|| Críticas | ★★★☆☆ ½
Magdala
Damien Manivel
Amor profano
Miguel Martín Maestro
ficha técnica:
Francia, 2022. Título original: «Magdala». Dirección: Damien Manivel. Guion: Damien Manivel, Julien Dieudonné. Intérpretes: Elsa Wollanston, Olga Mouak, Saphir Shraga. Fotografía: Mathieu Gaudet. Sonido: Jérôme Petit, Agathe Poche et Simon Apostolou. Montaje: Damien Manivel. Compañía Productora: MLD Films. Productor: Martin Bertier. Duración: 78 minutos.
Francia, 2022. Título original: «Magdala». Dirección: Damien Manivel. Guion: Damien Manivel, Julien Dieudonné. Intérpretes: Elsa Wollanston, Olga Mouak, Saphir Shraga. Fotografía: Mathieu Gaudet. Sonido: Jérôme Petit, Agathe Poche et Simon Apostolou. Montaje: Damien Manivel. Compañía Productora: MLD Films. Productor: Martin Bertier. Duración: 78 minutos.
No es complicado obtener esas coordenadas identificativas presentes desde El joven poeta hasta Les enfants d’Isadora, incluso el elemento fantástico que culmina Magdala, cercano a una revelación mística, vendría precedido de ese último segmento que cerraba la fantástica presentación mundial del director con Le parc, mezcla onírica de miedos juveniles y ancestrales al mismo tiempo; especie de pesadilla de la que la protagonista se despertaba en medio de la noche, mientras en Magdala ese despertar equivale al ocaso y la oscuridad eterna previas a un renacer, propio del creyente, pero que en las imágenes de Manivel se identifica más con el reencuentro con el amado físico que con el amor espiritual o religioso. Y ello porque la película toma como protagonista a María Magdalena, sus últimos días sola, aislada, apartada del mundo; en una decisión irrevocable de no compartir existencia con quienes han acabado con su proyecto de vida.
Opta Manivel por dibujar a la mujer por encima de la figura bíblica. Su deambular, torpe, agotado, de subsistencia recogiendo frutos y bebiendo agua de lluvia, recuerda a ese movimiento ralentizado del monje budista protagonista de varias obras de Tsai Ming Liang, el movimiento desnudo y reflexivo de quien anda más pendiente de su mente que de su cuerpo, sobre todo cuando el cuerpo ya no es capaz de responder al estímulo de vitalidad y es consciente de su fin. Como los elefantes que se retiran hacia el cementerio ancestral, Magdalena repite sus comportamientos esperando el momento decisivo, su refugio en una caverna tras rememorar los tiempos felices del esplendor en la yerba (esos que sacarán sarpullidos morales de los viejos guardianes del orden establecido) reproducen la idea del sepulcro anticipado, oscuridad absoluta apenas mitigada por el resplandor de una vela que va agotándose y que ejemplifica el último aliento que se extingue, recordando a aquella escena reveladora de Erase una vez en Anatolia, cuando en medio de la oscuridad aparecía la belleza absoluta apenas iluminada por una vela.
Quizás sea la primera vez que Manivel cae en el estereotipo del efecto digital para su escena final, una ascensión a los cielos que tiene mucho de «La Pietá» de Miguel Ángel, pero lo que no puede negarse es que su relato sin palabras, con una escasa voz interior que pugna contra el acto antinatural de optar por la soledad absoluta, mantiene vivo su sentido de cine coreográfico de pocos personajes, con movimientos medidos al servicio de una experiencia que ha de entrar en el espectador por todos los sentidos y al que la música de Purcell y la iluminación de la caverna dota de una sensibilidad y un gusto exquisito a una historia de misticismo carnal. ⁜