|| Dosier Michael Mann (IX)
Apostasía
El dilema (1999)
Rafael Guilhem
ficha técnica:
Estados Unidos, 1999. Título original: The Insider. Director: Michael Mann. Compañías productoras: Touchstone Pictures, Forward Pass, Blue Lion Entertainment, Digital Image Associates, Kaitz Productions, Mann/Roth Productions, Spyglass Entertainment. Productor: Pieter Jan Brugge. Fotografía: Dante Spinotti. Montaje: William Goldenberg, David Rosenbloom y Paul Rubell. Música: Pieter Bourke, Lisa Gerrard, Graeme Revell, Gustavo Santaolalla. Reparto: Russell Crowe, Al Pacino, Diane Venora, Christopher Plummer, Philip Baker Hall, Lindsay Crouse, Colm Feore, Debi Mazar. Duración: 151 minutos.
Estados Unidos, 1999. Título original: The Insider. Director: Michael Mann. Compañías productoras: Touchstone Pictures, Forward Pass, Blue Lion Entertainment, Digital Image Associates, Kaitz Productions, Mann/Roth Productions, Spyglass Entertainment. Productor: Pieter Jan Brugge. Fotografía: Dante Spinotti. Montaje: William Goldenberg, David Rosenbloom y Paul Rubell. Música: Pieter Bourke, Lisa Gerrard, Graeme Revell, Gustavo Santaolalla. Reparto: Russell Crowe, Al Pacino, Diane Venora, Christopher Plummer, Philip Baker Hall, Lindsay Crouse, Colm Feore, Debi Mazar. Duración: 151 minutos.
El primer paso para ver el cine de Michael Mann es aceptarlo con todas sus contradicciones. Nadie puede negar, por ejemplo, que sus producciones tienen una escala colosal. No así la forma en que Mann se conduce a través de ellas. En Miami Vice (2006) conviven actores estelares, espacios suntuosos, yates millonarios y viajes exorbitantes, con un registro de cámara en mano que no hace rentables todos los valores materiales y económicos a su disposición. Y sin embargo, hay un tipo de grandeza alcanzada por la vía de su construcción formal. «Raging Bull (1980) no podría ser una película de bajo presupuesto, simplemente no podría, hay una cierta escala que está involucrada en su realización, y nadie haría Raging Bull hoy en día. El último ejemplo de la industria haciendo esta película media de la que estoy hablando, para mí sería la película de Michael Mann The Insider, que me gusta mucho. Tiene escala y también un poco de verdad». Esta observación de James Gray atañe a una tradición histórica del cine estadounidense surgida desde por lo menos las primeras décadas del siglo pasado. El lenguaje cinematográfico que D. W. Griffith se obstinó en refinar —y que ahora lo sabemos, es ante todo un parlamento retórico—, además de modelar un conjunto de convenciones para proferir los más variados temas, dio al cine la técnica para dividir el tiempo, el espacio y, en la confrontación con la unidad del mundo, elevarse como un arte épico. Cuanto más era capaz de modelar, más altas eran las exigencias para manejar materiales magnos. Probablemente sin este ímpetu el cine hubiera perecido tal y como auguraban los hermanos Lumière.
La pregunta es cómo han ejercido los cineastas estadounidenses el problema de la totalidad. Otro descubrimiento de Griffith es que, en el cine, la totalidad no existe sin segmentación. De hecho, la totalidad depende de ampliar mediante lo mostrado los parajes de lo que no se ve. En oposición a la pintura, el peso de una película constreñida a un solo «lienzo» llega a ser menos determinante que su desenvolvimiento y traslación por la altura y anchura del espacio. Ford, Walsh y Cimino son algunos de los cineastas que han conectado mediante hilos finos y los más variopintos recursos estilísticos lo ínfimo con lo inconmensurable: por tensión, por saturación o por prolongación. Todos ellos trabajaron en una escala robusta. Mann, por su parte, sorprende por filmar las proporciones de gran tamaño con un sentido de lo mínimo. A mayor sustracción de elementos, mayor integración de éstos en un flujo común. La efusión de detalles, texturas, colores y luminarias, por súbitos o parpadeantes que sean, nunca abandonan la unidad del conjunto. Algo estalla en el encuentro de la experiencia previa que tuvo Mann en la realización televisiva con la monumentalidad referida. Y aunque los encuadres son cerrados, su dinamismo y movimiento los hace proliferar. Es bajo la lógica cinética que esta modulación no se traduce necesariamente en una asfixia e inestabilidad del espacio y los actores, cuyos gestos se articulan a través de la esfera del sonido y, sobre todo, de la progresión. De esta manera, no se puede encasillar a Mann dentro de la tendencia, cada vez más notoria, donde el sentido del encuadre se ha perdido. Si bien no parece existir un sentido espacial del encuadre, existe un sentido temporal. O mejor, es a partir de la temporalidad desde donde se ordenan las piezas espaciales: la aparente ofuscación de la cámara no es sino un modo inteligente de descripción, uno que serpentea sin perder la referencia de un punto fijo como centro gravitacional. Esto lleva a mantener una adherencia a la realidad, un peso contrario a la fría evanescencia.
No será extraño entonces que, cuando Will Smith está sobre el cuadrilátero en Ali (2001), la nitidez expresiva recaiga en un alto grado de abstracción: los contornos de la lona, las vibrantes cuerdas y las lámparas redondeadas en el techo pierden la delimitación de su silueta en pos de una adherencia al ritmo. La abstracción es en Mann el límite alcanzado para detonar la claridad que se vería empobrecida si se eligiera un acceso directo. Una lectura impresionista de Mann, deudora de cierto cine contemporáneo más que de aquella criba ahechada líneas arriba, lleva a confundir la rigurosa tendencia hacia la abstracción de su obra con la arbitrariedad de cuantiosas películas que desdeñan la labor que un artista debe proponer sobre la realidad para extraer de ella cierta autenticidad. También supone pensar los elementos compositivos de su cine en términos de plasticidad, cuando más bien pertenecen a una estructura secuencial que acumula magnéticamente las fibras esparcidas. El espectador puede sentir que, si cada plano actúa atómicamente, es sobre todo porque las partes superan al todo. La fragmentación, con sus latigazos que centrípetamente densifican cada escena, otorgan con su dinamismo un sentido vital a la obra: el espíritu construido interiormente que se exterioriza.
Al inicio de The Insider, Lowell Bergman (Al Pacino), tras ir encapuchado por las calles de Beirut para reunirse con el jeque Fadlalá y obtener su autorización a ser entrevistado en el programa televisivo 60 Minutes, se queda solo en un cuarto oscuro sin conocer ni su propia ubicación. Se desprende de su vendaje, corre la cortina roja del fondo e imprevisiblemente la tela da lugar a una apertura de la profundidad de campo: vemos una ciudad con sus casas, sus calles, sus torres y su vida. En adelante, este procedimiento es más insistente. Todo es susceptible de estar en foco; todo puede ser un primer plano (sea decorado o figura humana) y súbitamente caer presa del desenfoque. Este oleaje entre el protagonismo y el papel secundario de los elementos es lo que hace que en The Insider, a pesar de su ausencia, el entorno tenga más presencia que nunca. El ambiente se elabora por capas, entre lo que es y la sensación que revela. Revierte sus valores tan elásticos como un mundo plagado de intermediaciones lo permite. Lo notable es que, a diferencia de tantos otros, Mann no se precipita junto a la aceleración del mundo que retrata. Bien sabemos cuánta falta hace detenerse para captar con exactitud la verdadera velocidad de un cuerpo en movimiento. Dice Bruno Andrade: «Mann es un gran contemplativo, probablemente el último en el cine norteamericano que apuesta sobre todo por la grandeza y la grandiosidad del plano». Es tal vez la respuesta a por qué filma la magnificencia desde lo diminuto para, finalmente, otorgar a las cosas su justa dimensión. Si en The Last of the Mohicans (1992) la épica sucede a la luz de la luna, tras el follaje clandestino de los árboles, en The Insider esta clandestinidad de apodera de todas las circunstancias. Sólo deteniéndose a contemplar el arrojo de los personajes la cámara percibe su tránsito por el abismo. Es el caso de Jeffrey Wigand (Russell Crowe): la soledad de un hombre que, aun en el programa televisivo más mediático, aun con su grupo de cómplices, aun con sus seres queridos de toda la vida, nunca deja de estar solo. La aseveración de Andrade, entonces, sitúa a Mann en un linaje de directores que todavía creen en la puesta en escena, que saben observar la soledad de un hombre sin confundirla con los estímulos que danzan a su alrededor (que sería el caso de los hermanos Safdie). Mann se aferra por lo tanto a un espacio autónomo respecto al de la cámara, pero en vez de conquistarlo fílmicamente a un tiempo, lo conquista lentamente como una tarántula que teje su telaraña. Es decir, la cámara no responde a las leyes físicas de la tridimensionalidad del decorado, la encuentra por otros medios sobradamente laberínticos. Es este camino enrevesado el que guía y reordena el resto de factores bajo su influjo: «Lo único que soy es lo que estoy persiguiendo», dice el personaje de Al Pacino en Heat (1995).
El propio Al Pacino, en su papel como periodista y productor de la cadena televisiva CBS, arroja luz sobre The Insider como la película más francamente enredada en los problemas de la comunicación contemporánea de entre las que conforman la obra de Mann. Como venimos señalando sobre su abordaje a contrapelo, la cámara de Mann nunca se amalgama con la cámara del noticiero, más bien la enfrenta, la cruza y la revela. Quien mira ostenta la misma relevancia que lo mirado. Hay una importancia en la descripción detallada de los entresijos técnicos que conforman un mundo especializado de cualquier índole: esos conceptos y prácticas endógenos desconocidos para los simples mortales, aun si determinantes para nuestras vidas. Es notable la dosificación de la información y cómo su estatuto se va transformando: las palabras del jeque Fadlalá adoptan una nueva forma en la entrevista concebida para la audiencia norteamericana; el ocultamiento de los empresarios fabricantes de tabaco («No se puede mantener la integridad de una compañía sin acuerdos de confidencialidad») y los beneficios mercantiles del secreto, toman una temperatura de riesgo en manos del científico solitario que pretende develarlos. Cada personaje recibe de un modo distinto el peso de la información. Casi todos ellos ocupan un lugar estratégico en este flujo informativo, tienen papeles altamente influyentes en varios sentidos, pero esa posición se puede voltear contra ellos hasta afectar su intimidad más recóndita. Jeffrey Wigand recorre ese sendero fáustico, lucha contra lo que él mismo ha sido y, en su afrenta, termina debilitado y desgastado tanto como su familia y aquéllos que se suman a su causa: llega un punto en el que hacer el bien implica traicionarlo todo y pagar los costos más altos. Al arremeter contra uno de los asuntos más perturbadores de las últimas décadas, el cine de Mann deja ver su humanismo: agazapados ante las pruebas más atroces, llegando al filo de los sacrificios y con todo que perder, las personas como Wigand transmiten la cara más oscura de la sociedad moderna, ahí donde el dinero, el poder y los intereses corporativos devalúan el valor de la vida misma. «Gente normal que sufre una presión anormal», es la explicación de Lowell Bergman.
Mann discute la tradición de la grandeza en términos de desmesura. Es, finalmente, la vía más elocuente para establecer una relación de duda entre lo diminuto y lo monumental, de sostener una mirada humana frente a los fenómenos que la sobrepasan, distanciarse de la permanencia mediática y, en última instancia, de revalorar el vislumbramiento como un ángulo de inteligencia y claridad. ⁜