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    Cine Alemán Siglo XXI

    El precio de un hombre (1966): «Como el agua que sedimenta las ramblas» | FlixOlé

    || Cineclub | Colección FlixOlé |
    El precio de un hombre
    Eugenio Martín
    Como el agua que sedimenta las ramblas


    Miguel Muñoz Garnica
    Córdoba |

    ficha técnica:
    España-Italia, 1966. Título original: El precio de un hombre / The Bounty Killer. Dirección: Eugenio Martín. Guion: José Gutiérrez Maesso, Eugenio Martín, Don Prindle (novela: Marvin H. Albert). Fotografía: Enzo Barboni. Música: Stelvio Cipriani. Producción: Lilian Biancini, José Gutiérrez Maesso. Productoras: Tecisa, Discobolo Film. Dirección artística: Francisco Canet. Montaje: José Antonio Rojo. Intérpretes: Richard Wyler, Tomas Milian, Ella Karin, Enzo Fiermonte, Mario Brega, Lola Gaos, Manuel Zarzo, Hugo Blanco, Tito García, Ricardo Canales. Duración: 95 minutos.

    Artículo creado en colaboración con FlixOlé, plataforma de streaming bajo demanda especializada en producción y coproducción española que cuenta con un catálogo de 4.000 títulos.



    Se suele considerar que la crudeza del spaghetti western viene dada por la desafección a la mitología yanqui que acarreaba el género en sus orígenes. Si sustraemos de la ecuación el conflicto esencial del western —la ley frente a la barbarie como proceso de construcción nacional—, nos quedan unos tipos pegándose tiros por motivos tan poco enaltecedores como el dinero o la venganza. La lógica es complicada de rebatir: sin mitologías de por medio, el tratamiento del paisaje y del cuerpo forzosamente ha de ser otro. Pero, al menos como ejercicio especulativo, permítanme darle la vuelta a la idea. Pongamos que toda la estética del spaghetti western fuera consecuencia no de una desafección mitológica sino de una manera de afrontar el paisaje.

    No solo el paisaje: un paisaje. Como la mayoría de los spaghetti western, El precio de un hombre está rodada en el desierto de Tabernas. El dato suele quedar como una nota al pie o curiosidad, pero lo cierto es que hay pocos subgéneros que tengan en una localización particular una constante tan definitoria. Observen bien los planos de apertura del filme que nos ocupa. Por mucho que el western no se caracterice precisamente por rodarse en vergeles, Tabernas tiene unas cualidades muy únicas en sus pardos apagados, la fragilidad de sus elevaciones arcillosas y la amplitud de las ramblas que culebrean entre ellas. De forma un poco más notoria que sus equivalentes americanos, Tabernas da al western un paisaje sin pretextos.

    Pero no es solo una cuestión de tratamiento del paisaje. Encuentro también en la estructura de El precio de un hombre un caso que me anima a dar la pirueta de abordar el género como resultado del paisaje. O digámoslo de manera un poco más atrevida: el spaghetti western como consecuencia de Tabernas. El plano que abre la cinta de Eugenio Martín se nos muestra tal que así:


    Una vista casi cenital de las colinas atravesadas por una rambla, y dos jinetes que cabalgan siguiendo su trazado serpenteante. Esto es, un camino de formas llamativas inserto en un paisaje rotundo. Al momento, entra en campo el jinete, del que no vemos más indicio que los cuartos delanteros de su caballo. Su movimiento en línea recta atraviesa el plano y se impone al recorrido intrincado de los dos jinetes al fondo. Ello, unido a la evidente diferencia de alturas, sella desde un principio la lógica de la escena. Los dos personajes de abajo están destinados a que los atrape esa entidad superior que de momento no tiene cuerpo, pero sí una presencia absoluta.

    No hay, por tanto, lugar para las sorpresas. Del jinete escondido sabremos al momento su infalibilidad. Es Chilson (Richard Wyler), el cazarrecompensas más implacable del Oeste, aquel al que nunca se le escapa su presa. ¿Qué hacemos entonces con un protagonista que, igual que el paisaje, se impone sin miramientos?

    Tomemos ahora otro plano, uno de los últimos del filme:
    Comprobamos entonces que la lógica de la escena inicial adelanta la de toda la película. Con un disparo rápido, certero e incontestable, llega la hora del castigo. El cazarrecompensas ratifica su infalibilidad, la arena del desierto impregna las facciones del condenado y absorbe sus últimas emisiones vitales: el agua de las lágrimas o de la saliva. Ya sabemos que es imposible encontrar un western clásico que nos ponga en primerísimo plano el último estertor de un hombre con semejante aspereza. Pero también es muy complicado encontrar una manifestación así de tajante del paisaje. Si en su tratamiento de Tabernas El precio de un hombre es una película absolutamente física, esa fisicidad llega a su punto más extremo cuando al paisaje se le ofrece el cuerpo muerto. Esto es, cuando la muerte no es más que carne y agua sobre polvo.

    Nótese también que este final refunda la complicidad total entre Chilson y el desierto anunciada en el plano de apertura. Ambos se cobran su presa como si estuvieran ejecutando la ley más elemental de la naturaleza. Sigue entonces abierta la pregunta que planteaba un par de párrafos atrás: ¿qué hacemos con un protagonista tan árido para trabar un relato? O, en términos narrativos, ¿cómo se construye conflicto con un personaje que no parece tener obstáculos ante sí?
    Pues bien, lo único que impide que Chilson someta a José Goméz (Tomás Milián) con la misma facilidad que a los forajidos del principio es un recoveco moral, como ese camino que serpenteaba entre la rotundidad de los barrancos. La debilidad de Chilson resulta ser, paradójicamente, su dureza. Cuando se presenta en New Charcos, el pequeño asentamiento hotelero en mitad del desierto donde transcurre la mayor parte del metraje, veremos que no se toma la menor molestia en justificar su persecución o en remozar en algún tipo de ética su labor como cazarrecompensas. Pero al elenco de personajes que puebla New Charcos le sucede lo mismo que a nosotros como espectadores. Que necesitan héroes. Un vicio heredado de espacios mitológicos como el western clásico, pero que aquí no tiene acomodo.

    Esto es, resulta demasiado evidente que Chilson no es Wyatt Earp, y eso juega en su contra… porque para los lugareños José Gómez sí que es Jesse James —entiéndase que el Jesse James mitologizado como un Robin Hood del Oeste—. Que Chilson no se moleste en disfrazarse de arquetipo pero Gómez sí es lo único que retrasa el desenlace inevitable y nos da un desarrollo. Porque, bajo esa falsa creencia, son los habitantes de New Charcos quienes someten al cazarrecompensas y le impiden que se despache a su víctima, movidos por la percepción de estar presenciando una injusticia.

    El resto del desarrollo sigue al requiebro de esa primera intervención moral. Al dejar de ejercer como presa, Gómez demostrará ser un depredador mucho más temible. Y toda su imagen de Jesse James romantizado se irá derrumbando hasta llegar a planos tan nítidos como este:
    Embriagado de poder sobre su trono improvisado, el espejo junto a Gómez nos despliega su auténtico yo, el reflejo que había permanecido oculto para sus salvadores. Gómez es solo un forajido más. Otro maleante psicotizado por los elementos que en nada se distingue de esa banda de matones que vemos en el reflejo o de aquellos a quienes Chilson atrapaba al comienzo.

    Un segundo recoveco moral devuelve al relato donde empezó cuando los vecinos se limitan a liberar al Chilson encadenado, como si liberaran a la naturaleza para que siguiera su curso como el agua que lleva siglos moldeando las ramblas. Y la rotundidad del plano de la muerte de Gómez citado antes lo dice todo. El precio de un hombre es, primeramente, una constatación de su carencia de mitologías. Una doble curva en un camino recto que nos lleva a la reafirmación de aquí no hay Wyatt Earps o Jesse James. Que esto no es Monument Valley sino Tabernas… y que Tabernas, como Chilson, no ofrece pretextos. ⁜


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