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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Los tres mosqueteros: D'Artagnan

    || Críticas | ★★★★☆
    Los tres mosqueteros:
    D´Artagnan
    Martin Bourboulon
    Como se confía una carta al hueco de un árbol


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    Francia. 2023. Título original: Les trois mousquetaires: D´Artagnan. Director: Martin Bourboulon. Guion: Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière. Productores: Nora Chabert, Cédric Iland, Dimitri Rassam, Ardavan Safaee, Ignacio Segura y Bastien Sirodot. Productoras: Pathé, M6 Films, Constantin Films, Zweites Deutsches Fernsehen, DeAPlaneta, Umedia. Fotografía: Nicolas Bolduc. Música: Guillaume Roussel. Montaje: Célia Lafitedupont. Reparto: François Civil, Vicent Cassel, Romain Duris, Pio Marmaï, Eva Green, Louis Garrel, Vicky Krieps, Jacob Fortune-Lloyd, Eric Ruf.

    Desde la seminal adaptación dirigida por Fred Niblo y protagonizada por Douglas Fairbanks en 1921, el cine ha vuelto su mirada a Los tres mosqueteros, al menos, una vez por década, lo cual la convierte en una de las novelas más adaptadas en la historia del audiovisual; tal es la fascinación y el entusiasmo que provoca entre los creadores de todas las épocas esta obra mayor de Alejandro Dumas. Sin embargo, muy pocas versiones han sabido, han podido o, peor, han querido leer bien al escritor francés, reduciendo el rico contexto histórico de su folletín –las disputas entre católicos y protestantes durante la Guerra de los Treinta Años– a un marco pintoresco en el que se desarrollan las aventuras de sus protagonistas.

    Desde luego, Dumas domina y privilegia la acción de capa y espada; el placer de narrar por narrar que caracterizó las letras europeas del Renacimiento y la Edad Moderna. Pero Los tres mosqueteros también destila, y no poco, pesar por el destino trágico de la condición humana. Dumas fue coetáneo de Balzac, y ambos comparten en sus obras esa querencia por advertir al mundo de los cuchillos del cinismo. Esa es la parte que el cine escamotea al público, en particular las adaptaciones de Hollywood que repiten los clichés que fijó la versión de 1948 dirigida por George Sidney.

    A partir de un guion de Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière, sus colaboradores en la saga Papá o mamá, el director Martin Bourboulon presenta esta nueva versión -–primera parte de un díptico que se completará con Los tres mosqueteros: Milady, ya rodada– que parece concebida precisamente para hacer justicia al Dumas histórico, pero sin renunciar a la vivacidad y el vértigo que caracteriza el tono general de las correrías de sus personajes más icónicos. Se podría debatir cuánto de ese historicismo se debió a Dumas y cuánto a su «negro», el historiador Auguste Maquet, pues no termina de estar claro quién de los dos descubrió primero las Memorias de D´Artagnan (1700), de Gatien de Courtilz de Sandras, la obra que inspiró Los tres mosqueteros. Ya fuera uno u otro, o los dos al alimón, porque está documentado que visitaron varias bibliotecas de París y Marsella, el caso es que el cine le debía a Athos, Portos, Aramis y D´Artagnan una película que alternara sin miedo una visión aguda de aquella Francia de las guerras de religión, que Dumas empleó para hablar en presente de la revolución de 1830 y el reinado de Luis Felipe I, con un relato sobre la amistad, el orgullo y la rebeldía de los hombres de armas.

    Dumas, no conviene olvidarlo, se educó por su cuenta leyendo el teatro de Shakespeare y viendo las representaciones que de sus obras preparaba la Comédie française en París, y entre sus lecturas favoritas se encontraban las comedias de Marivaux y Beaumarchais, la literatura de ideas de Voltaire y las novelas eróticas de Choderlos de Laclos. Los tres mosqueteros, y otros trabajos suyos como La reina Margot, se presentan al lector como un torrente incontenible de palabras alimentado por esas fuentes en las que la Historia y las historias se entreveraban en un tapiz muy sugerente para el público lector de la época. Porque la nobleza era mundana y el pueblo se revolvía. Delaporte y La Patellière han tenido el acierto de empapar su guion con elementos concretos de estos referentes, y de hacerlo además en un díptico que, por lo visto en esta primera parte, se presume ambicioso tanto en términos de reflexión política sobre el presente de Europa como de producción artística.

    Resulta significativo que el cine francés vuelva a Dumas, como ha vuelto a Balzac con Las ilusiones perdidas (Illusiones perdues, Xavier Giannoli, 2021), Eugénie Grandet (Marc Dugain, 2021) y, próximamente, Les secrets de la princesse de Cadignan (Arielle Dombasle), en un momento en que los ideales y las grandes causas, en el ámbito que sea, de la política a las relaciones afectivas, se abocan al fracaso debido a un feroz egoísmo. Si en algo destacan como individuos respecto a otras versiones, los Mosqueteros de Bourboulon honran el famoso lema «uno para todos, todos para uno» justamente porque hacen bandera de la fraternidad –la fraternidad según los ideales postilustrados de Dumas, es decir, la amistad entendida como sinceridad y sacrifico– en su lucha contra las imposiciones y la hipocresía. El viejo honor de los románticos, que tan bien interpretará después Edmond de Rostand en su Cyrano de Bergerac. La manera de rodar duelos y escaramuzas, con un magnífico sentido expresivo del plano secuencia, sirve para expresar formalmente ese propósito humanístico. No es acción pirotécnica hollywoodiense; es acción rabiosa dumasiana: un geste vital.

    En relación con lo artístico, hay que decir bien alto y sin miedo que esta película es un festival; está muy bien hecha, y además donde debe estarlo una producción de época. El cine francés rara vez falla en este aspecto. Hay que reivindicar este buen oficio en general, porque la dirección artística vive tiempos difíciles a causa de planificaciones cada vez más cortas, y en casos particulares como este de Los tres mosqueteros, ya que buena parte de la maestría literaria de Dumas reside en su capacidad para describir personajes y lugares a partir de detalles precisos de maquillaje y vestuario, decoración y arquitectura. Bourboulon y su equipo recrean con esa intención de fidelidad al lenguaje un siglo XVII gozosamente físico y material, sin excesos digitales; sucio cuando debe, reluciente cuando toca, siempre creíble como tiempo pasado. El prólogo es un ejemplo maravilloso de lo que representa esta nueva versión desde el ámbito de la producción artística: personajes que se definen por lo que hacen y cómo lo hacen, en un entorno cuyo efecto inmersivo lo produce una ambientación documentada, la posición de la cámara y la vivencia subjetiva del tiempo.

    Este respeto al material original se traslada también al que con toda seguridad sea el valor más importante de la película. Athos, Portos, Aramis, D´Artagnan y Milady son personajes gastados por el tiempo, a la vez temerarios y melancólicos. Las imágenes tienen una condición oxidada, desvanecida, de lienzo inacabado, que trasciende el mero ejercicio formal de los profesionales de los distintos departamentos artísticos. De tal manera que, tras la burla y el desplante, los amoríos y la picardía, la bravura y la nobleza, Bourboulon y sus guionistas han sabido ver y aprehender que el de Dumas era una imaginario de soñadores en retirada; hombres y mujeres prestos a morir no tanto por su rey, una causa noble o una ambición personal, como por una profunda desdicha existencial. Solo hay que leer las continuaciones de Los tres mosqueterosVeinte años después y El vizconde de Braglonne, esta última, una de las novelas favoritas de Oscar Wilde– para darse cuenta de que el júbilo literario de Dumas es en realidad la máscara de hierro de un pesimista enamorado de quimeras.

    Toda película puede resumirse en un solo plano. Ésta lo encuentra muy pronto, en Athos (Vincent Cassel, suya es la función), recostado contra un árbol, el sombrero ladeado, el brazo derecho en cabestrillo pero firme, la mirada caída y acuosa, la espada insinuada. Un hombre dispuesto a todo porque ya no tiene nada. Alguien a quien aferrarse, como se aferran los amantes al futuro de su pasado. Alguien en quien confiar, como se confía una carta al hueco de un árbol.


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