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    Cine Alemán Siglo XXI

    Tiovivo c. 1950 (2004): «Fred Astaire en el Chicote» | FlixOlé

    || Cineclub | Colección FlixOlé |
    Tiovivo c. 1950
    José Luis Garci
    Fred Astaire en el Chicote


    Miguel Muñoz Garnica
    Madrid |

    ficha técnica:
    España, 2004. Título original: Tiovivo c. 1950. Dirección: José Luis Garci. Guion: José Luis Garci, Horacio Valcárcel. Producción: Javier Lafuente, Jonás Trueba. Productoras: Nickel Odeon Dos, Enrique Cerezo P.C., PC29. Distribuida por Columbia Tri-Star Films. Música: Pablo Cervantes. Fotografía: Raúl Pérez Cubero. Montaje: José Luis Garci. Dirección artística: Julián Mateos. Reparto: María Adánez, Francisco Algora, Manuel Andrés, Ángel de Andrés López, María Asquerino, Aurora Bautista, Frank Braña, Juan Calot, José Caride, Roberto Catarineu, Antonio Dechent, Fernando Delgado, Ana Fernández, Fernando Fernán Gómez, María Elena Flores, Manuel Galiana, Julio Gavilanes, Eduardo Gómez, Ricardo Gómez, Concha Gómez Conde, Agustín González, Fernando Guillén Cuervo, Carlos Hipólito, Javivi, María Kosty, Alfredo Landa, Ramón Langa, Carlos Larrañaga, Ramón Lillo, Francis Lorenzo, Mabel Lozano, Carlos March, Luisa Martín, Francisco Merino, Iñaki Miramón, Mario Morales, Pilar Ordóñez, Blanca Oteiza, Andrés Pajares, Valentín Paredes, Elsa Pataky, Rafael De Penagos, Sergio Peris-Mencheta, Josep Maria Pou, Santiago Ramos, Miguel Rellán, Beatriz Rico, Jorge Roelas, Rafael Romero Marchent, Enrique Rueda, Mapi Sagaseta, Tina Sáinz, Miguel Ángel Solá, Manuel Tejada, Andrea Tenuta, Juan Jesús Valverde, Luis Varela, Enrique Villén, Manuel Zarzo. Duración: 150 minutos.

    Artículo creado en colaboración con FlixOlé, plataforma de streaming bajo demanda especializada en producción y coproducción española que cuenta con un catálogo de 4.000 títulos.



    Un empleado de un banco acude a una academia de baile. Dubitativo, nervioso, más dicharachero de lo necesario. Va a contraer segundas nupcias y tiene una gran preocupación: ha de abrir el vals con la novia y no sabe dar un solo paso. Cuenta, además, con poco tiempo para aprender. La profesora le tranquiliza: el tipo al que vemos bailar al fondo del plano lleva solo tres días y ya baila «mejor que Fred Astaire y Nijinsky juntos». En realidad, tal y como nos la presenta Garci, es una escena troceada en dos. El tipo entra en la academia, hay un corte a una breve escena en las taquillas del metro, y volvemos con él y la instructora ya inmersos en la conversación. Y acaba aun más repentina de lo que empieza, con un simple corte a otra en el Café Chicote.

    El ejemplo es uno de entre muchos posibles de la construcción fragmentaria de Tiovivo c. 1950, una estructura que inevitablemente lleva a pensar en obras como La colmena. Esto es, una colección hipercoral de estampas que erige una visión de conjunto de la sociedad de su época —la España franquista de los cuarenta en el caso de Cela, la de los cincuenta en el de Garci—. Por norma general, las estructuras «disgregadas» del estilo tienden a leerse desde dos automatismos críticos. Uno, recién mencionado, el retrato sociológico. El otro, la virguería narratológica. Esto es, la capacidad del narrador de turno de trabar conexiones sorprendentes e imposibles entre los destinos de sus personajes. Véase, por ejemplo, el paradigma de Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999).

    Obsérvese que los dos ejemplos invocan la metáfora de su estructura en el propio título. Cela evoca el perfecto ensamblaje de la colmena, celda a celda para formar un todo discernible en su regularidad. Anderson el recorrido intrincado de la magnolia, ramificaciones sin demasiado concierto de las que importa la belleza de sus florecimientos.

    ¿Dónde situamos a Garci entre estos dos (más o menos) opuestos? El tiovivo del título puede pensarse en términos de circularidad, nostalgia y microuniverso. Esto es, el tiovivo como un pequeño mundo construido a base de figuras reconocibles y asociadas a la niñez, cuya circularidad no entraña tanto un sentido histórico como sentimental: uno siempre quiere volver a subirse y ver de nuevo a ese mundo que se ha puesto en marcha para nosotros —el tiovivo se parece mucho a esa película predilecta que de niños veíamos tantas veces como hubiera oportunidad—. Y el tiovivo, no es cosa menor, aparece expresamente en varias escenas para que, ya arribado el desenlace, lo contemplemos con el asombro de quien reconoce que una película nos ha llevado por caminos inesperados. Si ven o vuelven a ver Tiovivo c. 1950, no dejen de admirar la cadena de acontecimientos que hace que una maqueta de tiovivo pase del escritorio del director de un banco de Madrid a manos de Acisclito, el niño del alcalde de Cogolledo de la Sierra.

    Digámoslo así: la película de Garci se presta a la lectura en clave sociológica cual colmena así como a la creación de una red de ramificaciones y engarces espectaculares cual magnolia, pero ninguna de las dos termina de explicar bien dónde reside su fascinación. Quizá volver sobre la escena que citaba en el párrafo de apertura y ver hasta dónde nos lleva me sirva mejor para localizarla. Tomemos de esta una imagen:

    En principio, la planificación de la escena no tiene mucho misterio. Plano medio conjunto dorsal, sucesión de primeros planos-contraplanos con escorzo, y vuelta al anterior. Sabemos la admiración de Garci por el cine clásico americano, y aquí su forma de poner en escena la conversación bebe de su aparente sencillez. Pero no olvidemos que esa sencillez, esas pocas normas de escritura, son la vía para abrir universos enteros con solo unas pocas variaciones.

    Me interesa detenerme en la composición del plano citado porque es además muy similar a la de otros muchos de la película —incluyendo el que la abre—. Esto es, tres términos de profundidad muy marcados por las separaciones escenográficas. En primer término la conversación, en segundo la ambientación y al fondo una salida al exterior. Si empezamos con esto último, ya obtenemos una norma de funcionamiento extensible a todo el filme. Los planos siempre dejan un resquicio abierto a los exteriores, ya sea en forma de entradas al fondo de los planos, ya sea mediante perspectivas desde afuera pero cuya vista se limita al adentro.

    Hay, claro, una primera razón de índole práctica. Garci encierra la película en interiores por la dificultad de recrear los exteriores del Madrid de los cincuenta. Pero una vez aplicada como principio, lo que descubrimos es que la renuncia al exterior lo configura como un permanente fuera de campo inaprehensible y amenazante. Del exterior llega la censura que obliga a trapichear con libros en los baños, la orden de fusilamiento que rompe a un personaje, o los policías que se llevan detenido a este cliente del café:


    «La película de Garci se presta a la lectura en clave sociológica cual colmena así como a la creación de una red de ramificaciones y engarces espectaculares cual magnolia, pero ninguna de las dos termina de explicar bien dónde reside su fascinación».



    Sendos planos, consecutivos, son inmediatamente posteriores al de la academia de baile que he citado unas líneas más arriba. En muchas ocasiones, Garci traba unas continuidades bellísimas entre diferentes escenas a partir del fundido encadenado, otro recurso que hereda del Hollywood clásico —por ejemplo, el pelo rubio de la actriz argentina que se disuelve en un café solo—. Pero no aquí. Aquí, el momentín de calidez entre la instructora y el banquero se interrumpe de súbito y, mediando un corte seco, tenemos a esos dos personajes que han tomado por asalto la imagen y que —observen el segundo plano— encajonan a ese joven con el pelo más largo de la cuenta. Después viene una escena de detención sin explicaciones, triste y concisa, pero con estos dos planos y la manera de introducirlos mediante el montaje ya está todo dicho. El tercer término de la composición del plano en la academia nos recuerda entonces una verdad amarga: esas puertas que dan al exterior pueden abrirse en cualquier momento, puede que sin que nos demos cuenta.

    Ahora bien, esta representación del no-exterior construye una amenaza, pero sobre todo un repliegue al interior que permite a la película desplegar todo su componente afectivo. Fíjense en estos dos fotogramas, que tomo de un mismo plano con apenas unas décimas de diferencia:


    «El montaje a base de fragmentos no está hecho para enunciar críticas a ese tipo de comportamientos humanos, sino para enunciar la humanidad pese a ese tipo de comportamientos».



    El plano se sitúa al final de la mentada escena de la detención. De modo que, observando el primero, ya pueden hacerse una idea de lo que ha ocurrido. Las miradas al unísono crean unas líneas de composición hacia la puerta al exterior por donde acaban de llevarse arrestado al joven. Pero en cuestión de un par de segundos, el plano pasa de centrípeto a centrífugo en cuanto cada mirada vuelve a su mesa y —solo con ver el fotograma ya se puede oír— el rumor de las múltiples conversaciones vuelve a llenar el café.

    En la manera en la que todas las cabezas giran en perfecta sincronía, tanto de ida como de vuelta, hay una imagen muy dolorosa de toda una pasividad social. Cada parroquiano entiende lo que ha pasado y lo que va a pasar, pero se limita a seguir con sus asuntos. Garci acaba la escena al poco y la deja suspendida en esa nota amarga. Pero la significación de ese gesto colectivo se queda en poca cosa si tenemos en cuenta que el montaje a base de fragmentos no está hecho para enunciar críticas a ese tipo de comportamientos humanos, sino para enunciar la humanidad pese a ese tipo de comportamientos.

    Recurro a otro ejemplo que, creo, ilustra de forma muy sintética cuál es el proceder de Garci ante sus criaturas. Tomemos una de las primeras escenas, en las que un estraperlista vuelve a su pensión tras una jornada un poco más tensa de lo habitual. Al peligro ordinario de acabar en el calabozo se le une la sentencia de muerte de su hermano, que ya va desvelándose como irreversible. Una vez Garci nos ha dejado ver sus tensiones acumuladas, nos concede un gesto de pura intimidad. Nos abre las puertas de su habitación y la recorre con dos movimientos de cámara de una limpieza expresiva admirable:


    «Tiovivo c. 1950 es una película que hay que explicar no en términos de coralidad o tejido esmerado de redes sino de acumulación —cada fragmento individual se engrandece por la suma de las partes, que no al contrario—; y no en términos de retrato sociológico sino de creación de un universo afectivo»



    Vean. El primero, un paneo de seguimiento que nos deja ver al personaje caminando suavemente por la estancia para no despertar a su mujer. El segundo, un zoom in que se acerca a la par que él termina de desvestirse, se frota las manos para calentárselas y se mete bajo las mantas. Hay una carga de intimidad enorme, casi incómoda, en entrar en la habitación de un tipo y ver cómo se quita la chaqueta y los pantalones. Algunas películas la dan por hecha, y otras saben cómo poner (o localizar) en escena toda su calidez. Fíjense que Garci alcanza aquí lo segundo por acumulación a base de las escenas previas, pero también por una manera de iluminar la intimidad casi en penumbra y, sobre todo, por filmar los gestos íntimos. Acoplarse, movimiento de cámara mediante, al hombre que camina de puntillas o que busca el calor de la cama entraña un gesto estético de reconocimiento del gesto corporal. Un zoom en el momento preciso se convierte en la manera más bella que Garci tiene de enunciar que, sí, hace frío ahí fuera. Pero que su principal interés está en acercarse a la calidez.

    Entonces, Tiovivo c. 1950 es una película que hay que explicar no en términos de coralidad o tejido esmerado de redes sino de acumulación —cada fragmento individual se engrandece por la suma de las partes, que no al contrario—; y no en términos de retrato sociológico sino de creación de un universo afectivo. El referente más adecuado que se me ocurre no es Cela o Anderson, sino Benito Pérez Galdós, por el que Garci profesa una admiración nada oculta. No es solo una cuestión de que coincidan en su gusto por el diálogo coloquial, por los escenarios populares madrileños, o incluso que el cineasta lo haya adaptado más de una vez. Se trata, por encima de todo, de comprender que lo más importante de Fortunata y Jacinta no tiene que ver con Fortunata ni con Jacinta. Al menos en mi caso, lo primero que acude a mi memoria de la novela son las tertulias de Juan Pablo Rubín en los cafés, las divagaciones de José Ido caminando por Lavapiés, Estupiñá pegando la hebra en cada tienda de la ciudad. Es decir, la manera que encuentra Galdós de insuflar vida a cada personaje con unos pocos detalles banales de diálogo y comportamiento, y la manera que encuentra de conectarlos no por la trama sino por la sensación construida, pincelada a pincelada, de que están juntos en ese microuniverso que más que el Madrid de la Restauración, es el Madrid de Galdós.

    Digámoslo volviendo a Tiovivo c. 1950 y a la manera en que se cierra con un baile, esta vez con un único término de profundidad que arrebata todo el plano, en la academia de marras. Hay, claro, un placer estético en ver a dos personajes que danzan como Fred Astaire y Nijinsky —al fin y al cabo, pocas cosas hay tan cinematográficas como un baile en el que la cámara toma parte—. Pero hay una sensación mucho más intuitiva, más inaprehensible, de que toda la película —o todo el Madrid de Garci— no es más que una forma de poner a danzar sus múltiples pedazos de vida. De que la idea no sea tanto que aunque haga frío ahí fuera nos quede bailar, sino que la vida misma es un baile hermosísimo. Pese al frío. ⁜


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