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    Cine Alemán Siglo XXI

    «Una singularidad desnuda»: El cine de Patricia Mazuy

    || Monográficos
    El cine de Patricia Mazuy
    FICX 2022
    Una singularidad desnuda


    Óscar Brox
    Valencia|

    fechas
    | Del 11 al 19 de noviembre de 2022. |

    Artículo creado en colaboración con el Festival de Gijón,
    que celebra su 60ª edición del 11 al 19 de noviembre y que le dedica una retrospectiva a Patricia Mazuy.


    1. Todos los caminos pasan por Varda



    En el verano de 2019, Cahiers du Cinéma dedicó un amplio monográfico a la construcción de una historia de las cineastas. En ella predominaban Francia y sus cinematografías satélites, así como la importancia nuclear de determinadas décadas, sobre todo los 60 y 70, para solidificar un cine hecho por mujeres. Rebelde, potente y atento a la creación de una nueva mirada, de otra forma de responder, observar y filmar no solo a la mujer, sino también a la sociedad, la identidad, el género y las cuestiones políticas. Delphine Seyrig, Chantal Akerman, o las americanas Barbara Hammer y Barbara Loden con aquel asteroide cinematográfico llamado Wanda (1970). Todas contribuyeron a dinamitar un marco, tradicionalmente ocupado por la presencia masculina, mientras apuntaban con sus cámaras hacia una recomposición de la mirada cinematográfica.

    No hace mucho, a propósito de su visita al Festival de Las Palmas, Patricia Mazuy recordaba a Agnès Varda como una figura creativa única. Lo justo sería decir que la directora de Réponse de femmes (1975) siempre estuvo ahí. Atenta. Filmó Irán y también a los cubanos, concentrada en lo personal y también lo político, saltó del corto al largometraje, del celuloide a otros formatos, y nunca dejó de cultivar una mirada abierta pero no por ello menos combativa. Poderosa. Mazuy se inició en el cine trabajando en la mesa de montaje de Una habitación en la ciudad (Une chambre en ville, 1982) y Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985), del matrimonio Demy-Varda. Ella, que fue fille de boulangers, de gente habituada al oficio y a la vida sencilla, empezó en el cine precisamente a través del oficio de montar, organizar, cortar y construir las imágenes filmadas. Hacer películas, nunca mejor dicho. Y más allá de sus años de estudios, de peregrinación por California y de cine —ella misma diría que fue más importante charlar con Varda a propósito de las obras de John Ford que haber descubierto su cine—, Mazuy se entretuvo el tiempo necesario para forjar una primera mirada.

    En cierto modo, Peaux de vaches (1989) podría parecer un filme íntimamente conectado a la obra de Varda; un poco, como sucedía con el primer largometraje de Sandrine Veysset, Y’aura til de la neige a Nöel? (1996). Dominado por un entorno rural, en zonas de la baja Normandía y el Norte de Francia, en el que observamos desde una mirada casi etnográfica los trabajos de ganadería y agricultura, y en el que la vida, asfixiada por los ritmos laborales y los ambientes cerrados, acaba por dinamitar las frágiles estructuras sociales que sustentan a la familia, revelando de paso esa figura cada vez más incómoda, la de la mujer, en un entorno tradicionalmente masculino. Si una primera imagen pudiese describir toda una obra, la de Peaux de vaches sería la más justa con respecto al cine de Mazuy: el ojo febril de una vaca expectante ante lo que va a suceder cuando el delirio alcohólico en el que los dos hermanos protagonistas se han sumergido les lleva a incendiar la granja familiar y, de paso, matar a un hombre. ¿Es, por tanto, una mirada de pánico? En absoluto. Más bien, lo suyo sería pensar que describe la ira, la violencia, el exceso de humanidad que la directora va a tratar de esbozar, si es que no de exorcizar, en la película. Es un calambrazo al espectador, un shock estético, puñetazo a la tranquila vida rural.

    Sandrine Bonnaire, que había pasado de Pialat a Varda, sus padres cinematográficos, es en el filme la balanza que pesa la cantidad de culpa repartida entre los personajes interpretados por Jean-François Stevenin y Jacques Spiesser. El primero, el hermano que ha cargado con la responsabilidad legal de los hechos, encerrado durante años y liberado de la prisión a un espacio del que, incluso antes de la cárcel, se sentía expulsado; el segundo, el hermano que simplemente continuó con su vida, aunque no pueda evitar que en la tensión del reencuentro los cimientos de esta nueva familia con mujer e hija se resientan ante la brutalidad de ese lazo compartido con el hermano. ¿Cómo definir Peaux de vaches? Como algo primario, más bien primitivo. La cámara danza entre espasmos alrededor de los cuerpos de los actores, atenta a su cólera y preparada para capturarlos en toda su humanidad. Retrato de gestos, dibujo de ese otro país colonizado por la industria agraria, por cuyas calles pasean tractores y remolques, y a veces también personas con tantos dramas interiores, con sus vidas al borde del agotamiento, que no saben muy adónde dirigirse para recuperar todo ese tiempo perdido.

    Saint-Cyr, 2000
    Patricia Mazuy.

    2. Enmienda a Racine



    Hasta llegar a Saint-Cyr (2000), su segundo largometraje, Patricia Mazuy tuvo que recorrer un largo camino entre proyectos que no cuajaron, breves incursiones televisivas y las aventuras del sueño americano (en algún momento, su camino se cruzó con el de Robert Altman, Elliot Gould y aquel largo adiós que trató de resucitar en mitad de México y que terminó por caer). Si su primer largo llegó casi al final de los 80, el segundo apareció cuando ya despuntaba en el horizonte el Siglo XXI. Nada mal, si tenemos en cuenta que se trataba de un filme de época, ambientado en la corte de Luis XIV, con Isabelle Huppert como protagonista. O como cabeza de cartel, maticemos. Aquí Mazuy está tan cautivada por el escenario real como, en verdad, por lo que dice de la organización social y moral de la mujer una institución como Saint-Cyr, fundada por Madame de Maintenon bajo el ala del monarca.

    En un primer momento, ya observamos esa disonancia que acompañará a toda la película. La escuchamos en la banda sonora de John Cale, nitroglicerina para las imágenes de época fotografiadas por Thomas Mauch, y en los aspavientos de una Huppert transformada en preceptora de una generación de jóvenes francesas a las que se pretendía educar para no ser simples ángeles del hogar. Para Mazuy, Saint-Cyr es algo más que un laboratorio; es una instancia crítica desde la que observar la decadencia de Luis XIV, antes de que desembarcase el bonapartismo en Francia; es, también, un observatorio privilegiado a partir del cual cuestionar la columna vertebral de la cultura educativa —y en verdad resulta interesantísima la caracterización del dramaturgo Racine, prácticamente un tótem cultural, y su presencia amarga en la película; y es, en definitiva, una visión que sabe cómo sortear la presencia absorbente de sus rostros más conocidos, los de Jean-Pierre Kalfon e Isabelle Huppert, para confiar el espíritu combativo y la capacidad de respuesta en esas jóvenes que habitan entre las paredes de la escuela.

    Podría decirse que Mazuy practica una suerte de insubordinación no solo con respecto al cine de temática de época —la minuciosa reconstrucción de los años de Luis XIV se ve amenazada una y otra vez por los calambrazos que cineasta y cómplices creativos llevan a cabo para dibujar su alegato—, sino también con la memoria o el relato histórico que, precisamente, ha quedado de ese periodo. Lo importante, con todo, no radica en glosar un triunfo o un fracaso, el proyecto o el éxtasis de la corona de Francia, el derecho de pernada o el poder total —qué reveladora esa escena en la que el Rey fuerza a su esposa a mantener relaciones, puesta en forma por Mazuy con idénticos mecanismos a como funciona todo en la corte; desde la inercia que concede la casi omnipotencia. Por eso resulta tan interesante, incluso tan atrevida, esa manera de desviar el relato hacia las niñas y adolescentes, hacia sus querencias, dudas y cuestionamientos internos. Es en ellas donde Mazuy pone especialmente el acento, como una interrupción en medio del fracaso, cortocircuito para quemar los fusibles de un cierto estado de las cosas. O cómo, mientras rueda una película de época, la directora también se preocupa por mostrarnos la utilidad de su cine. Lanzallamas contra los tibios y aquellos que gustan de una moral pasada por agua.

    Paul Sanchez est revenu!, 2018
    Patricia Mazuy.

    3. Una singularidad desnuda



    Una década más tarde, atravesada por un documental —no se trata, solo, de cine etnográfico, de interés por esas zonas de Francia abarrotadas de vida y, sin embargo, abandonadas por la cámara; se trata de escrutar, espigar y reflejar una y otra vez a todas esas criaturas que, a menudo, se confunden con unos paisajes con demasiada personalidad—, Mazuy estrena Sport de Filles (2011). Probablemente sea su obra maestra. Una película que regresa a un ambiente rural, aquí capitalizado por las competiciones ecuestres, para narrar la historia de un microcosmos de vencidos y derrotados, de amores pochos e identidades heridas, que entre penas y tristezas son capaces de alcanzar un efímero momento de gloria; o, mejor aún, de reconocimiento. Es este, tal vez, un concepto algo resbaladizo, pero sería un tanto absurdo no admitir que Mazuy cree en sus personajes; no solo se limita a acompañarlos y describirlos. Cree en el granjero fracasado y terrible de Peaux de vaches tanto como en esta Gracieuse (Marina Hands) de Sport de filles. Tal vez el motivo sea que nunca acabamos de saber qué buscan, qué necesitan; un poco de amor, un poco de comprensión... Son criaturas difíciles, a menudo indómitas, que dan bandazos y aspavientos y culebrean por cada escenario sin que podamos hacer nada más que observarlas. Dicho esto, qué maravillosa es esa escena en la que Marina Hands practica la doma ecuestre mientras suena Il cielo de Lucio Dalla y Mazuy nos coloca hombro con hombro con Bruno Ganz, superpuestos con esa mirada de ternura y reconocimiento para con quien no es más que otro semejante. Un animal herido. Una mujer en pleno éxtasis, aunque solo sea por un momento.

    Con Sport de Filles, Mazuy reafirma las bases de su obra cinematográfica: sus películas son ásperas, prácticamente imposibles de encasillar en un solo género. La presencia del ambiente, a menudo asfixiante y agotador, refleja con claridad la preocupación por el trabajo y por la organización social que se desprende —en SDF capitalizada por ese microcosmos de millonarios y burgueses que compran, venden, hacen y deshacen sin preocuparse en lo más mínimo por el factor humano del asunto; todo lo que, en su antipatía y contradicciones, refleja Bruno Ganz en su papel de adiestrador y maestro. Los personajes, a menudo apáticos o malhumorados, nunca acaban de abandonar esos nubarrones que flotan por encima de sus cabezas, sin saber del todo si es por propia imposición o porque se han olvidado de cómo disfrutar de un poco de alegría, aunque acabe temprano. Y como si se tratase del barniz sobre la madera, la mirada siempre incisiva de Mazuy, irónica y con un punto de distancia moral, aquí extraordinariamente acompañada por la cámara de Caroline Champetier. Entre todo, una singularidad desnuda.

    Paul Sanchez est revenu! (2018), penúltima realización de Mazuy, empieza con la misma fuerza de siempre. Encontramos la música de John Cale con ese pulso interno que dinamita los ambientes de monotonía y aburrimiento del norte de Francia; los escenarios cotidianos enmarcados en lugares de paso como carreteras o calles comerciales; un tono incierto, que oscila entre la comedia y el thriller para derivar en el drama de la descomposición de un cuerpo social; y un reparto coral que, más que nunca, dibuja una reflexión matizada, meditada y rabiosa sobre la Francia contemporánea. La exclamación del título suena, prácticamente, a cuento moral, como quien advierte que viene el lobo, con la esperanza de que a la muchedumbre le entre el pánico y acaso sean más dóciles y sumisos. En cambio, en el filme sucede todo lo contrario: la promesa del avistamiento de un viejo asesino múltiple convierte un lugar aparentemente pacífico en su versión enloquecida, con la policía y la prensa como dianas particulares de las críticas de la cineasta.

    Laurent Lafitte, que ya hizo de vecino depredador en Elle (Paul Verhoeven, 2016), interpreta a un mediocre comercial de piscinas que se hace pasar por Paul Sanchez quizá como único motivo para dar rienda suelta a su frustración. Este detalle no resulta baladí si pensamos en que Marion (Zita Hanrot) hace algo parecido con su trabajo como policía, incapaz de controlar su temperamento e impulsos en un pueblo que es en sí mismo un lugar aburrido y normal. Por tanto, para Mazuy asesino y policía son dos disfraces que esconden una insatisfacción brutal con el statu quo de la sociedad, y que por tanto la radiografían sin piedad, a las bravas, convirtiendo lo que en un principio pensábamos que eran pinceladas de comedia en tragedia. La odisea de Didier Gérard es la de ese personaje mediocre herido en todos sus frentes; el primero, es posible, el de su masculinidad. El más obvio, el que corresponde al bolsillo. Sin embargo, Mazuy alberga tanta simpatía o antipatía por él como por la joven policía. Los ve idénticos, porque cohabitan el mismo espacio y, por eso precisamente, dejan en evidencia todo lo que hay por debajo de la calma y la placidez.

    Mazuy se entrega divertida al juego de gato y ratón durante buena parte del metraje, pero en el fondo es solo una artimaña para propinarnos un puñetazo cuando se hace añicos el telón de la comedia coral y regresamos, de nuevo, a las coordenadas de su cine. El de Laurent Lafitte es el personaje evolucionado de su primera película; alguien vencido, derrotado y asolado por una vida interior tan vacía que hace eco. Alguien, por tanto, capaz de cualquier cosa, de ser un payaso, un criminal o un padre de familia, de estallar en frente de la cámara o de invitar a la conmiseración porque, más que verdugo, es solo víctima. Y otro tanto con Marion, que recoge el testigo de las protagonistas femeninas. Por mucho que aquí esa rebeldía, su insubordinación, apunte hacia la descomposición del cuerpo social y no le granjee un pequeño espacio de libertad; esa epifanía individual que, en Sport de Filles, vivía Gracieuse a lomos de su caballo. La vida está en otra parte, parece decir Mazuy. Lo que vemos aquí es el exceso y el defecto, lo grotesco y lo grandilocuente, una película policiaca en la que se dispara un tiro, un western entre arcenes y carreteras comarcales y una comedia que va perdiendo el brillo a medida que sus personajes, simplemente, adquieren conciencia de su insoportable mediocridad.

    Bowling Saturne, 2022
    Patricia Mazuy.

    4. Asfixiar el neo-noir



    Bowling Saturne (2022), la última realización de Mazuy, se presenta como una incursión más directa en el género, a costa de dilatar los límites del neo-noir. Pero, pasado el efecto inicial, la estilización tan afín al subgénero y, cada vez más, tan corriente a muchas películas que necesitan de una respiración artificial para sus imágenes, el filme nos sumerge en las preocupaciones habituales de su directora; aquí, más que nunca, con una masculinidad abiertamente tóxica y una herencia patriarcal tanto o más corrosiva. ¡Paul Sanchez ha vuelto! Podrían gritar sus protagonistas (o nosotros, los espectadores) para invocar ese mal conocido que tape las vergüenzas morales de una sociedad atascada pese a su anhelo de contemporaneidad. De hecho, desde ese punto de vista, la angustia física que invade cada uno de los planos de la película se impone como una elaborada metáfora de las estrecheces y falta de aire —demasiado ambiente enrarecido, en definitiva— de una sociedad masculina atrapada en las redes del pasado.

    En este último tramo de su carrera, Mazuy parece decirnos que la violencia es la forma mediante la cual una sociedad pretendidamente autosuficiente y madura responde a aquellos que buscan cómo poner el dedo en la llaga. Algo que, paradójicamente, en lugar de silenciarla la expone con mayor claridad. En Bowling Saturne, tal vez su película más violenta y desapacible, ya no es necesario un Didier Gérard que consiga el disfraz perfecto para quebrar la estabilidad social. Bastan sus personajes, habitantes del límite, para descomponer hasta el último cimiento. El thriller contribuye a la atmósfera, a estilizar y dosificar sabiamente qué y cómo se muestra. En última instancia, lo único que queda es ese carrusel de criaturas heridas, desbordadas y terribles que exhalan el aliento postrero de una sociedad hecha trizas. ¿Acaso no es esta también una forma de hacer política? Si esta radiografía de la virilidad hipermasculina no lo es...

    Jean-Philippe Tessé, desde las páginas de Cahiers, definía el cine de Patricia Mazuy como singular. Único. Se podría añadir, por ejemplo, visceral. Político. Corrosivo. Sin embargo, es de justicia señalar que una de sus principales virtudes radica en el tono, siempre difícil, cambiante, sin caer de pleno en un solo género, igual que unos personajes con múltiples aristas, sorprendidos habitualmente por la mediocridad y por algunos arrebatos de genuina humanidad que la cámara captura casi desde la epidermis. A flor de piel. El humor de Mazuy es bien parecido al que en su momento gastara Varda, con esa facilidad para quitar hierro a determinadas cosas mientras, en paralelo, prepara el puñetazo contra las costumbres más anquilosadas y ensaya una mueca de disgusto reservada para ese cuerpo social en permanente estado de descomposición que, lo que son las cosas, lleva por nombre Francia. Una cineasta singular, una obra apasionante, una filmografía breve repleta de hallazgos con un discurso potente, insubordinado y, en fin, brutal.


    Peaux de vaches, 1989
    Patricia Mazuy.

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