los planos son exquisitos. Por el efecto de composición y profundidad de campo, por la riqueza cromática, por el juego entre movimiento y banda sonora. Ahora bien, ¿cómo evita Bozon que esa exquisitez sea academicista? Marcando, muy a las claras, el carácter lúdico de esos planos.
Lo que tenemos, en este primer vistazo, es a un protagonista escindido en reflejos. Uno, más evidente, el del espejo. El otro, una música que no sabemos si es reflejo de un estado emocional o que se le impone desde afuera. Desde un primer momento, la película nos invita a mirar a este tipo trajeado como una presencia determinada por factores externos: la música que explicita la intervención de la propia película, y la etiqueta de Don Juan que el título ya le ha colocado. Por si fuera poco, ya dentro del relato este protagonista es un actor teatral que interpreta a Don Juan en la versión de Molière.
La maniobra de base, entonces, parece algo propio de la posmodernidad que se mercadea por festivales y cines de autor. El juego intertextual, la presencia de un arquetipo clasiquísimo como el Don Juan no mediante la simple adaptación, sino mediante una variación que lo deconstruye. Pero Bozon, y de ahí viene su gusto por la herencia de Minnelli o Sirk —del Hollywood clásico en su etapa manierista, digamos—, propone esta trasposición del arquetipo huyendo de toda gravedad o solemnidad. Este Don Juan, dicho de otro modo, propone un juego con unas reglas muy sencillas: ¿qué pasa si a un tipo que no es Don Juan le colgamos la etiqueta de Don Juan, casi como si fuera una maldición que viralizan las imágenes y la melodía en las que lo enmarcamos?
Parte fundamental del juego es que este Don Juan tiene poco de donjuán. No consigue seducir a las mujeres, y además está marcado por el abandono de su Doña Elvira particular. La mujer (Virginie Efira) que, al principio de la película, le deja plantado ante el altar. Durante la primera mitad de la cinta, descubrimos a un Don Juan patético que, en todas las mujeres que encuentra e intenta torpemente seducir, ve la cara de esa mujer. Y la película sigue siendo cómplice de la maldición, porque todas esas mujeres están, de hecho, interpretadas por Virginie Efira.
Ahora bien, por mucho que le colguemos la etiqueta… ¿a qué podemos agarrarnos para poder decir que este Don Juan donjuanea? Ahí, Bozon y Ropert tiran una respuesta clara: a su mirada. No es una cuestión del éxito en la conquista, es el deseo en su forma de mirar a todas las mujeres lo que permite que sigamos percibiendo al mito del Don Juan encarnado.
En este sentido, la película vuelve a intervenir de manera muy clara sobre su protagonista. En el comienzo, poco después de los planos que citaba antes, nuestro hombre se asoma a la ventana y ve aparecer a una chica. Hay un primer plano del rostro de él. Luego, un contraplano subjetivo: vista desde arriba, una mujer entra en campo de modo que lo que vemos es su escote antes que su cara. El anterior primer plano de Tahar Rahim, con un rictus prácticamente inmóvil, solo expresa una cosa: la intensidad y concentración de su mirada. En el siguiente plano, Virginie Efira entra en juego. Primero mira a la mujer en la calle, luego alcanza a atisbar la mirada de su prometido en la ventana. Y por eso, solo por eso, decide plantarle en el altar.
Con este planteamiento, resulta imposible asumir la historia por la vía realista. ¿Cómo va a dejar alguien a su prometido solo por una mirada? Una mirada cuyo significado nuestro protagonista podría —y de hecho lo hace— negar muy fácilmente de palabra. Ahora bien, el encadenamiento de planos que acabo de citar es más rotundo. Una vez enlazamos el primer plano con su contraplano subjetivo, es muy difícil negar la carga de deseo objetificador que se está invocando ahí.
Pero la película —y he aquí la diferencia esencial con buena parte del cine estadounidense que nos está trayendo el #MeToo— no tiene el menor interés en juzgar a su protagonista. Más bien, está cargando sobre sus hombros toda la mitología que arrastra consigo el arquetipo de Don Juan. La mujer verá en esa mirada el germen de una historia que conocemos bien: el hombre que nunca se conforma con mirar a la mujer que tiene a su lado, que desea con su mirada a todas las demás, siempre más jóvenes y más apetecibles. Y ahí es donde Bozon y Ropert identifican la vigencia del mito. El de Rahim no es un personaje, sino un cuerpo que porta esa vigencia, del mismo modo que las mujeres a las que mira con deseo no son nadie en particular, sino una idea de la feminidad cincelada por siglos de masculinidad.
Pero, hay que insistir en ello, esta Don Juan no es una película discursiva al respecto. Su forma de invocar y problematizar el arquetipo no es el objetivo, sino el punto de partida. Y desde ahí, consigue apañárselas para ser muchas otras cosas. Juguetona, ligera, sorprendente, tierna, musical —también por ahí asoma la herencia de Minnelli— y con un punto fantástico.