|| Festivales
Karlovy Vary 2022
Parte II
Crónica de la 56ª edición
Miguel Muñoz Garnica
fechas
| Del 1 al 9 de julio de 2022. |
| Del 1 al 9 de julio de 2022. |
Palmarés reciente
2022| Summer with Hope, Sadaf Foroughi.
2021| As Far As I Can Walk, Stefan Arsenijević.
2019| The Father, Kristina Grozeva, Petar Valchanov.
2018| I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians, Radu Jude.
2017| Little Crusader, Václav Kadrnka.
2016| It's Not the Time of My Life, Szabolcs Hajdu.
2015| Bob and the Trees, Diego Ongaro
2014| Corn Island, Giorgi Ovashvili.
2022| Summer with Hope, Sadaf Foroughi.
2021| As Far As I Can Walk, Stefan Arsenijević.
2019| The Father, Kristina Grozeva, Petar Valchanov.
2018| I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians, Radu Jude.
2017| Little Crusader, Václav Kadrnka.
2016| It's Not the Time of My Life, Szabolcs Hajdu.
2015| Bob and the Trees, Diego Ongaro
2014| Corn Island, Giorgi Ovashvili.
Parte II. Respeten la distancia de seguridad
—Parte I: «Todo es mentira, salvo alguna cosa»
—Parte III: «Pequeña apología de la duración»
—Parte IV: «Tres historias de (des)amor y una distopía»
El cine desde la pandemia nos ha habituado a enfrentarnos a pequeñas disonancias entre texto y contexto. Salvo películas muy ágiles, los primeros festivales que pudieron celebrarse tras los meses de confinamiento —en San Sebastián 2020, por ejemplo, hablamos mucho de esto— nos traían, en principio, lo más radicalmente nuevo de la producción mundial… y sin embargo sus personajes vivían en un mundo que ya nos era extraño. Uno sin mascarillas, distancias de seguridad ni confinamientos. Esta disonancia no hacía más que incrementar la sensación de que habitábamos por primera vez lugares que creíamos conocer, fueran las salas de cine, los bares o las calles del casco viejo. Estaban como siempre, pero la forma de vivirlas o llenarlas era otra.
Pues bien, lo que nos encontramos en este Karlovy Vary que ha recuperado la plena normalidad por primera vez tras tres años fue otra disonancia. Un programa que traza un estado de la cuestión que, en aquel septiembre de 2020, hubiera tenido absoluta vigencia… y que, en un 2022 que ya va olvidando mascarillas y restricciones, tiene su puntito anacrónico. Sirva como ejemplo la que considero la mejor película presentada en su sección oficial: Tenéis que venir a verla (Jonás Trueba, 2022), rodada a finales de aquel mismo año, está imbuida de una perplejidad, de un estar irreal. El propio Trueba ha reconocido que la cinta es un intento de capturar la atmósfera emocional tan peculiar de aquellos tiempos de «nueva normalidad». No es tanto una cuestión de rodar en determinados espacios y cronologías, mucho menos un acercamiento temático a la Covid-19. Se trata más bien del propio carácter dubitativo de la película sobre sí misma. Al estar tan cercana a negarse como película, tan presta a dejar al aire su inacabamiento, desvela que lo que hemos pasado estos años atrás no cabe en ningún titular de informativos.
«Tenéis que venir a verla es un intento de capturar la atmósfera emocional tan peculiar de aquellos tiempos de 'nueva normalidad', mediante su propio carácter dubitativo sobre sí misma».
Trueba lo ha llamado una «crisis del ser», y el verbo no es una cuestión menor. Si digo que con el Covid hemos pasado por un crisis del estar, cualquier lector entenderá a lo que me refiero. Lo que ha sido esta crisis del ser, sin embargo, es algo más escurridizo y que, creo, sigue instalado en nuestra psique colectiva. Me adhiero al final abrupto de Tenéis que venir a verla —para más desarrollo, remito a la crítica que escribí antes de este texto—: un primer plano extrañado de Itsaso Arana antes de que se nos rompa la ilusión fílmica para dar un quiebro brusco de realidad. Porque es un final que asume la incapacidad de brindarnos explicaciones. Que se conforma con intuiciones. Y compartir esas intuiciones mediante el vehículo común del cine puede que nos termine dando una mayor definición de esa crisis del ser —que, por supuesto, no voy a resolver en estas humildes líneas. Al menos, sirva la parrafada para constatar que hay una distancia que ya nos separa de aquella «nueva normalidad», del mismo modo que había entonces una distancia que nos separaba de la «vieja normalidad». Pero que desde esta distancia tenemos mucho que observar(nos).
«A Provincial Hospital es también cine urgente en su acabado textual. Esto es, una película que no sabe qué construir con su sentido de la urgencia».
Otras películas han envejecido peor. O, cabe decir, han nacido viejas. La «entrega Covid-19» más evidente del programa ha sido el documental A Provincial Hospital (Edna provintsialna bolnitsa, Ilian Metev, Ivan Chertov & Zlatina Teneva, 2022), que parece tomar por lo literal una de las expresiones favoritas de la crítica: «cine urgente». Su premisa, si la adivino bien, consiste en pertrecharse de cámaras y tomar por asalto la unidad de Covid de un hospital provincial en Bulgaria para registrar en crudo lo que allí estaba ocurriendo. En la epidermis, escasez de camas, demasiadas muertes diarias, personal médico extenuado. Subyacente, la corrupción institucional y los equipamientos obsoletos de un país con sus vergüenzas destapadas por la crisis sanitaria. Nadie les puede negar a los directores que, efectivamente, ahí había algo que justificaba la urgencia. Pero A Provincial Hospital es también cine urgente en su acabado textual. Esto es, una película que no sabe qué construir con su sentido de la urgencia. Las sucesivas viñetas que dan cuenta de la realidad de los pacientes, médicos y enfermeros no consiguen nunca salvar la distancia (¿de seguridad?) del dispositivo. Uno la atraviesa preguntándose continuamente por qué prolongar ese plano, por qué cortar ahí, por qué seguir con aquel de allá y, en fin, quién es esa gente y qué sabemos realmente de ellos. E, inevitablemente, resulta frustrante ver acabar una película que se ha acercado tanto a las cosas y a la vez tan poco. ¿Qué sabemos gracias a ella de estos tiempos de pandemia que hemos padecido? Aquí la respuesta es fácil: nada.
«Vesper es una coproducción multieuropea angloparlante con clara vocación comercial. O, para ser más exactos, con vocación de construir eso que ahora llaman universo».
De lo bien que casan estos años con la distopía tuvimos un caso tan precoz como Inmune (Songbird, Adam Mason, 2020), que ya nos desveló lo tentadora que es la fórmula de abordar los miedos colectivos más vigentes bajo una premisa clásica: «¿cómo sería esto si fuera peor?». El de Inmune es un ejemplo evidente por su literalidad, pero la sección oficial de este Karlovy Vary nos da otro par que, aunque en ellos no se pronuncie la palabra «Covid», está en el corazón de los futuros (o presentes deformados) que imaginan. Uno es Vesper (Kristina Buožytė & Bruno Samper, 2022), coproducción multieuropea angloparlante con clara vocación comercial. O, para ser más exactos, con vocación de construir eso que ahora llaman universo: un mundo ficcional de fantasía que rebosa ostentosamente los límites del relato y que enuncia su potencialidad de saga más que su fortaleza como historia individual. En la premisa distópica de Vesper, más que la pandemia, está otra cuestión tan candente como la desigualdad económica. En su mundo postapocalíptico, la experimentación genética ha dejado a nuestro planeta dividido entre una masa de pobres que malviven en granjas colectivas y unos pocos «elegidos» que han mejorado su genética y viven en lujosas ciudades-burbuja, escrupulosamente aislados del exterior. Pero, y he aquí el imaginario covídico, sus experimentos han dejado por el camino una especie de epidemia que ha arramblado con buena parte de la humanidad y ha dejado a la poca que sobrevive a merced de mortíferos animales y plantas mutantes. Retorciendo un poco las cosas, a Vesper cabe incluso imaginarla como un acercamiento a aquello que A Provincial Hospital tiene delante pero deja fuera de campo. Es decir, las vísceras. Y es que la cinta de Buožytė y Samper matiza sus trazas de blockbuster con una enorme explicitud respecto a corporalidades viscosas diversas. El mundo postapocalíptico dividido entre híper-ricos e híper-pobres parece una solución un poco facilona a estas alturas, pero en esa atracción por lo desagradable del cuerpo quizá podamos localizar la gran imagen reprimida de una pandemia en la que sabemos que ha habido sufrimiento y muertes, pero que hemos procesado desde una marcada distancia (de seguridad).
«Paradigma de un cine de género muy del gusto de los festivales, Silence 6–9 pugna por afirmar su parte 'de autor' y camuflar su parte 'de género' mediante el enamoramiento de su propia opacidad».
La otra entrega de distopía nos la da la griega Silence 6–9 (Isihia 6–9, Hristos Passalis, 2022), paradigma de un cine de género muy del gusto de los festivales. Aquel que pugna por afirmar su parte «de autor» y camuflar su parte «de género» mediante el enamoramiento de su propia opacidad. Con todo, de ese hermetismo (mal) entendido como sugerencia, Passalis extrae un imaginario muy cercano al estado post-Covid. El relato sigue los pasos de un hombre que llega a trabajar a un pueblo cercado del mundo exterior en el que pasan —imito aquí la vaguedad de la propia película— cosas raras. Hay una escasez llamativa de habitantes (especialmente mujeres), un clima de hostilidad, y unas extrañas instalaciones con antenas que pueden grabar la voz de los muertos. Habitantes del pueblo que pasaron al más allá, pero que prometen en esas grabaciones que volverán al más acá. Y hay división política: mientras la corporación encargada de esas grabaciones se descompone, crece en el pueblo la agitación en contra de esas promesas de retorno que nunca se cumplen, y con ello la llamada a la destrucción de las antenas de marras. En mitad de todo esto, el protagonista, un forastero recién arribado al pueblo, se mueve con un desconcierto muy parecido al nuestro. Así, aunque Passalis retuerce las cosas más de la cuenta, no es difícil hallar en ese desconcierto la misma raíz que el de los personajes de Tenéis que venir a verla. Esa crisis de lo real, esa perplejidad ante un mundo que se ha vuelto irreal, con el añadido aquí de la reminiscencia de los ausentes. Algo de lo que el Covid ha dejado mucho.
«Sobre la distancia de seguridad de un ambiente post-confinamiento y sobre la distancia entre una mujer y una sociedad que la repudia, A Room of My Own construye una cercanía radical».
Por último, el paraguas temático de este apartado impone hablar de la cinta georgiana A Room of My Own (Chemi otakhi, Ioseb ‘Soso’ Bliadze, 2022). En primera instancia, porque está ambientada en pleno confinamiento transitorio, en esos meses en los que íbamos recuperando la vida social aun cuando el estar en la calle de noche, sin mascarilla, o reunirse más de seis personas eran acciones temerarias. Pero, sobre todo, porque Bliadze se las apaña para erigir en ese clima de distancia una historia sobre la cercanía. Una cercanía ganada a un contexto difícil que no incluye solo a la Covid. De hecho, buena parte de A Room of My Own se explica por lo que queda fuera de campo o de foco. La pandemia, sí, pero también todo un sistema social. Concretándolo un poco, la historia nos propone una focalización total en una joven llamada Tina. En un principio sabemos muy poco de ella. Que acaba de llegar a Tiflis desde provincias, que está buscando una habitación para unos pocos meses, que espera la llegada de su novio para irse a vivir juntos. Luego sabremos más. Algunos detalles de su pasado y de su relación que nos explican su carácter apocado, una gestualidad que apenas esconde miedos e inseguridades acumulados. Todo queda como un ruido de fondo. Tanto es así que, en un plano de la película, esta figura es literal. Tina acude al funeral de su madre —a estas alturas ya sabemos que ha roto relaciones con su familia por un acto que, a ojos de ellos, la ha deshonrado—. Lo vemos desde un plano fijo en el interior de un coche, y ahí se queda la cámara mientras la muchacha sale, se acerca a las exequias y es increpada y expulsada por (adivinamos) su hermano. Pero, dada la perspectiva que ensaya Bliadze, lo vemos desde una marcada lejanía, levemente fuera de foco y con el sonido silenciado desde el interior del vehículo.
En este punto, la película nos demuestra que la habitación propia del título no solo refiere a la que alquila Tina, sino al espacio fílmico que se le (o nos) está construyendo. Ambas estancias, la habitación y la propia película, funcionan igual. En un principio espacios asépticos que, poco a poco, van dejando entrar la red afectiva que los termina por significar. Y es que lo que cuenta A Room of My Own no es tanto las dificultades de una sociedad patriarcal —un fuera de foco muy omnipresente, pero un fuera de foco al fin y al cabo— sino la creación de un auténtico espacio íntimo, por pequeñito que sea. Lo hace a partir de la relación entre Tina y su compañera de piso, una chica en principio en sus antípodas pero que terminará entrando en su mundo. O poniéndolo patas arriba. De ahí, entonces, que sobre la distancia de seguridad de un ambiente post-confinamiento y sobre la distancia entre una mujer y una sociedad que la repudia, Bliadze construya una cercanía radical. Y que el plano que mejor ratifique la creación de esta cercanía sea un largo encuadre casi fijo —solo se mueve para hacer un leve y muy gradual zoom in hacia las dos protagonistas— en el que no vemos más que un abrazo prolongado durante varios minutos y sin una sola palabra.
▼ Jonás trueba, Vito Sanz y Javier Lafuente, con el Premio Especial del Jurado a Tenéis que venir a verla