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    Cine Alemán Siglo XXI

    El sabor de las cenizas: Soledad, cine y salud mental

    || Cineclub | Ensayos
    Soledad, cine y salud mental
    El sabor de las cenizas


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón|

    «But I´m gonna tell, yes, I´ve gotta tell the things you´ve said when you´re talking in the dark (…)
    I bet you´ll feel so lonely you could die».
    (David Bowie)

    01.

    Bowie. Primer verso de Hallo Spaceboy: Si caigo, me cubrirá el polvo lunar.

    Así como la luz cubría el nitrato al impresionar la primera película de —entre otros— Eastman Kodak en 1880 y, con cada vuelta de manivela, sobre la superficie se iban recogiendo besos, trenes, disparos. Así como si fuera un mecanismo de la memoria, la luz desciende, se posa sobre una serie de materiales fotoquímicos y deja una huella, entrando por la puerta pequeña de la Historia/historia, y así podría ser también el interior fantaseado de un rincón en el que mi cerebro almacena también otra luz, otro rostro, otro beso, otro tren, otro disparo. La metáfora es aproximada pero quizá sirve: el tiempo erosionaba el nitrato y cada vez que se proyectaba se rasgaba un poco, y las condiciones ambientales le robaban el color, la definición, hasta que un día, de manera inevitable, alguien abría la lata en la que se conservaba una vetusta secuencia y no quedaba más que polvo. El tiempo había reescrito hasta destruir todo lo que el sueño fotoquímico del cine —la impresión de realidad y movimiento, la fijación absoluta de la Historia, el arte como mímesis casi total— nos había prometido. El tiempo puede más que el cine, y de ahí que las teorías fenomenológicas de los cincuenta estén, o eso creo, parcialmente equivocadas. No había que leer a Bazin. Había que leer (literalmente) a Gaspar Noe:

    El tiempo, en efecto, lo destruye todo. Por mucho que montes la película al derecho o al revés, por mucho que detengas un frame como lo suelo hacer yo mismo, aquí o allá, para analizarlo, para pensar cómo funcionan sus elementos significantes, lo cierto es que al final lo único que queda es el gesto en el que un mago —algunos le llaman Dios, otros creen que es una araña, otros lo llaman el Ser y unos pocos saben que no tiene nombre ni lenguaje posible— abre la tapa de metal en la que se debería contener la bobina de nuestro nombre y no encuentran más que eso: polvo. Cenizas.

    Bowie, por cierto, también lo dejo escrito: Ashes to ashes. Funk to Funky.
    Hitting an all-time low.

    02.

    La experiencia de la salud mental. Se habla mucho en estos tiempos de la salud mental, se hacen podcasts, se editan muchos libros, se nos recuerda que la fórmula de la estabilidad suele ser: comer sano, hacer ejercicio, tener rutinas. Se nos pide que estemos atentos a las señales de suicidio que emite la gente que nos rodea, se habla de la vigilancia activa, friendly, se nos dice también que menos mal que hoy en día somos una sociedad más empática y que, después de la pandemia estamos aprendiendo a cuidarnos.

    Lo cierto es que, en un movimiento que creo deudor de Katherine Angel, me gustaría plantearme si no ocurre exactamente lo contrario. Que de tanto hablar de salud mental hemos conseguido precisamente neutralizar el tener que hablar (de verdad) de la enfermedad mental, lo que a menudo pasa por hablar (de verdad) con los enfermos más allá de contestar sus tuits de horror con respuestas automáticas: Un abrazo guapa, ánimo guapísimo, lo siento mucho, quedamos cuando quieras, gracias por ser tan valiente y contar aquí tu historia. Recuerdo que Nathan Adler comentaba por algún lado de sus diarios que durante casi un año estuvo leyendo en bucle libros sobre el suicidio, llevándolos primorosamente subrayados a playas, restaurantes, clases, reuniones familiares y moteles sin que absolutamente nadie se sentara junto a él y le preguntara, simple y llanamente, si estaba pensando en matarse. Era parte de su atrezo y nadie quiso saber nada del tema. También leí hace poco que David Lynch se pronunció abiertamente contra ciertas prácticas de la «empatía mental» porque el uso del lenguaje es siempre incompleto, está más cerca de la crítica de Nietzsche a la compasión, nos convierte a los locos en seres agradecidos por recibir una caricia y la golosina serotonítica del like. Los enfermos damos gracias, paseándonos con nuestra alcuza y nuestra mano extendida, cuando lo cierto es que —en seguida vuelvo al cine— la gente únicamente transita y soporta nuestra enfermedad a cambio de que se desarrolle en sus parámetros concretos, que sea permisible, que no moleste demasiado, que pueda plegarse a un diagnóstico o que sirva para algo. Para mantener posiciones de poder —no nos hemos movido un milímetro desde Foucault—, posiciones afectivas, económicas, académicas, sociológicas. Una famosa teórica que escribió hermosísimas y desgarradoras páginas sobre la enfermedad mental y su relación con la precariedad, sobre el sufrimiento de los cuerpos y la necesidad de unirnos como comunidad —sentía tanto respeto hacia dicha pensadora que encabecé mi libro sobre Joker con una cita suya— hace poco fue contratada por BBVA para hacer videos promocionales. Y aceptó. El chiste —como tantos otros chistes— dejó de ser gracioso hace muchos años.

    Sobre Joker, por otra parte, ya sé sobradamente que está pasada de moda, que todos la han desenmascarado como el pastiche fascista, incel, chungo que es, y sin embargo, yo me sigo preguntando —y os pregunto— por qué nadie ha conseguido negar la frase central sobre la que se vertebra toda la película: Lo peor de tener una enfermedad mental es que la gente espera que te comportes como si no la tuvieras. Hablando de chistes, ¿recuerdan aquella canción de los Smiths? When you laugh about people who feel so very lonely, their only desire is to die/Well, I'm afraid, It doesn't make me smile. I wish I could laugh, but that joke isn't funny anymore.

    03.

    Antes de hablar de cine, necesito partir de una hipótesis que no puedo demostrar, pero en la que quizá sean tan amables de confiar antes de seguir adelante. La experiencia del desgarro mental es, en principio, una experiencia de una radical soledad. En el punto emocional en el que la vida se vuelve insoportable no hay nadie, no puede haber nadie. Como en una pesadilla por la que se filtra el rostro y el tiempo, la crisis tiene la capacidad de hacer que el mundo descienda lentamente por una dimensión que queda al otro lado del lenguaje y en la que apenas hay posibilidad de decir nada, de no saber lo que se dice, de decir lo que no se entiende o, simple y llanamente, de no saber utilizar correctamente la palabra. La dimensión de lo más radicalmente individual —este dolor, esta narrativa que no coincide con el exterior— es incompatible con las demandas que nos llegan de fuera: que sepamos hablar, que encontremos una forma para ceñir ese enemigo interior que nos abrasa, que lo podamos situar fuera de nosotros para situarlo en la vitrina de la compasión ajena siempre y cuando sea compatible con sus parámetros del mundo.

    De ahí que el cine tenga, de entrada, serios problemas estrictamente estéticos para hablar de la experiencia de la enfermedad mental. El cine tiene que trabajar con una mirada exterior a cada sujeto, y así, muchas veces se limita a ilustrar con imágenes qué podría ser eso que va comiéndose el cuerpo y el alma lentamente. El mal director rueda el delirio como si rodase un sueño y así, en un movimiento que no termino de compartir, asistimos a pedazos de ficción cargados de simbolismo más o menos forzado con la intención de que el espectador descifre aquello que muerde y desgarra. Es el funcionamiento de los peores one-dollar-Freud en los que, como gran truco de magia final, el guion nos regala una sesuda explicación basada en no-sé-qué traumas infantiles reprimidos y el célebre The End clausura, generalmente mediante un plano general, la promesa de que la curación ha llegado para quedarse.

    Viejo problema fundamental de la escritura cinematográfica: hay que recordar que lo que enferma en las grandes películas nunca es el personaje.

    Es la enunciación. Es decir, es la mirada que escribe la historia. Y ahí, sin duda, la cosa se complica.

    04.

    Pienso durante un segundo en Melancolía (Melancholia, Lars von Trier, 2011). Cada año que pasa, tengo la intuición de que la verdadera escena de terror, la más horrible, la insoportable, no es tanto la destrucción completa de la vida sobre la tierra sino ese momento íntimo, brutal, en el que Justine le confiesa a su hermana: Lo intenté, Claire.

    Justine, sin duda, lo intentó. Lo que queda de ella es, precisamente, lo que muestra la cámara: ese rostro oscurecido en el que apenas podemos ver un fragmento de su boca y su mejilla, una simple caricia de luz -dirán, de manera equivocada, que Lars von Trier no es un director empático- que rubrica el fracaso absoluto de toda la primera mitad del metraje. Ella lo intentó, y se puede topografiar todo el tremendo exceso de su esfuerzo en esas escenas precedentes, angustiosas: se sometió a la mirada de los demás en la boda, se ofreció a las promesas de futuro de su amado, siguió bailando para que todos pudieran mirar y dar buen testimonio de que lo estaba intentando.

    Por lo demás, cuando se fracasa, uno tiene que sentarse a masticar delante de los seres amados la papilla amarga de ese polvo, esas cenizas que van depositándose en la biografía y que no son, quizá, sino los cadáveres de esas palabras que no pueden pronunciarse.

    «Sabe a cenizas», afirma Justine, incapaz de comerse el maravilloso pastel de carne que Claire, hermana amantísima, ha depositado sobre la mesa. Sabe a cenizas: tiene el sabor y el saber de las cenizas. Nada que ver con las cerezas con las que Kiarostami intentaba convencer a su personaje principal en otra película para que no se suicidase. El director iraní, por cierto, rompe la ficción en los últimos minutos para que entendamos la potencia de su escritura. Magnífico. «Es todo un truco», parece sugerir, como también lo hacía Gambardella. Sin embargo, Lars von Trier es mucho más radical y rompe todas las escrituras.

    ¿Qué cámara es capaz de rodar el delirio? Esto es, como se preguntó Gómez Tarín, ¿qué cámara es capaz de rodar el fin del mundo?

    (Freud, de nuevo, en su estudio del Caso Schreber, señalaba que el psicótico fantaseaba de manera común con el fin del mundo, con su destrucción absoluta. Lars von Trier demuestra que, antes bien, desear activamente que se acabe este circo insoportable de convenciones, cuerpos, palabras, pasteles de carne, bodas y promesas es, por lo demás, algo bastante convencional, propio de la estructura neurótica, muy de andar por casa. «Sabe a cenizas». Ashes to ashes. Y, por lo demás, si han tenido la ocasión de ver ya Smile (Parker Finn, 2022), quizá puedan convenir conmigo en que la escena más terrorífica de la película no es ninguno de los estupendos jumpscares con los que juega la película, sino ese fastuoso ralentí de la cámara en la escena del cumpleaños cuando todos los invitados corean el Happy Birthday y, de pronto y sin motivo aparente, la imagen se ralentiza hasta contemplar el gesto angustiado de la protagonista. El cumpleaños, el momento en el que se celebra que la vida comienza, es también el momento en el que debemos exhibir frente a los demás la alegría desmesurada de seguir vivos).

    La gran diferencia entre Melancolía y el resto de las películas que fantasean con el fin del mundo es la diferencia entre el relato clásico y la insoportable soledad que conjura el deseo de la enfermedad mental: Los héroes de, pongamos por caso, Roland Emmerich, trabajan juntos para impedir la catástrofe de turno y su gesto se experimenta como justo y bueno. Justine, por el contrario, desea en la más absoluta soledad que el planeta nos arrase y, de hecho, parece conjurarlo en su escena masturbatoria. Ese deseo, sin duda, nos sigue pareciendo insoportable. Mejor, sin duda, que los enfermos sigamos masticando el pastel de cenizas y dando las gracias.

    05.

    De un tiempo a esta parte leo muchas teorías a propósito de los orígenes sociales de la enfermedad mental, las que lo vinculan con el capitalismo y los mecanismos de explotación —lo que, por cierto, defendía aquella investigadora que ahora mismo ofrece sus servicios al BBVA—, y sin duda, creo que no van mal encaminadas. Al menos, parcialmente. Al menos, hasta que no se corra el riesgo de señalar que todos los enfermos lo somos porque partimos de un contexto único, marcado por la injusticia, la alienación y la precariedad. Hay un factor que tiene que ver con lo que ocurre en nuestra cuenta bancaria y con las expectativas que habíamos construido año tras año, laboriosamente, sobre nosotros mismos. Hay otro factor que tiene que ver con nuestro cuerpo y con cómo viste, con lo que entregamos y lo que recibimos. Pero al igual que desconfío razonablemente de los juegos de etiquetas para diagnosticar con cierta seguridad la dolencia mental y ofrecer un tratamiento replicable, verificable y único —si bien, por supuesto, necesitamos toda la ayuda farmacológica que podamos recibir—, creo que los enfermos somos enfermos uno a uno. De ahí que las películas únicamente tengan sentido en tanto sean escrituras una a una. El misterio que debemos encarar —pero que no podremos resolver, va de suyo— es precisamente cómo y por qué ciertas escrituras sobre el desgarro pueden ceñir aspectos que reconocemos como propios. Pondré otro ejemplo.

    Hace ya quince años se estrenó Control (Anton Corbijn). La noticia de la efeméride me llegó por un tuit que descubrí por casualidad el sábado de madrugada y aproveché los territorios del insomnio —«las horas oscuras», como las llamaba Ingmar Bergman— para volver a repasar alguna de las escenas que tanto me habían interpelado en el momento del estreno. Concretamente, la escena en la que Curtis, mientras escucha el The Idiot de Iggy Pop —disco, por cierto, producido por David Bowie—, escribe algunas de sus últimas líneas antes de colgarse en la cocina. La disposición formal me pareció tan perfecta que no puedo dejar de creer en la capacidad del cine para resolver la paradoja entre lo universal (del desgarro) y lo concreto (de cada enfermo y cada película).

    Curtis, en plano frontal, escribe.

    Podría parecer un plano convencional, incluso mal compuesto —las líneas horizontales generan un extraño efecto compositivo, el personaje no está correctamente centrado, y la sombra sobre el fondo no es especialmente elegante. Sin embargo, el montaje hace su truco de magia y salimos disparados hacia un acercamiento brutal a su rostro en perfil:

    No es únicamente que estemos razonablemente cerca —pero no cerca del todo, no lo suficientemente cerca, la cámara sabe perfectamente que con el enfermo que se representa es necesario organizar un baile mediante las escalaridades—, sino que parecería que estamos viendo otra cosa: otro personaje, otra escritura. Una escritura que, ahora sí, sabemos positivamente que no podrá salvarle. Es, por así decirlo, un texto terminal, definitivo. Curtis está conjurando a su propio planeta. Y su propio planeta es, concretamente, un flashback que mantiene la escala de la manera más brutal posible.



    El eje interno de miradas es desquiciante porque escribe todo lo que se ha perdido. De la posibilidad de no haber experimentado la soledad —sueño, por lo demás, que intuyo que debe acompañar a las oraciones de los creyentes en los momentos de angustia pero que, de nuevo al igual que en Bergman, se suele pagar con el más terrible silencio—, a la certeza absoluta de que esa soledad se ha configurado ya como constitutiva, se ha pegado a la piel y a la escritura. Podría ser un recuerdo, una alucinación o ambas cosas. El montaje no es claro. Lo que sí es claro es la posición de los cuerpos en el encuadre y la certeza de que la casa que antes se habitaba ahora ya está vacía y permanecerá vacía para siempre. El fondo rugoso del plano de partida muestra la inseguridad, la extrañeza, incluso el desenfoque (leámoslo literalmente: lo que no permite ver con claridad, lo que enturbia la mirada) de aquello que se había experimentado como doméstico y de lo que ahora no queda sino una pura sombra, un puro ruido visual.

    Volvemos al plano inicial: Curtis escribe en su cuaderno: «Así que esto es la permanencia. El orgullo herido del amor. Lo que una vez fue inocencia…», y aquí la cámara, definitivamente, mientras responde a la cadena significante del poema, se abisma sobre el rostro del protagonista y responde:

    Vuelto del revés, invertido. Como lo estará, por lo demás, un salto de eje que acompañará después a Curtis en su último ataque epiléptico. Como lo estará todo el proceso enunciativo: cuando el personaje está a punto de conseguir su carrera musical, el día antes de su primer viaje a Estados Unidos, simple y llanamente, se ahorca. La escritura de Corbijn hace que la escena tiemble a partir de esos dos recursos: el pasado vuelve en la misma escala de plano, el derrumbe exige un acercamiento sobre el rostro que roza el salto de eje óptico.

    Esa inversión es básica en el proceso de la fragilidad mental: el pastel de carne se vuelve cenizas, el cielo que debería mandar la salvación nos arroja un planeta para exterminarnos, el tiempo que debería hacernos sabios destruye paulatinamente las pocas posesiones que atesoramos. La promesa que las campañas a favor de la salud mental proclaman en redes sociales (¡Pide ayuda! ¡Habla! ¡Hay mucha gente ahí fuera deseando saber de tu dolor!) son, en realidad, la estricta inversión: Antes que otra cosa, tenemos que aceptar el doble silencio del mundo: el de las habitaciones que cobijarán los momentos de terror y el de la gente que no sabrá muy bien qué hacer con la verdad de nuestro pequeño infierno.

    Por otra parte, el cine es un lenguaje.

    Lo absolutamente sorprendente es que ese lenguaje, en los momentos de pura desesperación y soledad, nos hable. ⁜


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