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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Las ocho montañas

    || Críticas | ★★★★★
    Las ocho montañas
    F. Van Groeningen, C. Vandermeersch
    El hombre salvaje


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    Italia, 2022. Título original: Le otto montagne. Director: Felix Van Groeningen, Charlotte Vandermeersch. Guion: Charlotte Vandermeersch, Felix Van Groeningen, de la novela de Paolo Cognetti. Productores: Hans Everaert, Lorenzo Gangarossa, Mario Gianani, Louis Tisné. Productoras: Wildside, Menuet Producties, Rufus, Pyramide Productions. Distribuida por: Avalon. Fotografía: Ruben Impens. Música: Daniel Norgren. Montaje: Nico Leunen. Diseño de producción: Massimiliano Nocente. Diseño de Vestuario: Francesca Brunori. Reparto: Luca Marinelli, Alessandro Borghi, Elena Lietti, Filippo Timi, Surakshya Panta, Elisabetta Mazzullo, Iris Barbiero, Lupo Barbiero, Cristiano Sassella, Andrea Palma, Francesco Palombelli.

    Hacía mucho tiempo que no veíamos una película en donde la masculinidad se explorase de una manera tan bella y palpitante. La grandeza de Las ocho montañas (Felix Van Groeningen, Charlotte Vandermeersch, 2022), se percibe en la preciosa forma en la que muestra una amistad entre hombres silenciosos sin que esto nos deba resultar incómodo. En su periplo, o viaje iniciático, asistimos al emocionante cántico de una oda a la camaradería, en donde sus directores se atreven a cambiar el alcance de los tiempos, evocándonos a las grandes historias de hombres que se aman y entienden sin necesidad de recurrir a ningún tipo de pulsión sexual. Como en las lejanas historias de cowboys, los hombres saben arroparse unos con otros, gemelos de una comprensión muda y silenciosa. Los que descubrimos en las películas de Jean Pierre Melville la figura del hombre silente, o los que supimos deshojar la margarita del mejor cine noir, ponemos el acento en la fascinante imagen del grupo –delincuentes unidos por una misma causa— y en saber mirar al hombre desde una perspectiva salvaje, remota, troglodítica y ancestral. Como hombres del paleolítico, Bruno (Alessandro Borghi) y Pietro (Luca Marinelli), los amigos inseparables de Las ocho montañas, ríen, gritan, se pelean o revuelcan por el frondoso pasto de los bosques. Juegan en el río, libres, y sobre todo, hacen uso de sus manos y de su poderío físico para manipular elementos naturales –piedras o rocas— y construir mundos con ellas. La albañilería también es resultado de esa idea originaria, de hombres de las cavernas. Los dos amigos excavan en la tierra levantando refugios o montañas, actores de una civilización selvática y dominante.

    En estos días hemos leído algunos comentarios de espectadores acerca de la infrautilización del formato en la película. No es tanto una polémica, sino más bien un interrogante en la necesidad de hacer justicia a toda la magnitud de escenarios naturales que aparecen en la historia. La propia Vandermeersch aclara las dudas y justifica la elección del formato (casi) cuadrado en 4:3 en el empeño de mantener la importancia de los actores y de sus conflictos por encima de la majestuosidad del paisaje. Un ratio ancho en scope, o panorámico, hubiera distraído nuestra mirada. Yo añadiría que esta, acertadísima decisión, obedece a un profundo y elegante estudio de puesta en escena a favor de las múltiples posibilidades del encuadre vertical. No son simples paisajes con hombres. Deducimos, al contemplar la pantalla, como unos hombres dominan, manejan el paisaje que los rodea. Nuestros ojos son barridos por una cámara en movimiento que lentamente nos hace partícipes del sendero que pisan y tocan los protagonistas como integrantes de un grupo de exploradores. La pantalla se abre paso a paso con intenciones oceánicas marcando una densa atmósfera de misterio. La idea de un paisaje de arraigo cultural o sentimental, se aleja convirtiendo el viaje en la odisea del héroe característico de las aventuras de Jack London o Robert L. Stevenson. El hombre es el centro del paisaje. Es más, es paisaje. Confieso que eso deviene en una suerte melancólica de eterno retorno en el que revivir una y otra vez situaciones idílicas de nuestro pasado. Hay que darle importancia al lugar donde creces, en este caso, la tierra coagula con sangre y nacemos en partes; como hombre, como animal y como árbol. El signo de esta maravillosa obra, elegante en su prosa, queda grabado a fuego igual que una pintura rupestre pintada por un hombre salvaje y hallada siglos después en una cueva olvidada en las montañas.

    Los prósperos dominios de la región de Piamonte remiten a un abismo surgido del cielo, el placer de acariciar la hierba o sentir las pisadas cuando escalan devienen en trasuntos de plácida espiritualidad. Aferrándonos a las palabras de Víctor Hugo: «la melancolía es el placer de estar triste», se puede desarrollar un sentido arácnido de tristeza tonificante. Pietro es un ejemplo de hombre solitario cuyo proceso de iniciación convalece ante las embestidas del tiempo. En su hoja de ruta el tiempo parece dilatarse a caballo entre una estación y otra. Los inviernos de su infancia se hacen largos e insostenibles mientras los veranos son estrellas fugaces. Esa diferencia queda muy bien reflejada en la película porque por una parte recurrimos al dibujo urbano, gris y lluvioso de la ciudad, y por otra a la libertad de unas imágenes luminosas y resplandecientes. Las dicotomías no se detienen y van mucho más lejos; Pietro pertenece a una familia estructurada y pese a sentirse orillado cuenta con el calor de un hogar y de unos padres, mientras Bruno está supeditado a un entorno disfuncional, lleno de ausencias un padre al que odia además de las carencias educacionales y su herencia campesina. La cultura empuja a dos niños con diferentes andamiajes sociales y, aún con ello, iguales en el paisaje, su comunión afectiva y sensorial queda subrayada desde la primera vez que comparten plano. La amistad es un tema central del cine italiano para diseñar discursos generacionales. Pienso, caigo muchas veces en ella cuando escribo, en la relación de Olmo y Alfredo en Novecento. Uno representa al campesinado y el otro al terrateniente. Su lucha de clases no impide un amor en este caso desaforado que se entiende mejor en los albores de una edad temprana, dándose en Bertolucci una perspectiva inocente que torna descompuesta en la adultez. De hecho, esta opción por el melodrama permite a los directores de Las ocho montañas jugar con la contraposición, la cual se da en el objeto pasional y en el objeto estético. El color mismamente es primordial para diferenciar a Pietro de Bruno o viceversa. El rojo domina la existencia de Pietro. En las primeras imágenes, de niño, sobresale el rojo de su gorro, de la chaqueta, o el color rojizo de la cantimplora. El rojo también asume la transición hacia la adolescencia la preciosa, sutil elipsis de Pietro tumbado en la cama, en la que lo reconocemos por el rojo de su jersey– luego con el paso de los años el reencuentro de ambos amigos se plasma con esa diferenciación de colores —la escena en la moto en la que Pietro lleva de nuevo una gorra roja y el otro una chaqueta azul vaquera—, color, menos notorio pero representativo de la personalidad algo más distante y glaciar de Bruno. Incluso la línea del mapa que el padre de Pietro marcaba para las rutas por la nieve, será también de un visible color rojo. En el fondo la voz interior se filma con los colores más vivos posible. Las ocho montañas propone una visión a un tiempo elegíaca, mística y pensativa, sobre el sentido del individuo, afectado por la intensidad de colores o de luces de su alrededor.

    El transcurso del relato no puede, ni quiere robarle un solo gramo de estrato literario al subtexto sabiendo constantemente que su correspondencia principal es la novela, de un lado la obra homónima de Paolo Cognetti en la que se basa el filme, y yendo más lejos, todas y cada una de las citas literarias que aparecen más o menos veladas en la propia película. Poco a poco descubriremos que ese viaje de Pietro tiene mucho de road movie y que subordina sus experiencias a la conciencia del escritor. Van Groeningen y Vandermeersch insisten en el proceso creativo del novelista, con citas plásticas a la hora de embarcarse en ese camino que lleva a Pietro al Himalaya. Por descontado esas citas tienen huellas de generación Beat, alusiones a Kerouac —se aprecia un cartel de On the road encima del escritorio de uno de los pisos en donde vive Pietro—, y fragancia a toda esa cultura estadounidense del mochilero errante. Sin embargo, en mi caso intuyo vestigios de El desierto de los tártaros, abandonándose a un simbolismo cargado de zozobra y a las dudas metafísicas por un futuro incierto. La proyección de un mundo irreal, escondido, se otea en el horizonte. Tampoco pasa desapercibida su cadencia musical, visible en el uso del montaje. Y no me refiero a las canciones del cantautor Daniel Norgren, el cual, por supuesto le añade una dimensión más a ese cine de carreteras, sino a la integración de imágenes con sonido. Citando a Michel Chion: «no se ve lo mismo cuando se oye; no se oye lo mismo cuando se ve […] la ausencia de sonidos y ruidos no es el único recurso para expresar el silencio. También pueden aparecer ambientes en los que se hace sentir el silencio utilizando sonidos tenues, sonidos lejanos, ruidos que sugieren intimidad, discretas reverberaciones, etc». En Las ocho montañas la música (del silencio) es parte segura de su lenguaje narrativo.

    Por lo demás, la voluntad de ubicar la historia en las montañas le da valor añadido a la profundidad de sus imágenes. El contraste elegido con tacto y armonía de luz artificial con luz natural, nos lleva a un estilo familiar y profundo —las conversaciones al calor del fuego, dentro o fuera de la cabaña— y su magnífico sentido de la existencia —Bruno aspira a ser roca o árbol y quedarse en las montañas para siempre—, queda patente en esos planos contrapicados en los que la figura recortable del hombre expira frente a la inmensidad del cielo. Un cielo filmado con verdadera convicción religiosa —el plano fijo (varios segundos) de la cima de la montaña en donde lentamente el sol asoma su silueta, obtiene, en su expresividad y belleza, la fuerza cósmica de un 2001: Una odisea del espacio—, tocar ese cielo puede llevarnos a desaparecer, porque a fin de cuentas Las ocho montañas habla de la amistad y comunión con la naturaleza hasta más allá de la misma muerte.



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