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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Extraña forma de vida

    || Críticas | ★★☆☆☆ |
    Extraña forma de vida
    Pedro Almodóvar
    Desapasionamientos


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón|

    ficha técnica:
    España. Guion y Dirección: Pedro Almodóvar. Producción: Agustín Almodóvar, Esther García. Música: Alberto Iglesias. Dirección de Fotografía: José Luis Alcaine. Montaje: Teresa Font. Dirección de arte: María Clara Notari. Intérpretes: Pedro Pascal, Ethan Hawke, Manu Ríos, José Condessa, Jason Fernández. 31 minutos.

    Había una cierta capacidad en el western clásico —y en el manierista— para conseguir una magnificencia estremecedora en el tratamiento del espacio. No era simplemente una cuestión de formato —recuérdense los trabajos de Ford en 4:3—, sino de una cierta capacidad de los directores para subsumir a los personajes en el espacio, para conseguir un delicado equilibrio entre fondo y figura que habían heredado de Charles Marion Rusell o de Frederic Remington, una cierta dimensión de la gracilidad que exudaba también sensualidad, mitología, levedad, sutileza. Es fácil de entender por qué a menudo séptimo arte y western se maridaban, se confundían en una danza de posibilidades titánicas: un plano de Delmer Daves o de Budd Boetticher sintetizaba a la vez todo aquello que podía ofrecer el pensamiento fílmico temporal (la tensión, la espera, el baile, el fogonazo, la fiesta), pero también la expresión fílmica espacial (lo inmenso, lo sublime, lo minúsculo, lo concreto). Era un género tan complejo que, obviamente, encerraba contradicciones.

    Viendo Extraña forma de vida (Pedro Almodóvar, 2023), parece inevitable pensar que el cine se ha achatado. No tanto el cine del presente, el cine que ahora mismo está abriendo nuevos caminos a través de diferentes riesgos temáticos o formales. Me refiero más bien al recuerdo del cine, a la exigencia ante el pasado del cine, a lo que se admite como reescritura en el envés de los escombros de la Historia del Cine. Pienso, por ejemplo, en esos primerísimos primeros planos de Pascal o Hawke «galopando» con temblor de cámara incluido. Pienso en una fotografía grisácea que parece haber prescindido voluntariamente de su dimensión mitológica. Pienso en una dirección de arte que se quiere a la vez chillona y suntuosa. Pienso incluso en la duración misma, apenas un parpadeo que quiere desplegarse en una forja titánica de amor, familia, venganza y justicia —los grandes temas del género— pero que obliga a explicar toda la tramoya a martillazos con una serie de diálogos explicativos esbozados a toda velocidad. Parecería que en, en este cortometraje, si uno quiere transitar la Historia/historia debe prescindir de las imágenes, y a la vez, si uno se queda en las imágenes parece que el western es un gran pozo de agua sucia en el que flota, desganada, una chaqueta verde o un pañuelo rojo.

    Almodóvar tiene una capacidad inigualable, majestuosa, para retratar una manera de desear carnívora y táctil, desmesurada. Sus cuerpos siempre han sabido retorcerse en la tremenda telaraña del melodrama, ya fuera en el coito o en la lágrima, ya fuera en la orgía o en la autodestrucción. El problema es que aquí apenas cuenta con unos pocos minutos de metraje para desplegar su habitual intuición sobre el lado oscuro de los sentimientos y, lo que es peor, esos sentimientos ya han sido extraordinariamente explotados hace décadas en obras tan diferentes como Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) o Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953), por citar apenas dos clásicos habituales. Su mediometraje quiere ser una fábula queer, pero como es bien sabido, una posición política combativa no garantiza necesariamente un buen resultado. Si se acude a la sala únicamente por el interés de ver a dos hombres amarse en el salvaje oeste se podrán paladear un par de secuencias iniciales remotamente interesantes en su planificación y su interpretación, pero todo el andamiaje narrativo se desplomará irremediablemente en la segunda mitad. Si, por el contrario, se acude a la sala buscando una película —esto es, atendiendo a su disposición formal, significante—, apenas podrán salvarse algunos planos concretos o algunos chispazos de interés aquí o allá. Lo demás naufraga entre lo previsible y lo minúsculo. Piénsese, por ejemplo, en el uso mecánico del plano/contraplano que hace avanzar a trancas y barrancas el relato. Piénsese en los problemas de montaje que aparentemente nos transportan en la «persecución». Piénsese, finalmente, en la extraña función narrativa de ese flashback remoto en el que parece volver lo mejor del Almodóvar de los ochenta… para acabar convirtiéndose en un puro rodeo por una felicidad que hubiera resultado más creíble en fuera de plano. El supuesto potencial provocador de ver a dos hombres besándose y frotándose bajo una lluvia de vino resulta de una absoluta ingenuidad como sinécdoque visual de esas locas «orgías» a las que se refieren los personajes en sus nostálgicos diálogos.

    Almodóvar ha sido siempre un fantástico chamarilero de la Historia del Cine porque ha sabido mantener una distancia irónica y sabia con los materiales sobre los que desplegaba su propia mirada. Su capacidad para canibalizar cualquier trozo de celuloide previo y convertirlo en algo nuevo e interesante es algo que está fuera de toda duda. Sin embargo, aquí parece que se ha quedado demasiado cerca, que no ha calibrado bien la distancia y, lo que es imperdonable, que no ha sabido comprender el tiempo (fílmico) ni el tono atmosférico que pedían sus acciones y sus personajes. Demasiado pegado a una tradición de la que está enamorado pero que intenta desactivar constantemente (véase la introducción, con la cita a Amália Rodrigues transfigurada en un inevitable efebo que es a la vez coro griego y castrato de cartón piedra), sus imágenes parecen buscar a tientas y en lo oscuro aquellas otras imágenes pretéritas que despertaron su amor por el género. Como en una fotocopia descolorida, uno puede entretenerse buscando los referentes iniciales o, lo que sin duda resultaría mucho más sensato, volver a llenarse los ojos con el Technicolor desmesurado que hoy se suele rechazar por razones que nada tienen que ver con el cine. De esa catástrofe cultural —la del olvido que parece a veces haberse posado sobre nombres como John Sturges o George Sherman, por ejemplo— habría que hablar en otro momento.

    Por lo demás, uno intuye que el mediometraje encontrará un público generalista y bien predispuesto —lo que, sin duda, es de celebrar—, pero al que no sabremos si guiará en el camino hacia el redescubrimiento de los clásicos, o si para el que por el contrario, acabará convirtiéndose en la anécdota, la curiosidad puntual, la anecdotilla de comadre escandalizada en la corrala de la cinefilia. Ojalá esté equivocado y la apuesta de Almodóvar tenga un impacto sostenido en la formación de nuevos públicos. Sin embargo, como los hombres de Ford que guardan silencio junto a las tumbas de los seres amados, me permitirán que hoy me mantenga en una ceñuda y respetuosa aspereza desencantada. Desapasionada.


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