|| Críticas | Mostra de Valencia 2022 | ★★★☆☆ |
Moja Vesna
Sara Kern
Los paisajes del luto
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
Kosovo, Macedonia del Norte, Albania, 2021. Título original: Vera andrron detin. Dirección: Kaltrina Krasniqi. Guion: Doruntina Basha. Fotografía: Sevdije Kastrati. Montaje: Kaltrina Krasniqi, Vladimir Pavlovski. Reparto: Teuta Ajdini, Alketa Sylaj, Refet Abazi, Astrit Kabashi, Ilire Vinca Celaj. Producción: ISSTRA Creative Factory, Dream Factory Macedonia, Papadhimitri Film Production. Duración: 82 minutos.
Kosovo, Macedonia del Norte, Albania, 2021. Título original: Vera andrron detin. Dirección: Kaltrina Krasniqi. Guion: Doruntina Basha. Fotografía: Sevdije Kastrati. Montaje: Kaltrina Krasniqi, Vladimir Pavlovski. Reparto: Teuta Ajdini, Alketa Sylaj, Refet Abazi, Astrit Kabashi, Ilire Vinca Celaj. Producción: ISSTRA Creative Factory, Dream Factory Macedonia, Papadhimitri Film Production. Duración: 82 minutos.
Rodar el exilio es siempre asumir que algunos cuerpos han quedado definitivamente congelados en un fuera de campo perpetuo, una exterioridad, un margen, un límite que tiene que ver con el lenguaje, con el trabajo y con la posición existencial. Vivir en el exilio es estar sometido a una exterioridad constante, un extranjerismo personal que no tiene remedio y que uno va capeando como buenamente pueda. Las protagonistas de la cinta de Kern tienen la doble exterioridad del exilio y del luto, del afuera y de la ausencia, de tal modo que lo único que les queda es ese vacío constitutivo en el que clavan las uñas y se deslizan ardiendo mientras esperan a que nazca un nuevo ser humano. Y es que, en fin, la maldición es terrorífica: nacer sin patria, nacer en una casa llena de muerte, nacer de una madre que no hace sino desear su propia muerte escena tras escena.
Moja Vesna es la pura traducción fílmica de la pulsión de muerte. Ríanse de la célebre imagen-pulsión de Deleuze —pido perdón por la cita pedante—, ríanse de los mecanismos manidos del melodrama de baratillo. Aquí no hay más que personajes crucificados en el tiempo, personajes de ceniza y rostros retratados en primeros planos salvajes como cuchilladas. Recitan poemas, se pintan los labios, aceleran en carreteras que hubieran podido ser apacibles, siempre en camino de la muerte que ha quedado atrás o la muerte que llega, la muerte como un pelícano que flota y que uno intuye en cada corte de montaje y cada decisión visual, en la pobreza absurda y oxidada de la dirección de arte, en la imbricación de un inglés casi perfecto practicado por emigrados de la vieja Europa y un inglés amordazado y conformista pronunciado por australianas de clase alta. La lucha no ocurre entre clases —que también— sino entre la muerte y la muerte, con una escritura de cuerpos emparedados en su propia supervivencia, a veces sentida como juego, otras veces sentida como mantra, otras veces explorada como mendicidad implícita.
Queda mucho por saber en los costurones del metraje, y así el despliegue de la cinta será siempre a la vez opaco y misterioso. Zonas que no se pueden transitar y que palpitan en los enveses del relato, puzle de acontecimientos y de miserias, frases esbozadas o pronunciadas entre tartamudeos, planos autónomos que se resisten a su desciframiento. Velas, sillas, escombros, ruinas del presente que la familia superviviente del trauma contempla o deja parapetadas, siempre el fuego o el agua, siempre el arder como arde una plegaria o el zambullirse como lo hace un suicida. Siempre el umbral, cuando no hay umbral porque —queda dicho—, todo lo que espera siempre es el ejercicio de la muerte misma.
Todo lo que se despliega en la opacidad puede quizá detener a ratos el acceso a la cinta. No es, por lo demás, una película cómoda ni un simple ejercicio de artesanía autoral. Al contrario, sabe cuándo y cómo mirar hacia lo oscuro, como en aquel versículo de Corintios, refractando un misterio desesperado donde la sugerencia de un suicidio y la celebración de otro sirven como vigas maestras de la película. Lo que queda en medio es pura mirada, una niña titánica que no quiere más que un poema en una fogata, un padre que no puede hablar pero que intenta levantar un osario en el salón de la casa, una embarazada que no quiere más que autoimponerse a esa araña desquiciada que le crece en la cabeza. Y entre los tres vértices, la angustia, el poder del miedo, el plano que se mantiene mientras una de ellas se quita un jersey conduciendo a toda velocidad, el paréntesis de la calma, una sugerencia de amor que el metraje desdeña, la fantasía de la paz perpetua, la escritura de la nada.
Así, la cinta es un ejercicio de seca y sórdida brevedad, un chasquido, inexorable, una lección de sufrimiento. Puede que su cierre traiga una especie de promesa de legado y calma, pero en el fondo, uno tiene la intuición de que lo único que Sara Kern quiere regalarnos es un espejismo envenenado, la constatación de una tragedia que se duplica, la vieja idea de que el suicidio es una pequeña costumbre familiar que se insemina entre generaciones y de la que no resulta posible zafarse.
En eso pensaba cuando veía el plano sostenido de ese niño o niña que al final dormita, inquieto, en su sillita. La vieja lección que no queremos aprender nunca. Es imposible salvar a un Otro que no quiere ser salvado.
▼ Moja Vesna, Sara Kern
Sección oficial Mostra de Valencia.
Sección oficial Mostra de Valencia.