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    Cine Alemán Siglo XXI

    Dosier Michael Mann | Ladrón (Thief, 1981)

    || Dosier Michael Mann (III)
    Del mecanismo al espejo
    Ladrón (Thief, 1981)


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    EE.UU. 1981. Título original: «Thief». Director: Michael Mann. Guion: Michael Mann. Producción: Richard Brams, Jerry Bruckheimer, Ronnie Caan, Michael Mann. Productora: Mann/Caan Productions. Fotografía: Donald E. Thorin. Música: Tangerine Dream . Montaje: Dov Hoenig. Diseño de producción: Mel Bourne. Dirección artística: Mary Dodson. Reparto: James Caan, Tuesday Weld, Willie Nelson, James Belushi, Tom Signorelli, Robert Prosky, Dennis Farina, Sam Cirone, Nick Nickeas, Walter Scott. Duración: 123 minutos.

    Dosier Michael Mann: índice


    And I had a sudden urge to become someone, someone like you
    Who started out with less than anyone I ever knew
    (Nick Cave & The Bad Seeds; Magneto)


    01. De un cierto funcionamiento

    Hay algo que siempre me fascina de la configuración narrativa de Thief y que desafía, de alguna manera, las convenciones clásicas tanto de la recepción del espectador como de la propia estructura de guion. Una suerte de punto ciego afectivo, de desmesura, de exceso que desborda la película y que hace que —tomemos aire— la recordemos justamente como una obra monumental. Por un lado, es evidente que Thief emerge y chapotea en un cierto lodazal dado por la convención y por la propia Historia del Cine: a los veinte minutos de película ya se han trazado con tanta claridad y con tanta sencillez todas las líneas de fuerza, los conflictos y los personajes principales que hasta el espectador menos avispado sabe perfectamente lo que va a ocurrir a continuación. Se podría pensar que no es sino un tic heredado, un guiño, un mal sueño de aquellas propuestas menos estimulantes del Modo de Representación Institucional de Hollywood que Michael Mann —repito, aparentemente— adapta acríticamente como si fuera una especie de mal ebanista postmoderno: claridad, concisión, placer del re-conocimiento. Thief se escribe, en apariencia, así: como una película de sobra paladeada, una golosina sin matices en las que un croupier aburrido arroja las mismas cartas de siempre sobre el tapete. Antihéroe, padre simbólico, padre monstruoso, ascenso y caída, rabia y traición.

    Por otro lado, en el momento en el que realizo el desglose de la estructura para preparar la crítica, me sorprende la sequedad, casi la rudeza con la que Mann ha dispuesto prácticamente todos y cada uno de los materiales: quizá con la excepción de la ingenua celebración en la playa, no hay ni una única escena en toda la película que no sirva en línea recta y con una fuerza pasmosa a ofrecer información clave o hacer avanzar el relato. No hay atajos, ni florituras, ni eso que Roland Barthes llamaba las catálisis. Arranca una escena concreta de la película y toda ella se deshará como un castillo de naipes. Arranca un plano concreto y toda la secuencia quedará coja, vaciada, huérfana. Ni siquiera las dos monumentales descripciones de los dos golpes principales de Thief son puramente «decorativas». Como si fuera el interior de una caja fuerte, la película está perfectamente ensamblada hasta el punto de que, sobre el papel, se muestra extrañamente rígida, imperturbable.

    Ahora bien, la cosa se modifica en el momento en el que me planteo la manera en la que Thief me golpea como espectador. Que los materiales de Mann son sobradamente conocidos por todos es una característica que podría suponer un demérito para la película, cuando en realidad el verdadero misterio que nos ocupa es cómo Mann hace de ellos un esquema de partida, un punto de partida sobre el que levantar un estremecedor castillo de naipes. Ahí está su labor portentosa como narrador, en cada uno de los escalofríos y los asombros que, sin salirse del corsé de la tradición, consigue ir disparando milimétricamente a lo largo de la narración. Y es que, digámoslo claramente, Thief es al mismo tiempo un perfecto mecanismo cerebral y una experiencia profundamente estremecedora.

    02. De Frank

    Ahí está, en primer lugar, el enigma que se encarna en Frank (James Cann), el protagonista sobre el que pivota toda la cinta y en el que Mann deja caer todo el peso del punto de vista. En efecto, asistimos pacientemente a los acontecimientos a partir de su piel, a partir de su mirada —véase, por ejemplo, el magistral plano de su mirada inicial, en el que con un estilema muy querido del director, se utiliza un zoom como una manera de encarar un imposible plano subjetivo.


    Vemos aquello que Frank observa, pero a su vez el personaje hace reverberar también la presencia de la enunciación: el agujero de la cámara blindada es también el propio objetivo de la cámara, y los diamantes secretos son esos pedazos desarraigados de la tradición que Mann «saquea» para ir haciendo avanzar el relato.

    Frank roba, golpea, asesina, y sin embargo, no lo hace desde una lógica puramente malvada —no es, por así decirlo, uno de los gánsteres monstruosos de la serie negra de Hollywood—, sino que su periplo por la destrucción responde más bien a una suerte de acontecimientos que tocan lo más profundo, lo más humano, lo más concreto de la experiencia universal. De ahí, sin duda, que Frank sea algo más que un simple títere o un trasunto recalentado de la tragedia griega. Sin duda, su tránsito por esas noches húmedas, agotadas, fotografiadas en salvajes verdes y azules, nos convoca por lo que toca a lo más subjetivo que imaginarse pueda: la pregunta por la reconstrucción de una vida truncada.

    Sin duda, Frank cifra su proyecto de futuro en esa fotografía absurda, ese collage de retazos que ha ido arrancando a su biografía a partir de los recuerdos, los sueños y las aspiraciones con las que se ha ido autoconvenciendo del ser humano que pretender ser.
    Idea, por lo demás, descabellada, ya que ese proyecto de vida, esa suerte de encapsulamiento de los sueños que recubren el Ideal-del-yo está plasmado ahí, precisamente, para ser destruido con rabia en el tramo final de la cinta.
    Y merece la pena señalar, además, la manera en la que Mann hace que esos dos planos (la presentación del sueño, su destrucción) se realice mediante dos planos semisubjetivos que corresponden a dos miradas: la de Jessie (Tuesday Weld) y la del propio Frank. Al comienzo de la película, el protagonista comienza realizando el acto más osado que imaginarse pueda: legar a la mujer amada esa imagen, confiar en ella sus propios planes y, lo que sin duda resulta más resbaladizo, incorporarla en ese tapiz complejo de ideales, máscaras y deudas en las que Frank hace colapsar su propia naturaleza.
    Ahí mismo, en esa posición concreta, podrías estar. Es decir, ella puede encajar en el complicado puzle con el que Frank acuna sus miedos cada noche, en esa clepsidra que va agotando una vida que se dirige a toda velocidad hacia el abismo. «Nadie puede impedir que cumpla mi sueño», afirma Frank, frase que a estas bajuras del partido todos sabemos que pertenece a la más absoluta incoherencia y que disparará de manera inevitable todo el engranaje dramático. En primer lugar porque, como bien saben, nada más absurdo que ese mantra de la autoayuda contemporánea que nos invita a pelear por los sueños y nos promete la infalibilidad por el mero hecho de formularlos (Si puedes imaginarlo, puedes conseguirlo, y zarandajas similares). En segundo lugar, porque nada les parece gustar más a los pequeños dioses del relato que un protagonista que desafía al destino con su voluntad.

    Frank, por supuesto, es voluntad, aunque haya errado absolutamente todo su camino. Poco menos que secuestra y encarcela a la mujer que ama. Como no puede tener un hijo, lo compra. La verdad, por supuesto —y aquí se encierra el germen de lo que años más tarde desembocará en esa obra maestra total que será Heat (Michael Mann, 1995)—, es que Frank no es ni marido, ni padre, ni nada que no dependa estrictamente de ese significante amo con el que la propia enunciación lo designa:
    Thief. Ladrón. No es nada más —ni nada menos que eso—, y de esa única palabra tendrá que dejar caer todas sus acciones. De hecho, la película está diseñada como un aparente triángulo de padres que hacen rebotar al protagonista en una endemoniada máquina de Pinball existencial: un padre simbólico que le enseñó a robar y con el que ha contraído una deuda emocional inconsolable, un padre satánico que le permite seguir robando y con el que contrae una segunda deuda económica incapaz de saldar y, finalmente, su propia posición con respecto al pequeño David, niño robado y sin palabra por el que, en fin, Frank tampoco parece sentir gran aprecio más allá de un plan de planos más o menos forzados.

    Frank es ladrón, y cualquier mecanismo que escape a esa verdad tan sencilla —ese «un último golpe y nos retiramos» tan querido a la tradición del género—, es recibido por la enunciación con tremendas carcajadas irónicas. El final, por supuesto, es ambiguo: sabemos que los últimos quince minutos son una inevitable espiral de destrucción y de quema ritual en el que el protagonista podría redimirse —¿de quién?, ¿de sí mismo y de sus malas acciones?—, pero lo cierto es que no terminamos de entender qué es lo que puede surgir de todo aquello. Muertos ambos padres (simbólico/satánico), quizá se abriría ante él un espacio de libertad más o menos vinculados a la tradición del western, tal y cómo sugiere el movimiento de grúa final con el que cierra la cinta. Sin embargo, allí es precisamente donde Mann clausura, en ese horizonte abierto que parece un happy end pero que parece dominado por una suerte de sombra imposible de dominar. En efecto, Frank ha arrancado su libertad de un montón de cadáveres, si bien no sabemos muy bien qué hará con ella ahora que su proyecto de vida ha sido convertido en, como hemos visto, una fotografía arrugada y arrojada a la calzada.

    03. Del funcionamiento de Frank/Mann

    Este pequeño rodeo nos permite regresar a lo planteado en los párrafos iniciales con una mirada ligeramente escorada. Si señalaba que Thief tiene una doble naturaleza mecánica/afectiva, es porque su drama es exactamente el mismo que sufre su protagonista. La escritura se confunde con el vagar mismo del personaje —y, por ende, con la propia mirada deslumbrada del espectador. Mann comienza a rodar bajo el peso aplastante de una tradición que arranca en el Precode de Hays —de hecho, mucho antes, con La ley del hampa (Josef von Sternberg, 1927)—, y que se compone de no pocos padres simbólicos que se han preguntado por la naturaleza del criminal. Ellos han trazado, como en la foto de Frank, toda una colección, una amalgama de imágenes y posiciones que le marcan a nuestro protagonista su propio trayecto: Tu podrías estar aquí. La verdadera dificultad, el truco de magia asombroso, es la capacidad de Frank/Mann para hacer que todo eso salte por los aires y dirigir de nuevo al cine a un territorio extrañamente nuevo, complejo, en el que habrían de florecer la ya mentada Heat pero también las dalias oscurísimas de Collateral (2004) o Corrupción en Miami (Miami Vice, 2006). Todas ellas tienen tics televisivos —ya estaban en Thief, por ejemplo en ese incomprensible reencuadre de las olas del mar tras la estampa familiar—, pero también están enclavadas en territorios narrativos y visuales que no hemos terminado de digerir y que nos siguen pareciendo, hoy en día, extraordinariamente sinuosos, actuales e incluso proféticos. Son trozos de noche, de neón y de cuerpo, elementos que ya estaban en la película de 1981.

    Por lo demás, sin duda, qué complejo resulta seguir reuniendo los pedazos de estos hombres rotos para configurar ese viejo truco de magia: la pantalla de cine como espejo, el espejo como espacio para la mirada de la cámara/personaje y, por lo tanto, la necesaria y nunca abandonada necesidad de hacer del cine un espacio para la verdad.


    Espejo en el que golpearse, dicho sea de paso. ⁜

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