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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Los Fabelman

    || Críticas | ★★★★★
    Los Fabelman
    Steven Spielberg
    Abrazar la luz con tus manos


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2022. Título original: «The Fabelmans». Director: Steven Spielberg. Guion: Steven Spielberg, Tony Kushner. Productores: Tony Kushner, Steven Spielberg, Kristie Makosco Krieger. Productoras: Amblin Entertainment, Reliance Entertainment, Universal Pictures. Distribuida por Universal Pictures. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. Montaje: Michael Kahn, Sarah Broshar. Dirección arte: Andy Broomell, Desma Murphy. Diseño de Vestuario: Mark Bridges. Reparto: Michelle Williams, Paul Dano, Gabrielle LaBelle, Seth Rogen, Judd Hirsch, Jeannie Berlin, David Lynch, Mateo Zoryan, Keeley Karsten, Julia Butters. Duración: 151 minutos.

    El cine pertenece por derecho propio a la oscuridad. En un principio todo era cuestión de luces y sombras. De manera más precisa, podríamos decir que el cinematógrafo alberga en sus orígenes un oscuro misterio, testimonio de huellas ancestrales y primitivas. En la antigüedad existían sombras chinescas para crear formas con las manos. Un arte milenario que anticipaba lo que siglos más tarde conoceríamos como cine. Mucho antes, en la prehistoria, las cavernas eran el espacio ideal para reflejar sombras. Las luces estallaban en el interior de la oscuridad, articulando poderes alquímicos, de mágicas apariencias. El fuego que salía de las lámparas portadas por el hombre proyectaba las sombras inestables, escurridizas, de las que filósofos como Platón darían cuenta. En el Mito de la caverna podríamos hallar una de las primeras salas oscuras de nuestro tiempo, una estancia asombrosa en donde contemplar imágenes en movimiento. Según palabras del cineasta, ensayista, André S. Labarthe: La oscuridad y las sombras son parte crucial de la materia fundente del cine. Resulta precioso, y revelador, indagar en los textos que el propio Labarthe escribió en los años ochenta como introducción a una serie de documentales sobre cine para la televisión francesa. Citemos textualmente: El dispositivo Lumière, es decir ese conjunto constituido por la sala, la pantalla blanca y la proyección, reposaba enteramente sobre la oscuridad previa. Lo oscuro es la condición de nacimiento del cine Lumière. Todo sale de un fondo negro. Todo nace del deseo y del miedo. Cuando era niño e iba al cine era ese sentimiento el que me dominaba. Las luces se apagaban, uno tenía miedo, y se tenía placer por ese miedo pues las imágenes comenzaban a aparecer. Todo podía aparecer gracias a la oscuridad, que muy rápido iba a devenir emblema del cine y de cinéfilos.

    Estas bellas palabras nos conducen a ese primer plano del niño Spielberg asistiendo por primera vez a una sala de cine para ver El mayor espectáculo del mundo (Cecil B. DeMille, 1952). El impacto de esa primera experiencia en una sala oscura deviene en ambrosía, sin embargo el rostro del chico abducido por los reflejos del cine converge también en miedo y horror. En Los Fabelman (2022), el cineasta maneja elementos autobiográficos para, desde la posición privilegiada que ocupa actualmente, mirarse a sí mismo como muchos otros directores hicieron antes. Pensemos por ejemplo en Orson Welles, y su oronda personalidad. Su manera de abordar el cine tenía mucho de magia negra, dada su obsesión por la taumaturgia y su condición de prestidigitador. Cuando le preguntaban por su pasión siempre contestaba: lo que me interesa del cine es la abstracción. Nos agarramos a esa idea porque la abstracta configuración de imágenes y luces incurren en la inexplicable experiencia del cine como objeto ambiguo e impenetrable. Asomarse a él es asomarse a la oscuridad. En una escena de El extraño (1946), la proyección de una película, cuyo contenido son una serie de atrocidades cometidas por los nazis, se estimula visualmente sobre el parpadeo de luces y sombras en el rostro del personaje de Loretta Young. Asistimos a una secuencia de rasgos expresionistas e instantes de horror. El cine emana esa luz cegadora que aturde y confunde a partes iguales. Welles elige el rostro de Young como pantalla de esas imágenes.

    Escudriñando el catálogo de Netflix descubrí hace unos días The Magic Box (John Boulting, 1951), modesta producción británica en la que se contaba la vida del inventor William Friese-Greene, pionero en la fabricación de cámaras cinematográficas. Un filme muy recomendable precisamente por abordar la tristeza de esos pioneros que trabajaron durante años en alcanzar un sueño que finalmente acabaría por destruirlos. Friese (Robert Donat) representa lo oscuro de los sueños, un hombre ajeno al sistema que no puede evitar la bancarrota o el ocaso sentimental y familiar en favor de una obsesión: crear imágenes en movimiento. Señalemos la extraordinaria secuencia en la que vemos un Friese sudoroso, temblando de miedo e incertidumbre que no se atreve a mirar el resultado de su invento. Boulting, gracias a la sublime labor de fotografía de Jack Cardiff, imprime en el rostro de Friese los destellos de luces que salen de la caja mágica. 15 años después el inventor alcanza un sueño que apenas se atreve a mirar. Existe una correspondencia clara con Welles y El extraño; en ambas las imágenes son escamoteadas para posarse en el rostro de los que las miran. Lo que me interesa en The Magic Box es la dualidad del cine. Ese modelo primitivo de cámara de cine funciona como monolito o artefacto interespacial, pero al mismo tiempo los mecanismos de luz que lo mueven conducen a la más terrible de las oscuridades. El final de la película nos muestra una lata de rollo de película que Friese dejará caer de sus manos instantes antes de su fallecimiento. De nuevo línea directa con Welles si recordamos la bola de nieve resbalándose de las manos de Charles Foster Kane justo antes de morir en la icónica escena al principio de Ciudadano Kane (1941). El Rosebud del cine se orienta en dos direcciones, una por medio del camino de las luces y otra por los oscuros senderos de las sombras.

    El cine de Steven Spielberg transita la tristeza de un universo de sombras alargadas. Sus últimas películas ponen de manifiesto el abandono paulatino de la espectacularidad para ahondar lentamente en las profundidades del individuo. Un creador en la cima de la montaña, un demiurgo manejando, en cenital, los hilos de sus criaturas. Su madurez creativa corre a espaldas de un público desinteresado, lejos de sus obras más taquilleras y comerciales. Los Fabelman hurga más en esa herida crepuscular de su cine, a pesar de aplicar elementos autobiográficos relativos a la infancia, su discurso sigue avanzando hacia lugares altamente melancólicos. La cámara es un objeto manipulador que crea y destruye, por ello Spielberg prende la mecha de un arte dual, fascinante y aterrador al mismo tiempo. Un arte metáfora de amor y dolor, como muestran algunas de sus mejores películas. Relatos filmados siempre con vistas a un horizonte de lo desconocido. Un don, un poder, un talismán. En las historias spielbergianas el patrón o pauta proviene del cielo, del mar o del espacio. Su esencia adopta formas sobrenaturales, pero su propósito final aboga por decodificar los abismos terrenales del hombre.

    A la hora de la verdad Spielberg nos propone en Los Fabelman un bellísimo homenaje a las bases fundamentales del cine. No se trata solo de hilar recuerdos o buscar referencias sino de entender los mecanismos universales que fluyen a través de las imágenes. Por eso, a diferencia de otros directores empeñados en rendir tributo al medio cinematográfico desde posturas alambicadas, el director de Parque Jurásico hace gala de un discurso narrativo sorprendentemente modesto. Sin embargo esa austeridad de narrador puro, que sabe contar historias de manera directa y transparente, obtiene en sus formas de escritura fílmica y puesta en escena un resultado sobresaliente. Sus planos atienden a un tipo de relieve especial por encima de todo imaginario conocido. Las imágenes trascienden y evocan las épocas antiguas de formatos majestuosos como el Cinerama, el Vistavisión o el Todd-AO. Sin ir más lejos Spielberg y su equipo ya lograron en West Side Story (2021) trocar la magia consustancial de la imagen omnisciente. Una deidad cuya luz parece cegar al resto.

    Lo considero culpable de desear penetrar esa luz singular de sus películas. Uno de mis primeros recuerdos de infancia remite a la cabina de proyección del teatro donde trabajaba mi padre. Siendo bien pequeño me subía a una banqueta y miraba las películas a través de la ventanilla. El foco de luz neblinoso que surgía del proyector parecía contener partículas espaciales. Pensaba en una luz mágica todopoderosa, todavía lejos de entender el funcionamiento real de aquellas máquinas de 35 milímetros. Una vez puse mi mano sobre la lente del objetivo y la sombra de mis dedos quedaron sobreimpresionados en la pantalla gigante. Rápidamente mi padre me increpó pero fue un modo arcano de sentirme dentro de las películas. Soñé muchas veces con tener un Cinexín, aquel aparatito compatible con cintas Súper 8, pero la verdad es que nunca me lo regalaron, así que al poco tiempo empecé a manejar los mismos proyectores de cine que mi padre y empalmar metros y metros de celuloide. Spielberg sirve de médium o trasunto para darle a las luces y sombras un carácter viviente. En Los Fabelman el plano del niño encapsulando con sus manos las imágenes que surgen del proyector casero reflejan los poderes hipnóticos de esa luz tan espacial e inimitable. Una mano que no deja de tener presencia física en los sucesivos planos del filme. Secuencias que traspasan líneas de tiempo como podemos ver en la elipsis que enlaza niñez con adolescencia por intermedio de un primer plano de la mano de Sammy (Gabrielle LaBelle), o también gracias al hermoso plano del reflejo de la mano de Sammy en la pared de su cuarto rodado en tonos azules que transmiten una enorme tristeza, con la lluvia a contraluz dentro de la habitación. Escena que termina con el chico encendiendo su nueva cámara y, abrazado a ella, quedarse dormido con su relajante traqueteo sonoro.


    «Los Fabelman certifican lo que a estas alturas ya sobra decir, más allá de sus logros, y sin necesidad de estar entre sus mejores obras, nadie, absolutamente nadie, filma como el maestro».


    Las teorías freudianas y la exploración del psicoanálisis se presentan como pequeñas confesiones en el imaginario de Spielberg. De hecho en su cine coexisten una serie de inquietudes personales análogas prácticamente a toda su filmografía. Lo masculino y los efectos relativos a la paternidad se revelarán decisivos, asimismo, en términos elevados, asoman las figuras maternas como bóvedas fundamentales de sus historias. La omisión en muchos aspectos del padre, la mayoría de las veces retratado de manera escurridiza, de hombre que no atiende a sus responsabilidades familiares, choca con la idea totémica de la madre. En Los Fabelman el personaje de Mitzy (Michelle Williams) revela en escenas como la del tornado, esa confianza o fe ciega que uno siente por las madres. Los niños sienten como su madre los conduce directos al ojo del huracán sin embargo sus palabras los tranquiliza: no temáis, conmigo estaréis a salvo. A pesar del caos emocional al que se enfrente Mitzy nunca hay una sensación de auténtico peligro. Una imagen disonante, por contraste, sería aquella escena de La guerra de los mundos (2005), en la que Ray (Tom Cruise), dentro del coche monovolumen que acaban de robar, se siente incapaz de tranquilizar a su hija (Dakota Fanning), que no para de gritar con fuertes ataques de claustrofobia. Instantes más tarde será la propia hija la que verbalice el deseo de estar junto a su madre: Quiero a Mamá, llévame con ella. Quedan por tanto en evidencia las habilidades sedantes o apaciguadoras del padre. Aspectos esbozados en secuencias anteriores, por ejemplo cuando no se presta a llevarle la pesada maleta a la niña, pero que van avanzando a medida que crecen sus responsabilidades paternas hasta desembocar en ese bellísimo plano final de Ray con su hija en brazos llevándola sana y salva a casa con su madre. Plano reminiscente de aquel con Ethan (John Wayne) portando a su sobrina en brazos en la última escena de la seminal Centauros del desierto (John Ford, 1956).

    Esta voluntad de darle a la madre el aura de ser mitológico, supremo permanece en Spielberg de un filme a otro como ventanas abiertas en su memoria. Recordemos la emotiva escena final de El Imperio del Sol (1987), en la que James (Christian Bale), descompuesto, roto, presiente la figura de su madre a modo de una divinidad celestial, algo intocable que aparece desde el cielo. El niño no puede creer lo que ven sus ojos. Sin embargo, en ese mismo plano observamos cómo el padre se mantiene alejado, sin invadir el relámpago de esperanza entre madre e hijo una vez fundidos en un intenso abrazo. No menos aguda es la visión del padre de Encuentros en la tercera fase (1977) en esa excelente escena rodada con plano diopter en la que durante la cena el hijo llora desconsoladamente viendo a su padre totalmente fuera de sí. Esa mirada de pavor ante un padre ausente abducido por completo sigue siendo tropo fundacional del imaginario del director, significativas sin ir más lejos las expresiones que Spielberg utiliza en Los Fabelman para filmar el rostro de Burt Fabelman (Paul Dano), matices llenos de inseguridades, victima, quizás, de su posible rol fallido como patriarca de la familia. Con todo Mitzy, la madre de Los Fabelman se traduce visualmente en estados de consciencia musical siendo su carrera de concertista y pianista la que circunda ese mundo de ensueño, de símbolo etéreo para los ojos de Sammy. La madre entiende mejor las inquietudes del hijo, fruto de una herencia artística en oposición a las creencias pragmáticas del padre como científico.

    El divorcio ha sido otra de las constantes más repetidas en las composiciones spielbergianas. Hecho que marca la vida personal del director y que aquí rueda con ideas de puesta en escena muy parecidas a las expuestas en Atrápame si puedes (2002). Allí un plano zoom enfocaba el compungido rostro del personaje de DiCaprio mientras se intercalaban escenas de su posterior huida. Ahora, el primer plano de los ojos llorosos de Sammy marca la terrible noticia de la separación de sus padres. En ambos filmes la cámara de Spielberg se centra, por medio de primeros planos, en las reacciones de uno u otro hijo. El creador se desdobla en la ficción como elemento táctico de verse y reconocerse en ellos.

    Los Fabelman entrañan paisajes de una memoria desarticulada. El carácter abstracto de los recuerdos incide en la estructura general de la película. No se trata solo de evocar la identidad del director en las imágenes, sino más bien sugerir como las propias imágenes del cine desembocan en pergaminos de realidad y fantasía. La cámara de Sammy, y la de todos los autores, revela secretos inalcanzables al ojo humano. El discurso meta de Spielberg está impregnado de sustancias luminiscentes en donde el creador se sienta en una mesa manipulando una moviola que lo vertebra absolutamente todo. Moviola, según palabras de Orson Welles; una especie de instrumento musical, que moldea o desvela secretos inexcusables. Me encanta esa escena en la que Sammy le cuenta a su madre el secreto familiar que las imágenes de su película le han revelado. Segmento que Spielberg finaliza en un sintomático fundido a negro. Un corte sostenido justo en el ecuador de la cinta (la parte literalmente en dos), que recuerda a los grandes intermission de los musicales de Hollywood y las superproducciones épicas del cine clásico.

    Y como buen mago, el hacedor de sueños imposibles le otorga a la música de sus películas un espacio narrativo fundamental. Más allá de la longeva colaboración con el compositor John Williams, los dos forjan un binomio constructor de mundos, capaces de levantar obras de auténtica ingeniería emocional, la música de Los Fabelman es la música de los primeros pasos del cineasta. Una banda sonora preciosa, sutil, repleta de temas preexistentes o canciones de archivo, con tremendo sentido de la puesta en forma. Se hace un recorrido histórico de los grandes temas de cine, que van desde los más populares, Los 7 magníficos de Elmer Bernstein, La conquista del Oeste de Alfred Newman, o Centauros del desierto de Max Steiner, pasando por temas menos conocidos como el de la serie western Raw Hide, el de Captain from Castile o El hombre que mató a Liberty Valance. Además de incluir temas de música clásica, no olvidemos que Mitzy es pianista, desde Bach a Haydn, con una sensibilidad asombrosa para contextualizar los diferentes grados dramáticos del filme. Luego el score original del propio Williams, breve, en un segundo plano, aparece en su máxima expresión casi al final de la historia, tejiendo esa cadencia suave tan personal y característica del compositor neoyorquino. Spielberg y Williams adoptan en Los Fabelman una sensibilidad muy europea en su música. Una partitura elegantemente integrada que recuerda a las melodías del francés Georges Delerue para el cine de François Truffaut.

    Para acabar tomemos algunos flashes de Los Fabelman como parte de un viaje a bordo de un hercúleo barco pirata. Esa puerta abierta por Dorothy al mundo fantástico de Oz; la exuberante imaginación de los niños perdidos del país de nunca jamás habitan en las bicicletas de esos boy scouts (Sammy y sus amigos), con guiños a E.T, también en los lucidos planos detalle de Spielberg; la vena de la abuela segundos antes de inhalar su último aliento, las manos nerviosas de Sammy en la barandilla de los estudios donde acaba de hablar con el mismísimo John Ford, o secuencias de alto grado nostálgico; la proyección de El hombre que mató a Liberty Valance en el cine de barrio, quintaesencia del mito y leyenda fordiana. Las miradas triangulares en el cine de Mitzy y Burt a su hijo en las escenas del descarrilamiento del tren rodadas por DeMille. El tridimensional primerísimo primer plano de Sammy boquiabierto. Transiciones de un recorrido en tren a toda velocidad que no puede olvidar ser regalo melancólico al cine del pasado. La sublimación de los espejos deformantes de las barracas de feria o de circo; el extravagante personaje del tío Boris (Judd Hirsch); el arte es meterse en la boca del león y que no te coma. Sin olvidar ese último plano levantando bruscamente la cámara hacia el horizonte, bonito movimiento amateur que sirve de homenaje a los primeros cortos del cineasta. Los Fabelman certifican lo que a estas alturas ya sobra decir, más allá de sus logros, y sin necesidad de estar entre sus mejores obras, nadie, absolutamente nadie, filma como el maestro. Gracias Spielberg.



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