El paisaje, o espacio geográfico, es un elemento nuclear del cine. Hace poco pude ver, a través de Facebook, una serie de fotografías antiguas del cineasta Val del Omar en donde se mostraban los rostros boquiabiertos de campesinos mirando el cine por primera vez. Las imágenes de archivo corresponden al Patronato de Misiones Pedagógicas. Las misiones eran concebidas como el medio fundamental a la hora de llevar la cultura a las poblaciones rurales de España. Entre los medios culturales del patronato estaba el cine. El principal cineasta y fotógrafo de las misiones fue José Val del Omar. Durante los años treinta el director granadino rodó más de cuarenta documentales y tomó decenas de fotografías. Las imágenes bajo el dominio de unas técnicas modernistas, capturaban la reacción emocional del espectador rural. Aquellos aldeanos quedaban impresionados por las maravillas del cine. En el libro Val del Omar y las misiones pedagógicas varios autores desarrollan un acercamiento a la experiencia educativa que supuso el proyecto de las misiones durante los años de la República. De todo me quedo con el impacto de esos rostros humildes, absortos, alimentándose de la ambrosía del cine. En esas fotografías aflora un sentimiento bellísimo, que tiene mucho que ver con el sentido ambulante del cine, transportando artefactos de fascinación a los lugares más remotos de nuestra geografía.
Todavía hoy, gracias a los ciclos de verano de la Asociación de Universidades Populares, o del propio Festival Ibérico, se siguen proyectando películas en pequeñas poblaciones. En la mayoría de esos pueblos los cines quedaron extintos hace tiempo. Desde luego han cambiado muchas cosas, hemos pasado del cine analógico al digital, y del formato físico en pesados rollos de celuloide a las proyecciones en un disco duro. Pero en esencia la idea sigue siendo la misma: mismo discurso con otros instrumentos. Dadme una cámara y rodaré la vida. Los chicos de la Nouvelle Vague adolecían de esa práctica en sus experimentos. El cine articula una densidad motora mirando alrededor de nuestro mundo. Una cartografía o diseño de espacios en el que proyectar imágenes veraces de lo que nos rodea. Imágenes que nos remiten una, y otra vez, al paisaje. Pero la cosa va de cortometrajes. Todos los grandes directores han filmado cortometrajes. Mis favoritos son los franceses. Puede que uno de los más bellos sea El amor existe (Maurice Pialat, 1960). A pesar de pertenecer a la generación de los Godard, Resnais o Truffaut, al director de A nuestros amores (1983) han tardado décadas en considerarlo a la altura de sus coetáneos. La primera vez que visioné El amor existe fue en un portátil de 11 pulgadas posado en mis rodillas, luego otras muchas veces desde el mismo móvil, reduciendo considerablemente la pantalla hasta que hace poco pude verlo en un plasma un poco más grande. El corto adopta el tono documental filmando la ciudad de París durante la posguerra. Pialat indaga en las imágenes con un sentido antropológico, desplegando una hermosa melodía de los suburbios. Plasma los zonas más recónditas y ocultas de la ciudad en un retrato entre oscuro y melancólico. La voz en off evoca el carácter semiautobiográfico del cortometraje: En un rincón de mi memoria un tren pasa por los suburbios, como en una película la memoria y las películas se llenan de objetos ya para siempre inalcanzables. Me encanta la escena de los cines abandonados. La cámara se pasea por el patio de butacas de un viejo cine de París. Las sillas de madera destartaladas están vacías y recuerdan los tiempos en el que los chicos y chicas abarrotaban la sala. Después unos cristales rotos sirven de espejos amontonados en el suelo. Pialat se infiltra en cada rincón y asoma por las ventanas de los colegios enseñándonos esos mapas colgados en la pared que hacían de trasunto para viajar y escapar lejos de aquella vida. Un documento precioso, no exento de ironía, que involucra al espectador en cada ruina o piedra del paisaje parisino.
Hace pocos días pude ver en Filmin una copia remasterizada del excelente cortometraje Escuela de carteros (Jacques Tati, 1947). En el fondo es un autor por explorar, al que le debo horas de visionados. Es increíble la manera que tiene el cineasta de definir los espacios rurales. La figura de Tati alberga un paradigma de autor inusual para la época. El humor físico de Tati, y la comedia del slapstick, acceden al paisaje alterando las reglas del movimiento. Un cartero novato pedalea a toda velocidad en su bici paseándose por los bares, cafeterías, comercios y casas de todo el pueblo. En el imaginario Tati la bicicleta equivale al bombín o bastón en Charlot, al sombrero arrugado de Buster Keaton, o a las gafas en Harold Lloyd. Podríamos decir que su estética se mueve como tejido flotante por las superficies de la geografía francesa. Escuela de carteros supone el embrión del largometraje Día de fiesta (1949), en el que el discurrir de la vida rural de los pueblos queda perfectamente retratado.
Los pueblos y mundos rurales han sido una constante en el devenir de la creación de una identidad nacional. El cine español, sobre todo después de la Guerra, ha sabido entender al campesinado reactivando un cine de conciencia social. Los vínculos con la tierra son si cabe más importantes que los vínculos entre personajes, ligados a una escritura telúrica que interconecta con las raíces de nuestros antepasados. No ha sido complicado hallar un leitmotiv especifico en esta primera sesión de la 29ª edición del Festival Ibérico Cinema Cortometrajes. Si hemos escrito arriba del paisaje y de cómo el medio asume su condición cultural e identitaria, tenemos delante misma, en varios de los cortometrajes seleccionados, brillantes ejemplos que manifiestan un adecuado posicionamiento hacia lo rural, y hacia los entornos fronterizos.
Javier Celay
En Yegua (Javier Celay, 2022), un ganadero (Karra Elejalde) acaba de adquirir una yegua, sin embargo, al poco tiempo el animal cae enfermo. Sara, la veterinaria del pueblo, le aconseja el sacrificio. A la vez, la situación familiar del ganadero se hace insostenible con una mujer enferma totalmente dependiente. Celay sabe tocar teclas incomodas que nos plantean situaciones difíciles. Un relato que exige la implicación del espectador, que deberá tomar partido en ciertos dilemas morales de la historia. Pero lo mejor del filme reside en la agresividad de la puesta en escena con una cámara en mano que no para de moverse, con tomas largas en plano secuencia que nos arrastran a sentir la misma e irrespirable atmósfera del personaje de Elejalde. Los pueblos de Navarra encadenan una mirada trágica del paisaje, que por un lado nos remite al western, y, por otro, a esa semilla de horror enterrada en la tierra con paralelismos al drama rural de los años cincuenta –se me viene a la cabeza Surcos– o al cine social de cineastas de la talla de Manuel Mur Oti o Carlos Saura. El dolor habita en el detalle por los encuadres pictóricos, como el plano de la habitación en donde duerme la mujer, o el contraste pastoral fijado en las vaporosas imágenes del amanecer. Yegua no se queda en la epidermis, sino que trasciende en diversas capas de acción, manteniendo la tensión hasta el final. Destaca además la firme voluntad dramática del paisaje adquiriendo el peso de un ritual ignoto.
La dimensión psicológica del campo también hace acto de presencia en Una amiga (Marta Matute, 2023). Lucía (Laura Romero) lleva por primera vez a Paloma (Violeta Orgaz), su pareja, a la casa familiar del campo. Esperan un bonito fin de semana las dos juntas celebrando su aniversario. La aparición sorpresa de Rubén, hermano de Lucia, con su novio, desencadena el conflicto. Paloma se verá obligada a fingir, como otras muchas veces, su verdadera relación con Lucia, adoptando el papel de una simple amiga. Para Matute el contexto es sumamente importante. La casa en las afueras implica una manera de atravesar correspondencias emocionales con las dos chicas. La luz, se reserva en el relato un papel determinante, constata diferentes estados anímicos. El día abre paso a la sensualidad de los pequeños detalles. Besos y sexo sin tapujos de una tarde de verano. Existe una clara evocación al cine de Éric Rohmer, o más recientemente a las historias de Catherine Corsini (Partir, Un amor de verano, etc.…), ambientadas fuera de la ciudad, en sintonía con la fuga y el deseo. En oposición cuando cae la noche la relación de ambas mujeres se convierte en tedio e inseguridad, escondidas en su propia casa dando pie una dolorosa clandestinidad. El sexo es ahora mudo y silencioso y los temores afloran sin dejar respirar o ser libres. La directora habla acerca de las barreras que uno mismo se pone en los complejos procesos de asimilación. Lucía no es capaz de exhibirse como es ante su propia familia. Hay una evidente crisis de identidad. Esa negación mina y desgasta los sentimientos de Paloma. Matute y Sergio Adillo escriben un guion sensible e inteligente y una cámara que explora y se arriesga sin juzgar a sus personajes.
El municipio costero de Soller sirve de escenario para La Nau (Guillem Miró, 2023). Bartomeu (Miquel Gelabert) es un jubilado que cultiva tranquilamente su huerto. La presencia ruidosa de un dron supondrá una invasión en su espacio vital, dando lugar a una lucha sin cuartel entre el hombre y la máquina. El cineasta mallorquín respeta los espacios y le da mucho sentido rítmico a su película. Las vistas aéreas del dron nos hacen participes de la belleza del lugar y de la gente que vive en el campo. La tranquilidad de Bartomeu se ve truncada por un cuerpo extraño que lo obliga a salirse de su zona de confort. Estamos ante una figura agotada consumida por el entorno que gracias al dron revive y se mantiene en alerta. En el plano físico La Nau es una suerte de survivor cómica, dentro del lenguaje cartoon de los dibujos animados (recuerda un poco a las peripecias del coyote y el correcaminos), pero en el plano abstracto es un potente estudio generacional. Muestra con solvencia los intervalos del tiempo, los avances tecnológicos y la cultura del campo. Una película agradable en donde el lugar habla nuevamente como parte integral y activa del relato.
Aurélie Oliveira Pernet
El nuevo cine portugués parece combinar una serie de relaciones temáticas y formales que lo convierten en una de las cinematografías más interesantes de la actualidad. Además de ahí viene también la eclosión por la geografía y los lugares que identifican las acciones y el carácter de sus habitantes. En el caso de la excelente As Sacrificadas (Aurélie Oliveira Pernet, 2022), podemos comprobar cómo la mano de la directora transita la historia de los pueblos portugueses declinando hacia el mito o la fábula. Las montañas y la solitaria vida del campo sostienen el clima principal de esta triste y desalentadora historia. Como en Yegua, sentimos la angustia de una situación difícil. Es verano, cerca de las montañas, época de incendios, Otilia (Tania Alves) se debate entre su trabajo como limpiadora de la piscina municipal y la obligación de cuidar sola a su madre. Esa sofocante temperatura cosifica a la mujer en un ambiente ceniza que no la deja respirar. Atrapada, sueña con una vía de escape, un oasis que la libre de esa cárcel perpetua. Oliveira Pernet filma con minuciosa atención y tacto sensible una película contemplativa que respira en los mismos impulsos que la protagonista. El equilibrio entre forma y pensamiento se erige sobre imágenes de inclinación oriental –el plano inicial del árbol– los silencios o tiempos muertos y un estadio existencial, cósmico y misterioso, que alude incluso al documental. As Sacrificadas se presenta ante nosotros como un ejercicio de escritura y puesta en escena francamente brillante.
El otro corto portugués, O Casaco Rosa (Mónica Santos, 2022), sigue una construcción narrativa inusual rodada con técnicas de stop motion. Esta es la historia del inspector Antonio Rosa Casaco, un personaje real jefe de la policía portuguesa. Casaco es el villano del cuento, un hombre poderoso de las altas esferas políticas que no tuvo escrúpulos para cometer numerosos actos delictivos e incluso el asesinato. La directora combina, de forma magistral y maravillosa, la apariencia de cuento infantil, con un trasfondo oscuro y espinoso. Envuelta en llamativos colores pastel, O Casaco Rosa parece poseer una magia especial de cine antiguo, en donde podemos rastrear a los grandes musicales de Jacques Demy, o a la estética del thriller o polar francés. Es una delicatessen en miniatura, que encuentra expresividad gracias a la música (Pedro Marques), y a unos diseños fluidos y vivos que no necesitan rostros para calar hondo en el espectador.
Esta vez acabamos por el principio. El último cortometraje reseñado ha sido el primero de la sesión en proyectarse. El umbral (Javier Carneros Lorenzo, 2022) alterna la crítica social con el terror. Su punto de partida es como mínimo inquietante. Con un formato narrativo similar al de un episodio de Historias para no dormir, la cinta de Carneros aprovecha con soltura los espacios del edificio donde ocurre casi toda la acción, manejando resortes típicos del género de suspense con influencias directas al cine de Álex de la Iglesia (La comunidad, por ejemplo). Pero lo más destacable de El umbral es su efecto dramático puesto que se exploran temas incómodos de nuestra sociedad. Muchas veces miramos para otro lado e invisibilizamos a esas personas sin techo que no son más que una manta tirada en un cajero o en un parque. El trabajar con personas de este colectivo te da una perspectiva más amplia acerca de las vicisitudes del mendigo en la calle. El director hace espabilar a las conciencias adormecidas simulando un relato de intriga medido en los tiempos y con imágenes potentes como los angulares y planos contrapicados de las escaleras (a lo Brian De Palma). Con todo, encuentra su lugar el horror social, gracias al simbolismo de una simple y aterradora manta. Esa manta me hizo rememorar aquella otra imagen de una gelatinosa mancha negra en el agua que se comía a los bañistas, parte de un segmento de la película de terror Creepshow II (1987), la cual me tuvo de niño muerto de miedo.
Mónica Santos