|| Dosier Michael Mann (IV)
Cine en condicional
La fortaleza (The Keep, 1983)
José Amador Pérez Andújar
ficha técnica:
EE.UU., 1983. Título original: The Keep. Director: Michael Mann. Guion: Michael Mann (novela: F. Paul Wilson). Producción: Richard Brams, Colin M. Brewer, Theresa Curtin, Gene Kirkwood, Hawk Koch, Gavin MacFadyen. Productora: Paramount Pictures. Fotografía: Alex Thomson. Música: Tangerine Dream. Montaje: Dov Hoenig. Diseño de producción: John Box. Reparto: Scott Glenn, Alberta Watson, Jürgen Prochnow, Robert Prosky, Ian McKellen, Gabriel Byrne. Duración: 96 minutos.
EE.UU., 1983. Título original: The Keep. Director: Michael Mann. Guion: Michael Mann (novela: F. Paul Wilson). Producción: Richard Brams, Colin M. Brewer, Theresa Curtin, Gene Kirkwood, Hawk Koch, Gavin MacFadyen. Productora: Paramount Pictures. Fotografía: Alex Thomson. Música: Tangerine Dream. Montaje: Dov Hoenig. Diseño de producción: John Box. Reparto: Scott Glenn, Alberta Watson, Jürgen Prochnow, Robert Prosky, Ian McKellen, Gabriel Byrne. Duración: 96 minutos.
The Keep [la novela] me atrajo porque parece que el género del terror sea trasladado a otro escenario que es el de los sueños. La mayoría de las películas de terror intentan buscar una explicación a un tipo de sucesos paranormales apoyándose en argumentos casi científicos. En los sueños esas cosas no se explican, simplemente están ahí con un poder inimaginable. [1]
(Michael Mann)
(Michael Mann)
Empecemos diciendo que The Keep no es una película per se, sino más bien una posibilidad. La clave para poder adentrarse en la propuesta de Mann es la de utilizar el tiempo condicional, es decir, contemplarla con una actitud que nos mantenga «a la escucha», amparados en el recelo más absoluto de sus imágenes, procurando imaginar las posibilidades que tuvo y no aprovechó. Verla desde la hipótesis. Si excavásemos en ella, y no haría falta profundizar mucho, descubriríamos muchos errores, los más importantes los que están depositados en su veta narrativa. Así pues, su resultado final no tiene coartada posible. ¿De qué estamos hablando entonces si, como decimos, no llega ni siquiera a un estatus fílmico?
Digamos ahora que The Keep es un producto hollywoodiense, propuesto por una major que, como sucede ahora aunque por otras crisis, andaba de capa caída. Cuando su director terminó de rodar en los míticos estudios Shepperton de Inglaterra, cayó en manos de la Paramount un bruto ingente de celuloide con el que poder jugar. La visión de Mann estaba ahí, pero lo que entregó a los cines fue otra cosa. Una ficción de noventa minutos que en el resto de Europa (España incluida) pasó al boyante mercado del direct to video.
Nunca sabremos cuál era fue esa visión del director que se perdió por el camino, pero parece que frente a la hora y media oficial, tenía prevista una versión de tres horas y cuarto. Él mismo no parece interesado en aclarar el tema:
Ya no existen los materiales originales […]. Fue un placer rodar The Keep junto a gente como John Box, diseñador de producción con varios Oscars a sus espaldas que hizo unos maravillosos sets en Shepperton […]. Pero lo trágico fue que Wally Veevers, supervisor de los efectos visuales de películas como 2001: Una odisea del espacio, muriese durante la posproducción. […] Y la verdad es que nunca supimos cómo había planeado combinar todos esos efectos visuales […]. Es mejor que The Keep se quede donde está, en su cuneta histórica.
Debido a esa orfandad en los efectos visuales, el público tuvo que conformarse con una colección de versiones de la película que con el paso de los años han ido circulando por medio mundo, alimentando su malditismo. Una de esas copias quizá fue la que vi para confeccionar este análisis y, contrariamente a lo que cualquier espectador o incluso el propio Mann pueda pensar, creo que se compone de lo único «salvable de la quema» de todo lo que se llegó a rodar, siendo el resto pasto del mito. Para llegar a esta conclusión me apoyo en un nombre, Dov Hoening, el responsable del montaje.
Estamos hablando de un colaborador esencial que trabajó con el director casi dos décadas hasta El dilema (The Insider, 1999). Un hombre que ha construido en su sala de montaje secuencias que, en algunos casos, son lo primero que recordamos de sus películas. Él fue el responsable de organizar el caos en The Keep y, gracias a él, quizá podremos llegar a discernir algo navegando en condicional entre la niebla de confusión que atesora el filme. Justo una niebla persistente funciona como telón de fondo en los títulos de crédito. Un manto vaporoso que se va disipando a medida que aparece primero el paisaje y después unos camiones alemanes. Nos adentramos con ellos en los Cárpatos rumanos, donde se supone que tienen que estar bajo vigilancia del Tercer Reich,una cuestión geoestratégica que el film no lo llega a explicar, como tantas otras cosas. Mann regresa a la banda berlinesa Tangerine Dream que tan buenos resultados le dio en Ladrón (Thief, 1981) para hipnotizarnos de nuevo con la música, para trasladarnos quizá a ese mundo de sueños y pesadillas que estaba en la génesis de su adaptación. En cualquier caso, esa niebla parece escenificar un estado de vigilia en la presentación, pero acaba en un soporífero desenlace dejando entre medias un desarrollo irregular y lleno de contradicciones avasalladoras. Personajes que desaparecen de la trama, otros que aparecen inesperadamente, suplantándose sin ninguna lógica narrativa. Desde la técnica tampoco se otea nada positivo. Tenemos efectos de maquillaje, que más que ocultar, visibilizan las taras del rejuvenecimiento del doctor Cuza (Ian McKellen) de los poderes del misterioso Glaeken (Scott Glen), sin olvidarnos de una de las escenas menos eróticas de todos los tiempos entre éste pre-Terminator y la prescindible chica en apuros, Eva Cuza (Alberta Watson). Sin embargo…
El comienzo de The Keep (no más de ocho minutos) parece erigirse como el mismísimo faro de Alejandría, iluminando el resto de la trama para que no se hunda en el mar de la ofuscación. Mientras que el resto del film barrunta hacia un desorden narrativo, hacia una descoordinación técnica sin precedentes, en la prótasis del relato todo parece estar medido expresivamente, ubicado en su justa posición dramática, poseyendo la medida exacta de información descriptiva para mostrarnos una pieza de orfebrería que veremos transformarse en barro.
Es como si Mann comenzase por la edificación del sueño y acabase en una pesadilla frustrante. En sus palabras: «Como cuando estás frustrado en un sueño porque no puedes salir, encerrado en el mismo movimiento, uno que no puedes parar» [1].
Que The Keep es un error resulta incuestionable. Pero a favor del argumento de que sea uno asumido por su propio creador está el que lo haya dejado a la vista; más aún cuando, a medida que ha ido desarrollándose su carrera, hemos visto cómo ha ido corrigiendo los fallos de sus dos primeras películas en el camino a su madurez creativa. Si comparamos el trabajo de luces en la apertura de Ladrón (1981) con la luz reflejada en diferentes superficies cristalizadas de algunas secuencias de Heat (1995) por ejemplo, vemos que aunque su trabajo fotográfico es diferente, sus esquemas de luz parten de un mismo código abstracto: reflejar la luz sobre un cristal. No se parecen en nada pero parten de un mismo sitio: podemos probar que ambas propuestas pertenecen a una evolución, una que también muestra The Keep —a la que podemos considerar un catálogo técnico de hallazgos visuales, en el que Mann experimenta con sus influencias— con esa ambientación casi telúrica y lovecraftiana en algunos momentos de su metraje. Decíamos que las tropas alemanas llegan a un paso fronterizo en Rumanía (Paso Dinu) y lo hacen en dos oleadas, como si Mann quisiese mostrar dos puntos de vista, dos concepciones del mundo, totalmente antitéticas. El primero en hacerlo es el capitán Woermann (Jürgen Prochnow) y media hora después será otro capitán, Kaempffer (Gabriel Byrne) quien lo haga. Dos opuestos que se cruzan, colisionan, en esa encrucijada, más psíquica que física, en la que se convierte el paso.
No es una novedad en la floreciente carrera del director. Dos tipos de moral que nunca podrán convivir juntas sino enfrentadas. Es como si quisiese repetir el esquema de Ladrón, entre lo que significa y representan Frank (James Caan) contra Leo (Robert Prosky) o, adelantándonos unos peldaños más en su filmografía, la relación tóxica entre dos formas muy distintas de llevar una investigación como son las del agente del FBI, Will Graham (William Peterson) o el Doctor Hannibal Lecktor (Brian Cox), pero quizá donde mejor se pueda probar esta disociación sea en el apartado visual, y El último mohicano (1992) contiene un momento cargado de esa desconexión entre caracteres: Chingachgook (Russell Means) se queda quieto frente a Magua (Wes Studi), preparado para ejecutarlo. Son apenas unos segundos pero llaman poderosamente la atención, precisamente por el tono pictórico del efecto, por la congelación del plano frente a la carrera anterior de Ojo de Halcón (Daniel Day-Lewis) y Cora Munro (Madeleine Stowe) apoyando ese periplo de venganza e ira. Esa parada en seco de ambos escenifica a la perfección esa disputa que jamás tendrá fin. Pues bien, esto se encuentra incrustado en la génesis de The Keep, ya no solamente desde un posicionamiento narrativo sino también desde uno formal. Pero antes, la clave por donde se filtra todo: solo a través de lo onírico se puede penetrar en la diégesis.
▼ Comienzo de The Keep. Planos 1-6.
Para ver, primero hace falta luz. Alguien enciende una cerilla (plano 1), pero la llama no es suficiente, necesita del efecto óptico para poder ser proyectada, para poder ser exhibida. Un encadenamiento responde a su fulgor, y entre planos se parapeta un pequeño homenaje a una de las transiciones más bonitas del séptimo arte: Lawrence de Arabia y su encadenado al desierto con el soplo que apaga una vela. El relampagueante golpe luminoso se dispara sobre el espejo retrovisor derecho de uno de los camiones que se dirigen al Paso Dinu (plano 2). Con esta minúscula transición queda zanjado el esquema: reflejada la luz sobre una superficie, el relato puede desarrollarse.
El hombre que ha encendido la cerilla y la dirige hacia un cigarro es el capitán Woermann, y lo primero que hace es observar (plano 3). No tardará mucho en cerrar sus ojos (plano 4). Lo siguiente que vemos ya no es un paisaje sino una abstracción (plano 5). No se sabe muy bien si algo que está pasando delante del militar o algo que fabrica en su mente. Vemos un poco más tarde, con un ligero paneo hacia la izquierda, que lo que está observando es el reflejo del agua de algún lago (plano 6). Nos adentramos en territorio de Hipnos. Y aquí ocurre algo verdaderamente interesante, recordándonos ese golpe luminoso en el espejo retrovisor del camión segundos antes: ¿y si eso era lo que tenía en mente el director? El adentrarnos en un sueño donde todo es posible (recordemos sus palabras, «en los sueños esas cosas no se explican»), donde el modo condicional es el ejecutor de la narración y de unos hechos caóticos que, desde su misma génesis y hasta su final, no dejan de cuestionar la propia percepción visual del espectador preguntándose si es real o no lo que están viviendo los personajes del relato. Suena mejor teorizado así que lo que la películas nos ofrece. O no. Al fin y al cabo, ¿cómo se representa un sueño?
Permítanme un desvío para explicar la postura de este análisis. A su izquierda aparecerá la versión de Woermann, el Nazi bueno (si eso es posible), aquel que no busca una primera confrontación con los habitantes del Paso Dinu, más bien un entendimiento entre sus líderes. A su derecha, la versión de Kaempffer, digamos que el Nazi Nazi, aquel que primero dispara y después pregunta. Los actantes llegan al escenario pero sus modos de habitarlo son diametralmente opuestos. Son líneas paralelas que jamás se cruzan en un mismo camino. Son dos tipos de variaciones de una misma acción, la de penetrar en un territorio ignoto desde la perspectiva inocente de pensar en descubrir sus secretos, o desde la arrogancia de creerse por encima del bien y del mal.
▼ Dos escenas que se espejan entre sí. Columna izquierda: variación Woermann; columna derecha: variación Kaempffer.
La variación Woermann está presentada a cámara lenta y, aunque las miradas de los habitantes rumanos dicen mucho, predomina la concepción, casi ilusoria, del tiempo suspendido. Pareciera que Woermann no solo está caminando hacia otra geografía, sino que está penetrando en otro tiempo. Él solo se enfrenta al torreón del título mostrándose débil frente al tamaño de la extraña edificación, caminando solitario como si siguiese dormido en ese sueño en que ha caído desde el principio. La variación Kaempffer es opuesta, a la velocidad habitual, al ritmo «creíble». Los habitantes del paso ni siquiera tienen la posibilidad de mirar extrañados y con odio a los invasores: los soldados del capitán Kaempffer apelotonan a los más jóvenes de la comunidad rumana y los fusilan sin miramientos. Luego viene la explicación y de esta manera Kaempffer también responde a la llamada del torreón, pero el plano se ha agrandado: no está solo, hay soldados en el margen inferior derecho y avanza, seguro y confiado, sobre su tanque. La confrontación es diferente, la llamada del torreón disímil.
Y hasta aquí lo que podría haber sido una excelente película de terror. Este fue el primer y único roce que tuvo Mann con el fantástico. A partir de esta derrota no volvió a pensar en agarrarse a ninguna excusa narrativa que no tuviese los pies bien pegados a la «realidad». Puede que si The Keep hubiese acabado de otra manera, la carrera de su director hubiese sido otra. Ya ven, seguimos construyendo en condicional. ⁜
Referencias
[1] Entrevista en el videoensayo Beyond reality, publicado en el canal de Youtube Celluloid Heroes.
[2] Heat and Vice: The films of Michael Mann, 11 de febrero de 2016, masterclass moderada por el crítico del New York Magazine Bilge Ebiri.
[1] Entrevista en el videoensayo Beyond reality, publicado en el canal de Youtube Celluloid Heroes.
[2] Heat and Vice: The films of Michael Mann, 11 de febrero de 2016, masterclass moderada por el crítico del New York Magazine Bilge Ebiri.