Iñigo Salaberria solo quería alejarse de la realidad. La angostura de un río helado de Islandia esconde las marañas sanguinolentas de los músculos de ballenas muertas. Al mismo tiempo, en alguna industria de Euskadi, despreocupados padres de familia enmarañan sus cuerpos en lagos donde el humo de las fábricas químicas se confunde con el vaho de los primeros días de abril. La realidad es una abstracción potencial, solo se necesita una mirada curiosa. Espejando bajo un rascacielos, el reflejo del charco pisoteado por hormiguitas que cogen el bus de las ocho contiene un universo inverso. Es curioso cómo el montaje de María Elorza encuentra rimas que bajan un poquito la tristeza. El material de Súper 8 rescatado muestra a un cineasta que, hace muchos años, intentó alejarse de la realidad por medio de la abstracción. Y quizá lo logró, basta observar el destello del revelado químico embarrando contra las primeras luces del día en una montaña impronunciable de Islandia. Son imágenes que caminan sin hacer ruido en un montaje que a tientas restituye aquello que pudo no ser visto nunca.
Abstraerse de la realidad es una misión aparentemente recurrente en los experimentos formales, estructuralistas y rítmicos de las vanguardias del Super 8. Al borde del agua (Iñigo Salaberria, María Elorza, 2020) emplea el soporte con mimo y la liquidez de las formas mullen la visión a la diez de la mañana. La policromía de las texturas de grabaciones más o menos caseras devuelven una forma de hacer cine que se apoyaba más en la intuición que en la certeza. Una forma casi olvidada de relacionarse con lo que vemos. Paralelamente, en la sección Lan del Festival Punto de Vista, el programa Súper 8 contra el grano revela el impacto material, ecológico e industrial de este formato. Alberto Berzosa y Miguel Errazu hablan sobre un material que, para poder servir a la captación de imaginarios domésticos, vanguardistas y contrapolíticos, tuvo que dejar una estela de contaminación petroquímica. Entonces uno se siente extrañamente sucio. Las imágenes de Al borde del agua de repente parecen tener una mácula un tanto siniestra. En los ojos aparece un escotoma que nubla parte de la visión ya que, ¿y si todo cuanto vemos es una contaminación que se cierne?
Cuestionado el Súper 8, también habría que cuestionar el discurso crítico. Junto al tercer cine y los movimientos de legitimación artística de América Latina surgieron también reformulaciones de los postulados teóricos posestructuralistas europeos. Aburrido como suene, supone un esfuerzo crítico desde los márgenes (y siempre desde los márgenes) por criticar el conformismo intelectual del viejo continente.
El análisis es certero y combate la ingenuidad habitual del análisis fílmico ¿Pueden pensarse las imágenes al margen de su materialidad?, ¿la legitimidad de quien mira puede únicamente ser acreditada por buenas intenciones? Claramente, no. La divertida malicia de la sección contrapone un cortometraje como Cile, 1972 (1972), de Monica Maurer, que refleja los incipientes cambios en Chile con una mirada cargada de extranjerismos, con Les espagnols ont ils conquis les Andes? (1978), donde el colectivo de cine militante Audiopradif certifica que la legitimidad no se garantiza por ser de izquierdas, militante y político. Ambas películas componen reportajes más o menos narrativos, con insertos de crítica política y social y retazos de archivo editado de tal manera que el montaje dialéctico de Eisenstein se convierte en una propaganda bienintencionada, pero con ninguna curiosidad más allá de sanar la artificial interseccionalidad que todavía hoy castiga a la intelectualidad progresista europea.
Diferentes son los trabajos con el formato de Sergio Peo y Sylvia Harvey. Pira (1972) es un adrenalínico ejercicio de montaje que concibe el espacio urbano como patchwork marxista y popular que intenta concretar el llamado tercer cine a partir de arquitecturas audiovisuales igualitarias. Rank and File (1973) fue la primera película de Sylvia Harvey, presente durante la proyección, y en poco menos de seis minutos narra las vicisitudes de un sindicato castigado por políticas antiigualitarias, racistas y discriminatorias. Son películas valiosas ya no tanto por su valor analítico, o por el modo en el que «piensan» la imagen o entretejen artísticamente inquietudes de una época. No, esos conceptos elitistas de una intelectualidad cansada poco importan aquí. Son valiosas ya que generan malestar, contienen rabia y hacen ruido. Sí, el Súper 8 contamina y refleja las contradicciones de movimientos de vanguardia instalados en el privilegio de clase, pero también puede y debe contaminar los mismos espacios desde los que se crea y se mira. Harvey estudió en la UCLA y tuvo el privilegio de rodar su proyecto de final de año con una Súper 8 y, sin embargo, eligió radiografiar un sindicato en lugar de ceder a los vaivenes de una vanguardia experimental perdida en reflexiones sobre la estructura rítmica de la película o un antiimperialismo de café en Central Park. Tan importante es la película en sí como la estela materialista que deja tras de sí. Elegir visualizar algo implica darle una representación que se transmite en un espacio y un tiempo. Se habla mucho de aquello que se invisibiliza por el capital y muy poco de aquello que podemos elegir ver.
Cuestionado el Súper 8, también habría que cuestionar el discurso crítico. Junto al tercer cine y los movimientos de legitimación artística de América Latina surgieron también reformulaciones de los postulados teóricos posestructuralistas europeos. Aburrido como suene, supone un esfuerzo crítico desde los márgenes (y siempre desde los márgenes) por criticar el conformismo intelectual del viejo continente. Teóricas como Valeria Flores afirman que la crítica debe desnaturalizar la realidad y el lenguaje. ¡Menos mal! Si por un momento ustedes piensan que la crítica debe explicarles, aclararles o iluminar con una interpretación, sepan que ahí opera el privilegio instalado por una clase neorromántica que ha convertido el arte en un patio de recreo donde el antiimperialismo cabe en un hashtag.
Todo festival de cine perpetúa un capitalismo audiovisual y legitima dinámicas de circulación de imágenes viciadas: escuelas de cine que hablan de marxismo con matrículas caras, que producen cortos sobre temas sociales a estudiantes que critican a Ken Loach con la última novedad literaria de Anagrama comprada en la Casa del Libro; laboratorios de producción que narran historias de América Latina para decirle al espectador europeo que está bien fustigarse un ratito nada más, etc. Al menos, víctimas de estas contradicciones (quien escribe un caso tan sangrante como el resto), qué menos que ejercer una programación que nos incomode un poquito, que nos haga callar un ratito. La crítica útil, por lo tanto, acudiría al libido decorticandi estipulado por Aumont, al goce maravilloso de quebrar una película en imágenes e ideas, de quebrar su unidad de sentido, de elegir destrozar la armonía de la obra de arte en lugar de adularla. Eso hace la programación de esta sección, y también la retrospectiva Lejos de los árboles, que quiere llamar la atención sobre los modos en los que el espacio natural ha sido apresado por miradas más o menos desconocidas por la cinefilia más amplia. Sí, hay un poco de la condescendencia habitual, pero al menos la recuperación de películas como Det stora äventyret (1953) (imagen de cabecera), de Arne Sucksdorff, es un intento por proponer nuevas cartografías auspiciadas por las instituciones privilegiadas.
Termitas es la sección dedicada a creadores emergentes. La mayoría surgen de nodos de talento como las escuelas de cine. El prejuicio aparece rápido dado que estos centros contribuyen a redundar en formas, ideas y discursos sumidos en una entropía: de tanto querer proteger el cine, solo se piensa sobre cine. Normalmente, las producciones manadas de estos espacios espolean circuitos de visión elitistas, sin interseccionalidad, sumidos en una suerte de endogamia creativa que no problematiza el arte, se limita a celebrarlo y en el mejor de los casos la única interferencia que genera en el estado de las cosas es una o dos subvenciones públicas. Las personas creadoras, sometidas a este circuito (porque, a fin de cuentas, ¿por qué otros pueden hacer cine y yo no?), se someten a un ensamblaje hiperbólico de egos, favores y proselitismos varios para que su nombre aparezca impreso en programas de mano (biodegradables, sic.). En definitiva, abandonan la eventualidad del cine, a saber, que es el único arte con la capacidad de mutación y versatilidad para transformar las zonas de inestabilidad de los discursos capitalistas.
Si un festival programa con la consciencia de su hipocresía y aún así propone ideas, eso es un pequeño triunfo. Si creadores jóvenes, mayores, olvidados o legitimados continúan siendo voces insumisas, eso es un pequeño milagro. Si la crítica sigue sin ser activista, sin abrir espacios de indeterminación teórica que cuestionen los procesos de descolonización y legitimación de las «nuevas» miradas identitarias occidentales, eso es un fracaso.
Aquí se exhibieron numerosos trabajos, pero solo pude ver No conozco la historia del fuego (Sara Domínguez López, Alberto Ruiz, Luis Morla) y La voz rosa (Marieke Elzerman, 2022). Escribir es un acto de resistencia contra la inmediatez del cinismo. Esto ayuda a moderar los prejuicios y, afortunadamente, las dos películas, pese a insertarse en circuitos de producción denunciados y responder a ciertas lógicas de codificación visual, son lo bastante autoconscientes como para trascender algunos de los puntos señalados. No conozco la historia del fuego condensa en unos pocos planos fijos el recorrido de unos jóvenes. Sus creadores afirmaban buscar la experiencia de la duración del tiempo en plano, a la vez que respetar el trabajo de actores no profesionales y curiosear sobre las dinámicas que se establecen entre lenguajes. Es una obra «cinéfila» pues rápidamente se atisban esas determinadas filias de personas sumergidas en el consumo nada casual del cine. En consecuencia, persisten esos pequeños gestos que a veces son sedimentaciones simbólico-culturales adscritas a procesos de aprendizaje institucionalizados como la reflexión artística sobre cuestiones más inmediatas, el trabajo a priori con mallas teóricas como el tiempo o la identidad que muchas veces devendrían a posteriori.
Sin embargo, queda algo de ética y autorreflexión en generaciones que, al mismo tiempo, han sido lo bastante valientes para cuestionar esos aparatos de producción de capital social y económico que buscan terminar de asfixiar la creación artística como práctica de la inutilidad, quizá la única razón de ser por la que merezca defender el cine. Esa ética se observa en el trabajo con los actores y en ciertas decisiones creativas: no traducir esos otros idiomas, ceder a ciertas veleidades del sonido directo, idear el montaje como herramienta que otorga espacio al actante en lugar de encerrarlo en el encuadre, saber cuándo renunciar a la nociva idea del «plano ideal» y, sobre todo, dudar de lo que se hace. No quiero revelar detalles adicionales, basta decir que, en ocasiones, ya con la perspectiva que me da empezar a no ser joven, admira a quienes se exponen, pues en la vulnerabilidad de abrirse al ojo ajeno hay una valentía, una posición enunciativa proactiva y, hasta cierto punto, una forma de insubordinarse a un mundo demasiado reactivo, tan reactivo como el propio acto crítico. En ese sentido, se agradece que empiecen a proliferar cineastas ilusionantes porque (contrariamente a mi agotamiento), quien nunca se cansa de mirar, nunca podrá cansarse de esperar a aquella imagen que condensará toda su política escritural: una forma de habitar el mundo que conquiste una poética desde el margen de vidas que crecen. Esto no es esperanza o fe, simplemente películas a la búsqueda de la conquista de la espontaneidad, el acto de un tipo de juventud ajena al paso de los años.
Contra epistemologías neoliberales, también hay películas como La voz rosa, que subvierte matrices de pensamiento liberar y homogeneidades discursivas a partir de curiosidad. Una joven tiene la voz frágil y merodea por Donosti. Contar más, ¿para qué? Marieke Elzerman compone en apenas veinte minutos un universo donde la intimidad es una experiencia de aprendizaje negativa. Ciertamente, no se vive para aprender, sino para desaprender. El amor, el trauma o la soledad son experiencias de conocimiento legítimas que nos dicen qué es la vida a partir de todo aquello que no debería ser. Vehicular esta abstracción en un horizonte tecnológico (el dispositivo cinematográfico) e industrial (un cine obsesionado con significar la realidad, con codificarla en lenguajes muertos) es un reto que la directora trasciende. No sé si el ascetismo de la puesta en escena, bañada en una colorimetría que se siente como la tonalidad misma de una despedida sin palabras. Tampoco sé si es quizá la resonancia de las voces de personajes cuya prosodia es respetada por una duración precisa de planos (saber cuándo cortar un contraplano parecía un arte perdido hasta ahora). El caso es que es una sensibilidad en constante despliegue a partir de composiciones que, por cada vez que rehúyen del hiperbólico realismo mágico europeo, ganan enteros en esa idea del espacio vacío en encuadre no como ausencia, sino como margen para respirar. Esa inversión de la polaridad semántica del espacio vacío en encuadre casi correspondería a una crítica obsesionada con analizar símbolos de narrativa audiovisual en base a filmes de otra época y, pese a ello (y por suerte), vuelve a ser el cine y sus creadoras el responsable de proponer nuevas formas de des-indentificarse y des-centrar las políticas de significación.
No iré mucho más allá en este recorrido de secciones. Si un festival programa con la consciencia de su hipocresía y aún así propone ideas, eso es un pequeño triunfo. Si creadores jóvenes, mayores, olvidados o legitimados continúan siendo voces insumisas, eso es un pequeño milagro. Si la crítica sigue sin ser activista, sin abrir espacios de indeterminación teórica que cuestionen los procesos de descolonización y legitimación de las «nuevas» miradas identitarias occidentales, eso es un fracaso. Pienso que la pelota está en el tejado de una crítica que solo lee y se lee entrelíneas, atrapada en un tiempo lineal que no la necesita y un tiempo histórico que no comprende. Para quebrar la neutralidad pasiva del sentido de buena parte del arte contemporáneo, es necesaria una crítica activista que use la intertextualidad, el diálogo y otras prácticas para construir contracorrientes teóricas. Entender la crítica como puente de mediaciones artísticas y discursivas. Hasta entonces, por suerte, las imágenes siempre estarán por delante de su instrumento de visión.
La voz rosa (2022).