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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Lobo & perro

    || Críticas | Mostra de Valencia 2022 | ★★★★☆ |
    Wolf & Dog
    Cláudia Varejão
    De danzas ceremoniales


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia|

    ficha técnica:
    Portugal, 2022. Título original: Lobo e Cão. Dirección: Cláudia Varejão. Guion: Cláudia Varejão, con la colaboración de Leda Cartum. Fotografía: Rui Xavier. Montaje: João Braz. Reparto: Ana Cabral, Ruben Pimenta, Cristiana Branquinho, Marlene Cordeiro, João Tavares, Nuno Ferreira. Producción: Terratreme. Duración: 111 minutos.

    Rodeada por la inmensidad, la isla de São Miguel sirve como cuna, frontera y féretro para los cuerpos que la habitan. Es la vieja isla de la modernidad, pero también la isla de la mitología griega, ese espacio sin tiempo, vaciado, extrañado de sí mismo, espacio limítrofe en el que se confunden las vivencias, las fotografías familiares, los pescadores y los sacerdotes, las madres amantísimas y los padres enjutos, los pájaros enjaulados y los atardeceres tristes de un segundo detenido. Es Stromboli, es el territorio de Circe, es el aliento de un Antonioni en el que los cuerpos, en vez de desaparecer, parecen condenados a quedarse.

    Pero el tiempo, que está siempre condenado a salirse de sus juntas, avanza y nutre —algunos dirán, contamina— una pureza que nunca existió y los nuevos cuerpos se manifiestan. Los rudos pescadores que mercadean con heroína son de pronto cuerpos avejentados, caducados, ante la irrupción de los nuevos afectos, la quiebra de las posiciones binarias, las tradiciones del Drag —que han llegado desde otras islas con sus ceremonias, sus figuras a las que confesarse y sus bailes—, y puntúan, aquí y allá, lo que no era sino una cueva oscura enraizada en pretéritas ceremonias.

    Con estos mimbres levanta Cláudia Varejão su película, observando entre la antropología, la estetización y el relato mitológico la imposible convivencia de dos comunidades en fricción: los viejos cuerpos creyentes y los nuevos cuerpos gozosos. Clasificación que, en plena lógica de la deconstrucción, no son simplemente categorías enfrentadas —la película dista mucho de ser un ejercicio de manierismo—, sino que están extrañamente condenadas a convivir, a hibridarse, a plegarse la una sobre la otra. Cuerpos no normativos que se resisten a dejar de creer, creyentes no convencidos que mantienen viva la tradición, y así la película se retuerce como una serpiente en la que Dios, de existir, a veces es una máscara de purpurina queer y otras un anciano enfurecido que carga contra su propio hijo frente al resto de la comunidad. La vieja comunidad eclesiástica es puesta en duda dulcemente, sin grandes aspavientos, con la inexorabilidad de aquello que, desde la teología gay, se viene considerando la posibilidad de una fe sin resentimiento.

    Varejão, a partir de aquí, apuesta por disponer su película con una lógica narrativa que por momentos recuerda a la vieja disposición de cierto cine estructural: disponer sistemáticamente las acciones de tal manera que sigan, mediante el montaje, una lógica milimetrada. Caminar, bailar, zambullirse. Marchar, danzar, sumergirse. Una y otra vez, cada escena perfectamente medida, controlada en su concreta potencia narrativa, rodada con un estilo y un trabajo del color absolutamente autónomo que, sin embargo, parece reforzarse mientras se transita el conjunto global.

    Estas tres acciones, a su vez, se disponen a partir de una punzante dialéctica: los cuerpos algo saben del agua, ya que en ella se someten a todo tipo de bautizos y rituales. Se entra en una comunidad por la fuerza del agua y el rito eclesiástico. Se exploran sus límites a partir de los juegos acuáticos de la juventud. Se sale de ella, finalmente, cuando el cuerpo ha apostado por su identidad sexual y sabe que no podrá volver jamás a la guardarropía trenzada por las madres. Madres que, a su vez, reproducen la figura de la Pasión de diferentes formas: arropando la angustia lacerante de sus hijos, abrazándose al cuerpo yonqui y narcotizado del primogénito, separando como pueden los estallidos de violencia que van puntuando la cinta.

    Se camina como se baila, y viceversa. Varejão invierte unos hermosísimos primeros planos en retratar los rostros en éxtasis, la celebración, el triunfo de la música. Pero cuidado, es la misma escala de plano, utilizada con el mismo rigor, la que explora la dolorosa ceremonia de los penitentes que atraviesan la isla purgando una penitencia desconocida, quizá olvidada, en un rito masculino que —y esta es una de las grandes apuestas de la película— puede ser sin duda apasionado, bienintencionado e incluso hermoso en su dimensión simbólica, pero que desde luego ni es universal, ni piadoso, ni mucho menos inclusivo. Cada uno, cada una, cada une, con sus creencias y con su cuerpo hace lo que puede —masturbarse, someterse a un exorcismo, perdonarse o arrojarse a diferentes tipos de éxtasis—, y así va capeando el tremendo temporal del presente. Lo apuntaba al principio: la isla no tiene tiempo, y sin embargo, tiene siempre un gélido presente que invita a escapar a toda costa.

    En una de las secuencias más brillantes de la propuesta, los jóvenes de la isla acuden a zambullirse en el manantial de una gruta encantada. Es el espacio de los fantasmas, la leyenda de la mujer suicida que aterroriza las noches del pueblo y que, sin embargo, aquí sirve como disparadero para algunos de los planos más hermosos, una radical celebración de la juventud y del deseo que, sin embargo, la música arropa desde la referencia BWV 974 de Bach. El sobrecogedor Adagio del Concierto en Re menor se posa como una caricia sobre los neones, las caricias, los reflejos del agua sobre los cuerpos y un montaje delicado que utiliza el ralentí para escribir, precisamente, la tragedia que se intuye de fondo: que esos cuerpos envejecerán a menos que escapen, que se marchitarán y acabarán repitiendo desde una posición diferente la misma tragedia de la frialdad y el olvido. Por mucho que en otro momento de la cinta la directora se valga de Purcell en un suntuoso plano frontal de conjunto en el que los miembros de la comunidad queer miran a cámara desafiantes, sabemos que el trayecto fílmico conduce o bien a la pérdida de la inocencia —tema central de lo que no deja de ser una suntuosa película de aprendizaje— o bien, como finalmente ocurre, a la salvación mediante la huida.

    Y es que abandonar la isla es, como bien supimos también gracias a la modernidad, ingresar en el tiempo. Pero para eso, hay que tener al menos un nombre, un sueño, y por supuesto, la fuerza suficiente para abandonar todo ese legado familiar que amenaza, en cada calle recorrida, con asfixiarnos.


    Lobo e Cão, Cláudia Varejão
    Sección oficial Mostra de Valencia.

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