|| Cineclub
Los verdes años
Paulo Rocha
Julio el fatalista
Miguel Martín Maestro
ficha técnica:
Portugal. 1963. Título original: Os verdes anos. Director: Paulo Rocha. Guión: Nuno Bragança, Paulo Rocha. Fotografía: Luc Mirot. Montaje: Margareta Mangs. Música: Carlos Paredes. Compañía Productora: Produções Cunha Telles. Productor: Antonio da Cunha. Intérpretes: Rui Gomes, Isabel Ruth, Ruy Furtado, Paulo Renato. Duración: 91 minutos
Portugal. 1963. Título original: Os verdes anos. Director: Paulo Rocha. Guión: Nuno Bragança, Paulo Rocha. Fotografía: Luc Mirot. Montaje: Margareta Mangs. Música: Carlos Paredes. Compañía Productora: Produções Cunha Telles. Productor: Antonio da Cunha. Intérpretes: Rui Gomes, Isabel Ruth, Ruy Furtado, Paulo Renato. Duración: 91 minutos
Esta película viene a situar al cine portugués en la misma corriente cinematográfica que recorría Europa en esos mismos años; Francia, Chequia, Hungría, Polonia, Italia, España; en todos estos países encontramos referentes de similar entidad y profundidad psicológica centrada en el asfixia urbana de los jóvenes que tratan de rebelarse contra las imposiciones burguesas dominantes, aun siendo ellos mismos burgueses en potencia. Claro está, cuando el que se rebela procede del campo, o está condenado a vivir en una pequeña capital de provincias, la capacidad de actuación y de superación de los problemas se limita. La deambulación de la joven pareja por los arrabales de Lisboa recuerda perfectamente la de Lorenzo y Mari Tere en otra película clave en la historia del cine, en este caso español, Nueve cartas a Berta; de hecho los fotogramas con Lisboa y Salamanca de fondo parecen miméticos, como si los jóvenes aparecieran expulsados de ese núcleo urbano que, por muy diferentes razones, les es hostil y castrador. La diferencia de clase entre los protagonistas portugueses y los españoles no elimina esas similitudes de hastío, desesperanza, carencia de objetivos; como si la juventud de los 60 estuviera estancada entre la promesa de progreso y la realidad de la imposibilidad de salir del estrato social del que se proviene. Ahí duele más la realidad que refleja Rocha, porque la desazón no proviene de un razonamiento intelectual provocado por la formación y un régimen político marmóreo y represivo, sino del despertar absoluto que provoca la rabia de saberse encadenado, de por vida, a la carencia económica.
Entre la acomodación al papel de mano de obra barata de Ilda y la creciente rabia interior que va generando la comprobación de la desigualdad irreparable en Julio, va cruzándose una historia de amor que, en vez de apaciguar las frustraciones económicas, sirve de autojustificación al personaje masculino para utilizar la violencia como salida a su choque contra el muro de la realidad. La película nos es contada desde fuera pero el espectador termina sabiendo más que el narrador. El tío de Julio, un superviviente camaleónico, urbanita no admitido por la ciudad y que acoge a su sobrino con la esperanza de que tenga su misma capacidad de resignación y adaptación viviendo en el umbral de la ciudad, pero sin pertenecer a ella, es quien nos habla de lo que creyó ver y vivir esas semanas en las que Julio es sometido a la prueba de sobreponerse o de sucumbir, es una tercera persona que nos habla sin tener conocimiento exacto de lo sucedido, algo que nosotros sí veremos, porque a esa voz se le unen las imágenes de la joven pareja. Es Lisboa la que marca el ritmo, sus estratos, sus barrios, sus guetos no declarados pero existentes, la barrera entre hombre pobre y hombre rico la que va minando la débil resistencia del hombre, más amargado cuanto más comprueba la existencia de dos mundos contrapuestos, el de quienes trabajan por muy poco y el de los que viven sin trabajar pero muy bien. «Esta ciudad se ha comido a muchos, pero si tiene hambre, que se coma a los de aquí», es una frase pronunciada al principio de la historia y que, desde luego, no es una simple línea de guion más, es el eje definitivo sobre el que pivota todo el relato fílmico, la lucha entre la realidad y el deseo y la capacidad del recién llegado para superar las dificultades de una nueva vida, para nada más fácil que la dejada en el campo.
Lisboa y el fado «Verdes anos» de Carlos Paredes crean el necesario tono melancólico que la película precisa. Lisboa se retrata alejada del ideario turístico, salvo en un momento determinado con la excursión dominical en la que el tío y la pareja de jóvenes cruzan el Tajo para comportarse como tres llegados a la ciudad que, casi por primera vez, disfrutan de la visión de Lisboa desde Cacilhas, regalándose una jornada de descanso, sol, aire y disfrute que permitiera soñar en un verdadero cambio. Pronto, y casi de inmediato, el verdadero carácter de Julio saldrá a la luz, su dolor de cabeza no es orgánico, es producto de la somatización de una ciudad que le aplasta, que le tiene sojuzgado entre un trabajo en un sótano, una novia que casi no es tal y que rehúye la idea de matrimonio como solución y un familiar que le repugna y que representa lo que él no va a llegar a ser pero a lo que tampoco quiere parecerse. Apenas recién llegado a Lisboa, en una escena que dibuja el carácter de ambos jóvenes, Julio queda atrapado en un portal en el que no encuentra la manera de abrir la puerta hasta que Ilda lo hace, justo antes él se ha quedado embobado viendo unos pájaros que anidan allí y no se asustan de la presencia humana. El eco del campo y el eco de una jaula, en definitiva, reverberan en las imágenes que transforman al hombre en una pieza más atrapada en el engranaje de la ciudad, un pájaro más que no sabe volar por sí solo, dispuesto a ser uno de los bocados más que la ciudad engulla a diario.
La película, como si de un documental urbano marcado por el ritmo de la ciudad se tratara, filma el día a día de esta pareja protagonista. Las rutinas diarias marcadas por el descanso dominical, un descanso tan monótono y repetitivo que termina resultando tan agotador como las interminables jornadas de trabajo. Rutinas sostenidas por unos sueños que se desvanecen como pompas de jabón, sueños etéreos y estériles que incrementan la frustración y generan un magma interior en Julio que no encuentra salida natural. Poco a poco, cuanto mayor es la rabia del personaje, su lado atávico, las costumbres del campo enfrentadas a las de la ciudad afloran de manera espontánea; los celos, el desprecio, la envidia son el preámbulo de la violencia, una violencia que será su modo de expresar el espíritu airado de quien no quiere lo que tiene pero carece de argumentos para combatirlo y más para explicarlo. Como en Nueve cartas a Berta hay otro paralelismo, otro paseo nocturno cambiando la Salamanca monumental por la Lisboa de arrabal y lumpen, un paseo catártico e iniciático que introduce a Julio, definitivamente, en un mundo que desprecia y del que trata de escapar con la única arma conservadora que conoce, enraizada en su cultura por el peso de la familia y la tradición el matrimonio es utilizado como tabla de salvación. Es la última bala que le queda para sentirse aceptado en sociedad; el desenlace, simbólico y desesperanzado culmina lo avanzado por los pájaros de aquel portal, la libertad vigilada con la que se ha movido por Lisboa desaparece, como una pieza de caza más queda inmovilizado y atrapado por las luces de los coches que lo paralizan y lo cercan. El fado de Carlos Paredes concluye y con él la tragedia de una pieza fantástica regida por el ritmo musical de una ciudad melancólica que atrapa a los más débiles.