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Pánico en el transiberiano
Eugenio Martín
Extraños (no tanto) en un tren
Raúl Álvarez
ficha técnica:
España, Reino Unido, 1972. Título original: «Pánico en el transiberiano». Director: Eugenio Martín. Guion: Arnaud d’Usseau, Julian Zimet y Eugenio Martín. Productores: Bernard Gordon, Gregorio Sacristán, Benjamin Fisz, Philip Yordan, Kenneth Rive. Productoras: Granada Films, Benmar Productions, Scotia International. Fotografía: Alejandro Ulloa. Música: John Cacavas. Montaje: Robert Dearberg. Reparto: Christopher Lee, Peter Cushing, Telly Savalas, Silvia Tortosa, Ángel del Pozo, Julio Peña, Alberto de Mendoza, Helga Liné.
España, Reino Unido, 1972. Título original: «Pánico en el transiberiano». Director: Eugenio Martín. Guion: Arnaud d’Usseau, Julian Zimet y Eugenio Martín. Productores: Bernard Gordon, Gregorio Sacristán, Benjamin Fisz, Philip Yordan, Kenneth Rive. Productoras: Granada Films, Benmar Productions, Scotia International. Fotografía: Alejandro Ulloa. Música: John Cacavas. Montaje: Robert Dearberg. Reparto: Christopher Lee, Peter Cushing, Telly Savalas, Silvia Tortosa, Ángel del Pozo, Julio Peña, Alberto de Mendoza, Helga Liné.
Artículo creado en colaboración con FlixOlé, plataforma de streaming bajo demanda especializada en producción y coproducción española que cuenta con un catálogo de 4.000 títulos.
Luego daremos nombres. Ahora importa el tinglado: un director alérgico al terror, un par de guionistas en decadencia, dos productores (y también guionistas sin acreditar) de vuelta de todo, un músico novel, un reparto de outlet, dos únicas localizaciones, un estudio de rodaje en condiciones precarias, una productora de circunstancias y una maqueta de tren guardada en una nave. Se podría añadir el embargo de la copia original y un crédito sin pagar, pero eso lo dejamos para el final. De momento, ahora sí, los nombres propios. En 1972, justo después de terminar el rodaje prácticamente consecutivo de El hombre de Río Malo (1971) y El desafío de Pancho Villa (1972), ambas dirigidas por Eugenio Martín, la pareja de productores formada por Bernard Gordon y Phil Yordan decidió poner en marcha un nuevo proyecto con la mayor parte del equipo técnico y artístico con el que venían trabajando desde hacía apenas un año. La motivación principal de Gordon y Yordan, aunque cueste creerlo, era la necesidad de amortizar la enorme maqueta de tren que habían adquirido para rodar Pancho Villa, la cual corría el riesgo de convertirse en un juguete demasiado caro.
Una vez reunido con relativa rapidez un presupuesto de 300.000 dólares, comenzaron las llamadas telefónicas. Primero a su amigo Eugenio Martín, o Gene Martin, como preferían llamarlo, para ponerse al frente de la que sería su tercera película juntos, y que además serviría para cumplir el contrato que habían firmado con Granada Films. Después a un par de guionistas de su confianza que conocían desde los años cuarenta, en Hollywood. Nos referimos a Arnaud d’Usseau y Julian Zimet (acreditado a veces como Julian Halevy), autores de una variopinta filmografía en la que cabe desde el cine negro y el western de serie b hasta colaboraciones con Robert Siodmak y Vittorio De Sica. Por último, los contactos necesarios para reunir un reparto internacional encabezado por Christopher Lee, Peter Cushing y Telly Savalas; este último, protagonista de la reciente Pancho Villa y amigo personal de Gordon. De la mano de Savalas, precisamente, llegó otro cómplice de la película, el músico John Cacavas, que años más tarde le regalaría al actor la melodía de Kojak. Junto a ellos, caras conocidas del cine español y argentino de la época, como Silvia Tortosa, Ángel del Pozo, Julio Peña, Alberto de Mendoza y Helga Liné.
En ese ambiente de compadreo y caras conocidas empezó a gestarse la producción de Pánico en el transiberiano, cuya historia vendría a ser un cruce no acreditado entre un clásico de Val Guest para la Hammer, como es El abominable hombre de las nieves (The Abominable Snowman, 1957), y la más conocida El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, Christian Nyby, 1951). Lo exiguo del presupuesto obligó a maximizar medios, recursos y personal, como era común en las coproducciones europeas de la época. Aparte de reutilizar la maqueta de tren de Pancho Villa, Gordon repescó vestuario, atrezzo y decorados guardados en los almacenes de Madrid 70, los estudios de rodaje que había fundado su amigo Yordan tras abandonar la compañía de Samuel Bronston a finales de los años sesenta. Situados en la localidad madrileña de Daganzo, terminarían por convertirse en el set principal de la película. Cada día, una cuadrilla de técnicos montaba y desmontaba el decorado correspondiente a cada uno de los vagones en que transcurre la historia. El prólogo se rodó en un paraje de la sierra de Guadarrama y las primeras escenas, en la histórica estación de Delicias, también en Madrid y reconvertida para la ocasión en una supuesta estación de Pekín de principios del siglo XX. En concreto, la película se sitúa en 1906 y cuenta la historia de una expedición científica en el Tíbet que encuentra el fósil de un extraño antropoide. Este resulta ser el huésped de una inteligencia extraterrestre que llegó a la Tierra hace dos millones de años. Cuando por fin vuelva a la vida, se desatará el pánico a bordo del tren en que viaja.
Aunque, con alguna diferencia en los créditos, en las distintas ediciones en formato doméstico de la película se atribuye a Arnaud d’Usseau, Julian Zimet y Eugenio Martín la autoría del guion, cabe sospechar que Gordon y Yordan también tuvieron un papel activo en su desarrollo. En su autobiografía Hollywood Exile, or How I Learn to Love the Blacklist, Gordon afirma, al recordar estas coproducciones europeas, que era común la escritura a cuatro, seis y hasta ocho manos, pues se trataba de proyectos en los que la autoría era un concepto desdibujado en aras de la eficiencia que se derivaba del trabajo colectivo. Como mínimo, por lo tanto, alguna indicación daría, sobre todo si atendemos a su propia carrera como guionista especializado en filmes de terror y ciencia-ficción; ahí están, por ejemplo, El día de los trífidos (1963), La Tierra contra los platillos volantes (Earth vs. the Flying Saucers, Fred F. Sears, 1956), Zombies of Mora Tau (Edward L. Cahn, 1957) y The Man who Turned to Stone (László Kardos, 1957). Las dos últimas, por cierto, bajo el pseudónimo de Raymond T. Marcus, pues en esos años ya había sido apartado por el Comité de Actividades Antiamericanas.
De Yordan tampoco se puede esperar una actitud contemplativa, pues se trata del hombre que escribió Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), Más dura será la caída (The Harder They Fall, Mark Robson, 1956) y El hombre de Laramie (The Man from Laramie, Anthony Mann, 1955), entre otros títulos clásicos, además de las seis superproducciones de Samuel Bronston en España, en colaboración con Gordon y/o Zimet. Precisamente de esa época, o incluso un poco antes, databa su amistad con Eugenio Martín, que había dado sus primeros pasos en el cine como ayudante de dirección o director adjunto en varias producciones norteamericanas que se habían rodado en España a finales de los años cincuenta. Martín, Gordon, Yordan, d’Usseau, Zimet. Cinco nombres para escribir un guion que al final logró traslucir las heterogéneas sensibilidades de sus creadores, amén de ser una rara avis en el panorama cinematográfico de aquella España del fantaterror y las coproducciones. Porque, vista hoy, resulta evidente que Pánico en el transiberiano no se parece a ningún otro film de aquel periodo. Ni sigue la senda desinhibida de los Jesús Franco, Paul Naschy y Amando de Ossorio, ni tampoco el camino del manierismo genérico de un Isasi-Isasmendi o un Romero-Marchent.
Eugenio Martín y su equipo lograron componer un Frankenstein cinematográfico en el que se pueden rastrear tropos del cine de terror de la Hammer y la Amicus, el spaghetti western y la aventura de montaña, las novelas de Agatha Christie y los relatos de terror de Conan Doyle, la tradición gótica y el romanticismo en pintura, la ciencia-ficción y la fantaciencia, los zombis y los yetis, el orientalismo y el imaginario victoriano. De un modo casi milagroso, cada uno de estos elementos se concreta en un apunte estético y narrativo singular, y todos a la vez encuentran su lugar idóneo en la historia. La fotografía de Alejandro Ulloa y el montaje de Robert Dearberg –soberbio editor que un par de años más tarde la cuarta temporada de Monty Python’s Flying Circus (VV.AA., 1969-1974)– armonizan el conjunto en un ejercicio de estilo que ha aguantado bien el paso del tiempo porque atiende a la esencia del cine popular como entretenimiento: atención, curiosidad, interés y emoción articulados en un pulso espaciotemporal.
Es admirable la pauta del body count, en un momento en que este concepto ni siquiera estaba asimilado como rasgo característico por cierto cine de terror. El uso diegético y extradiegético de una misma pieza musical tampoco era habitual fuera de ciertas coordenadas genéricas; fundamentalmente el spaghetti western y el giallo. Como tampoco lo era el modo en que Martín y su equipo parecen jugar en cada escena con los personajes y situaciones típicos de varios géneros al mismo tiempo. Por ejemplo, en la irrupción de Telly Savalas se dan cita clichés del western, el cine bélico, el sexploitation y la aventura exótica. Detalles así son los que permiten obviar la pobreza de algunos efectos especiales y del maquillaje, y centrar la atención en el devenir de los acontecimientos; es decir, en el puro y simple gozo de contemplar una historia bien contada. En general, aquí se cifra el encanto de la serie b y el talento de los mal llamados artesanos o directores de encargo.
Dada su consideración de cinta de culto, la última cuestión que podría abordarse es por qué Pánico en el transiberiano tiene aún hoy esa aureola de referente-mito para tantos cineastas, desde Joe Dante a Quentin Tarantino, pasando por Roger Corman, Dario Argento y John Landis. Una posible respuesta, ya se ha dicho, es la capacidad de Eugenio Martín para combinar en la puesta en escena géneros y códigos de muy diversa índole. El concepto mismo de postmodernidad disfrazado de cine popular. Ahí es nada. Otra posibilidad es el hilo (in)visible que conecta esta película con El enigma de otro mundo y La cosa (The Thing, John Carpenter, 1982), a la manera de un eslabón perdido que lanza preguntas incómodas sobre temas como la evolución de las especies y su supervivencia, el lugar de la raza humana en el universo y la entronización de la ciencia como saber opuesto a las humanidades. Por último, un asunto apasionante desde los estudios de Berger y Gombrich dedicados a la creación de imágenes. La maldición, inevitable, por la cual una imagen se construye siempre a partir de otras imágenes, cuestión esta que Eugenio Martín y sus colaboradores explicitan a través de la persistencia retiniana de su “monstruo”. En su ojo rojo se halla, quizá, la semilla de un Terminator. En su hambre de memoria se halla, quizá, un ensayo sobre la ceguera.
Prometimos hablar al final de un embargo y un crédito. Cuenta Joe Dante en un episodio de Trailers from Hell (2007-) que la copia de Pánico que se vio en EE.UU. en 1973 era muy oscura y presentaba numerosos daños en el celuloide. Gordon recuerda en su autobiografía que se trataba de una copia (y no la mejor) de trabajo, ya que la original había sido embargada por el banco español que le había prestado 150.000 dólares a él y a Yordan para financiar la película. Dado que la venta de derechos a Scotia International, por apenas 100.000 dólares, había sido una operación desastrosa a causa de un tema de impuestos, la pareja de productores puso en circulación una copia cochambrosa para tratar de recuperar algo de dinero y poder pagar así la deuda. Lo consiguieron.