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    Cine Alemán Siglo XXI

    Y ella escribió su historia en su cuerpo (II). Apuntes personales sobre «El acontecimiento»

    || ENSAYOS
    Y ella escribió su historia en su cuerpo
    (II)
    Apuntes sobre «El acontecimiento» («L´événement», Audrey Diwan, 2021)


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    Francia, 2021. Título original: «L'Événement». Dirección: Audrey Diwan. Guion: Audrey Diwan, Marcia Romano, basado en el libro «El acontecimiento» de Annie Ernaux, publicado en el año 2000. Productores: Alice Girard, Edouard Weil. Compañías productoras: Rectangle Productions (Edouard Weil, Alice Girard), France 3 Cinéma, Wild Bunch, SRAB Films. Fotografía: Laurent Tangy. Música: Evgueni y Sacha Galperine. Montaje: Géraldine Mangenot. Reparto: Anamaria Vartolomei, Kacey Mottet-Klein, Luàna Bajrami, Louise Orry Diquero, Louise Chevillotte, Pio Marmaï, Sandrine Bonnaire, Anna Mouglalis, Leonor Oberson, Fabrizio Rongione. Duración: 100 minutos.

    «Tras cuarenta y tres años, mi vida aún no se ha convertido en mi vida. Podría ser perfectamente la vida de otra. Solo cuando deje de ser la insoportable repetición de los acontecimientos, será mía».
    (Unica Zürn, El hombre del jazmín y otros textos, p.93)

    I.

    Cuando una película funciona —suelo decirlo— siempre es porque escribe algo en el cuerpo de cada espectador. Pensamos los encuadres y los planos en abstracto, como si flotaran mágicamente en una esfera puramente formal, portadora de significados, pero lo cierto es que después de la proyección, si hay suerte, suelen ocurrir ciertas cosas.

    Una sala de cine es, en el mejor de los casos, una comunidad de cuerpos que se someten a un discurso extraordinariamente potente, una experiencia corporal extrema que no pasa únicamente por el acto de mirar, sino que tiene que ver con el tacto, con la textura, con la extraordinaria materialidad de lo que allí ocurre. Imanol Zumalde (2006) ya escribió sobre la materialidad de la forma fílmica, pero hay otra realidad, un contraplano de la propia película que es, ahora y aquí, mi cuerpo de hombre (cuerpo sexuado, atravesado por ciertos discursos ideológicos, cuerpo atravesado de identificaciones que se revuelve a menudo contra ellas: el buen padre, el buen hijo, el buen hombre que no es tal cosa ni, probablemente, pueda serlo nunca).

    Miro El acontecimiento desde/con mi cuerpo de hombre. Es decir, que lo hago desde una constitución que nada tiene que ver con la de Anne Duchesne (Anamaria Vartolomei) y que mi lectura dejará fuera el núcleo central de pánico sobre el que vertebra la cinta (el cuerpo de una mujer, del que únicamente ella sabe y al que únicamente ella puede rendir cuentas), y sin embargo, ejerzo mi derecho a decir algo que no suplante, aplaste u ocupe aquello que debería ser central (la palabra/mirada femenina) porque, en tanto hombre, deseo aferrarme a esa parcialidad y porque mi cuerpo, voy a decirlo claramente, me duele después de la proyección.

    II.

    El acontecimiento es, empecemos por aquí, el relato de un cuerpo. En estos tiempos de idiocia gratuita (siempre interesada), muchos de mis contemporáneos tienden a perfumarse coquetamente en el seductor tocador del género hablando, en general y en abstracto, de «los poderes del cuerpo». En el límite, parecería que ciertos discursos profundamente conservadores se niegan a enfrentar la diferencia entre el cuerpo femenino y el cuerpo masculino, dejando ambas categorías felizmente hermanadas en una acrítica y muy políticamente (in)correcta generalidad que nada mancha, que no salpica de sangre, de semen, ni de tinta. «Los cuerpos». Así, como si todos fueran desveladores, poderosos, todos escrituras vivas que hablasen de la actualidad y que generan no pocos aplausos en redes sociales.

    La realidad es bien distinta. Cada cuerpo es un cuerpo, y sobre él, nos guste más o menos, caen en tropel todas las identificaciones demenciales de una historia/Historia a la que nunca se llega con las manos limpias ni con la mirada convenientemente conmovida por la postalita barata del «género». El problema de cada cuerpo es lo más íntimo de su subjetividad, su narración atragantada entre proctologías, cremas para el cuidado íntimo, tranquila-que-yo-controlo, la violación entre cinco hijos de puta en un portal, aquel chiste homófobo que soltamos en una fiesta de la facultad cuando íbamos borrachos, el miedo de madrugada cuando tu pareja tiene que volver sola de una fiesta y aquello de lo que nunca hicimos retuit. Cada cuerpo, tomado de uno en uno, es el relato abierto sobre el que se posa la forma fílmica cinematográfica y en la que se retuerce lo más concreto. De ahí mi defensa a ultranza del libro de Desirée de Fez —Reina del grito: Un viaje por los miedos femeninos (Blackie Books, 2020)— y de que se nos permita a los hombres confesar que también tenemos un cuerpo que debe ser atravesado/golpeado por El acontecimiento y tomar la palabra para hablar, por ejemplo, de este plano.

    Cercanía de la tecnología de la seducción, un imperdible para corregir el propio cuerpo —fíjense hasta qué punto es un cuerpo, y un cuerpo específicamente femenino, y fíjense hasta qué punto me interpela en ese plano tan cercano, tan rugoso, en el que se pone de manifiesto que ese gesto se realiza implicando a un hombre que mira, que puede mirar, que puede desear, como yo miro ahora mismo la pantalla.

    Y ese cuerpo, por lo demás, se ofrece a la mirada, una mirada cortocircuitada en el reencuadre —puesta en abismo: yo miro un plano en el que dos mujeres se miran al espejo, se preguntan por lo que ocurre ahí y fantasean con participar de los gozos y las sombras—, doble pantalla o pantalla abismada. La cercanía del encuadre de Diwan no me dejará respirar hasta que no entienda, minutos después de metraje, que todo ese aparato de seducción no es tanto para un hombreun cuerpo, un cierto sujeto deseado—, sino simplemente para una categoría fantasmagórica que es la de la seducción y que apunta, al fin, a ningún hombre. Y es que nadie podrá ser seducido por esos cuerpos ya que el encuentro carnal, en este contexto, está penalizado. Anatemizado. Pueden jugar con la fantasía de ofrecerse al deseo, pero nunca traspasar esa línea abrasiva en la que serán putas, como queda escrito por la propia protagonista.

    El cuerpo cuenta su historia, la de aquel momento que le hubiera gustado vivir —ser poseída, poseer, ser deseada, desear—, pero que quedará siempre del otro lado de la realidad. Sin embargo, nada tan real como la modificación de la materia del cuerpo que el propio imperdible genera sobre el sujetador. El cuerpo real puede sufrir en nombre del deseo, pero nunca puede gozar en su propio nombre.

    La experta en la modificación del cuerpo es, por cierto, la propia Anne.

    Ella algo sabe de sí misma porque, como sabremos en un momento, ya ha traspasado la línea. La cámara la retrata en un primer plano maravilloso: ella no está únicamente en el espejo, esto es, no queda atrapada por la fantasía viscosa de la tensión entre la virginidad y la maldición del coito. Ha decidido sobre ella misma y se ha entregado a un desconocido estudiante de ciencias políticas. Sabe de lo real, pero no sabe todavía que lo real ya se ha instalado dentro de ella misma y le pondrá en la tesitura de decidir. Vemos su rostro, pero no su escote (la marca de la seducción) ni su barriga (la marca de su embarazo). Su rostro, con la impresionante perspicacia con la que Diwan jugará una y otra vez el primer plano, es la prueba de que ella es algo más que lo que corresponde a la fantasía masculina y a la maternidad. Ella es una mujer. Puede transitar las dimensiones del sexo o de la familia si así lo desea —en otro momento le dirá a su ginecólogo que quiere tener hijos, pero no ahora—, pero hay un exceso de vida peligrosísimo en esa mirada escorada que capta la cámara.

    Muy pocas veces, pasados los años, he visto a una mujer mirarse al espejo con la misma profundidad de futuro en sus pupilas. Qué he robado yo como hombre, qué le han robado otros hombres a la mujer que admiro. Cantaba Leonard Cohen:

    Yes, and thanks, for the trouble you took from her eyes
    I thought it was there for good so I never tried


    III.

    La mujer se mira a sí misma. Acto preocupante para cualquier hombre, dicho sea de paso, porque siempre hay algo en la mirada femenina que queda fuera de nuestro control y que apunta a una dirección que se nos escapa entre los dedos. Ya no me interesa el «¿Qué quiere una mujer?» freudiano, sino, muy precisamente, «¿Qué quiere esa mujer?», porque repito, el problema reside en encontrar el cuerpo concreto —me niego a pensar ahora en términos esencialistas o universales—, que tiene que formular un lenguaje único para hablar sobre sí misma. Un lenguaje al que yo no puedo acceder salvo de refilón, mediante la escucha, y créanme: escuchar a una mujer no es cosa fácil. Preferiríamos el silencio alegre de la identificación —Me gustas cuando callas, horror de verso—, en lugar de aquello que consignó Pizarnik y que sigue poblando mis pesadillas: Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo. La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos.

    IV.

    El cuerpo de Anne pretende ser domesticado por las instituciones. La residencia, la medicina, la facultad, la familia, la ciencia, sabe Dios. Cada institución llega a su umbral con una máscara mortuoria en la mano y un caminito trenzado/trazado. La película es implacable en su dimensión de denuncia social: el cuerpo normativo podrá enseñar («Ser profesora», volveremos a esta idea) o podrá producir (trabajar en el viñedo, en el restaurante familiar, en las tareas domésticas). El cuerpo de Anne está atravesado por una lucha de clases que tiene una en-carnación (el chiste se cuenta solo) en el interior concreto de su vientre. La anatomía del cuerpo es siempre perversa: penalizar el goce, desterrar el placer, escribir el «certificado de embarazo» que impide escribir para siempre a la protagonista. El sistema tiene su lenguaje (recetas, diagnósticos, exámenes) y el cuerpo tiene sus síntomas (la ausencia de la menstruación, las náuseas, la sangre). Al final todo depende de una casualidad, un witz de un médico que, como Dios, se mantiene fuera de foco y en plena luz blanca: «Aborto involuntario».

    Anne, tumbada en la camilla, ocupando la parte inferior del encuadre, se desliza hacia el juicio sumarísimo, quizá se encomienda a los ángeles custodios del pánico -Guárdame, guárdame, otra vez, otra vez, mándame, mándame, ángeles, ángeles-, a la espera de que dos simples palabras acaben con su cuerpo en la Institución Definitiva (la prisión, el cementerio), o abran el horizonte de sucesos en el que pueda señorear sobre su vida y las palabras. Una mala directora hubiera terminado el filme en el fundido a blanco, pero Diwan sabe que Dios tiene sus propias costuras y que las leyes que guían Su mano pueden ser corregidas a veces por Sus criaturas. Por mucho que la vida sea Sagrada —y qué duda cabe, siempre lo es, incluso para la más atea de las criaturas—, se transmite en líneas quebradas que son tatuajes del trauma o cosa similar.

    El aborto es una partida de ajedrez con Dios que queda suspendida en el gesto cruel del destino y en el que nadie, absolutamente nadie, gana nada.

    Anne ganará su vida y la película no escribirá culpa alguna. Sin embargo, hay que ser muy desgraciado para no entender que su cuerpo es ya siempre repositorio de un dolor y un ejercicio traumático de sangre, agujas, cortes, sondas, angustia y horror que en nada tiene que envidiar a las miniaturas medievales que mostraban los tormentos de la Gehena. Ha conocido el infierno en la tierra. Dos apuntes breves sobre la planificación del horror. Un plano, mientras se practica una tentativa casera, en el que se recogen los gestos concretos de dolor.



    La planificación me recuerda extrañamente a los primeros planos del porno en los que se busca —de manera inútil, va de suyo decirlo— retratar el misterio del éxtasis femenino. Pongamos por caso —no lo tengo claro, es simplemente una hipótesis saqueada de los Estudios Culturales— que dicha escala de plano y esa distancia responda a un hipotético espectador heterosexual masculino que escruta el rostro femenino para confirmar a la vez el placer —lindante con el dolor o con el éxtasis místico— que sigue a la penetración.

    De ser así, aquí Diwan nos está plantando una sonora bofetada con la mano abierta. No simplemente porque lo horrendo del retrato cortocircuite cualquier tipo de excitación sexual, ni porque el rostro de la mujer sea una suerte de máscara agónica que no apunta sino a lo más concreto del tormento. Compárese, por cierto, con el primer plano de la actriz que reproducía anteriormente y se verá con claridad hasta qué punto aquí Anne está avejentada, ajada, hasta qué punto le ha caído encima el peso de su propia autodestrucción. Pero puedo llegar todavía más lejos. El hecho de que el plano sea un picado cercano y que esté levemente escorado remite explícitamente a esa escala superior en la que solía escribirse el Ojo de Dios, y por extensión, a la manera en la que generalmente se ha retratado a la mujer mística en su éxtasis. Con la salvedad, claro, de que aquí Diwan invierte dicha lógica y no quiere hacer una teodicea, ni siquiera una parodia más o menos blasfema. Lo que emerge es lo más radical, la materialidad absoluta, el instante concreto en el que el acto ocurre. Es una única historia, esto es, una única mujer, no una sinécdoque, ni un símbolo, ni un universal. Es Anne, camino a Gesetmaní.

    Me deslizo hacia el segundo plano que quería estudiar ahora.

    Aquí el rostro de Anne ya ha quedado completamente oscurecido. El trabajo compositivo parte de la línea de la mirada entre ella y la mujer que practica el aborto, una línea diagonal ascendente que se cruza con la V de las piernas y sitúa fuera de la mirada del espectador lo concreto del momento. Al contrario que en la pornografía, aquí no deseamos en absoluto mirar, nos aterroriza que la directora introduzca un primer plano —estoy pensando en Trabajo ocasional de una esclava (Gelegenheitsarbeit einer Sklavin, Alexander Kluge, 1973)—, desearíamos a toda costa una elipsis que nos evitara el sufrimiento de tener que mirar ese plano. Como Anne, tenemos que contener los gritos que nos suben por la garganta y que, sin duda, suplicarían un salto en la cinta, una elegante finta narrativa, un no tener que comparecer.

    Anne mira a la mujer a los ojos, y Dawin nos mira directamente a nosotros. El poder del plano fijo es insoportable y nos invita a perdernos en los detalles: la sangre, el ruido, los aparatos de la tragedia. Vuelvo a la cuestión de la materialidad: herir el sexo no es simplemente un acto político, sino también un acto biográfico —ya se sabe, lo personal es político y viceversa—, un gesto que Dawin sitúa en el contexto de la lucha de clases, pero mucho más acá, en el contexto de la piel misma y de la escritura misma. El cuerpo como texto, o aquello que apuntó Judith Butler:

    El problema no es que lo femenino se conciba como representación de la materia o la universalidad; antes bien, estriba en que lo femenino se sitúa fuera de las oposiciones binarias forma/materia y universal/particular. No será ni lo uno ni lo otro, sino que constituirá la condición permanente e inmutable de ambos: aquello que puede construirse como materialidad no tematizable (2002: 77).


    Lo «no tematizable» queda aquí aprehendido en el plano: siempre hay un exceso en el que Anne elige voluntariamente construirse a sí misma desde una lógica que, en buena lid, resulta insoportable para los que se han sentido ofendidos por la cinta. No es una cuestión que apunte a una colectividad alguna porque, precisamente, su decisión es radicalmente subjetiva —y, de nuevo, esto implica, radicalmente política. Construirse como sujeto aberrado, descentrado, es decir, poniendo explícitamente en peligro el funcionamiento del lenguaje, de las instituciones, de las escrituras y las etiquetas. Tomarse a sí misma como una mujer y no como cualquier mujer (santa, mística, apocalíptica o integrada, deseante o célibe). Pero para ello, es necesario señalarlo, necesita de esa otra mujer que manipula su cuerpo y que, de hecho, estará a punto de llevarlo a la frontera de la muerte misma. Ellas podrán hablar —y ojalá lo hagan— de la cuestión de la sororidad, la colectividad femenina y otros territorios. Por mi parte, no puedo sino quedarme atrapado en esa mirada que atraviesa el plano y de la que yo no podría escribir gran cosa.

    V.

    Anne, decía antes, modifica su objetivo a lo largo de la cinta. Descubre que no puede/quiere ser profesora, sino que su responsabilidad pasa explícitamente por la creación, por la escritura. Hay una literatura que puede/quiere/sabe analizar, por la que señorea abiertamente entre conjugaciones y anáforas. Sin embargo, en el exceso, la escritura de su cuerpo le ha llevado a la escritura confesional, a la bomba de relojería de la palabra escrita. Estamos en el mismo territorio que trazó Pilar Palomero hace unos meses, cuando terminaba -le debo el detalle al análisis que realizó Shaila García- en la completa dificultad de encontrar una voz.

    En esta dirección, me fascinó el siguiente plano.

    El profesor —figura hipnótica dentro de la película— quiere saber. Como todas las figuras masculinas de la cinta, es un ser ambiguo, extrañado, lleno de dobleces. Está problematizado por la presencia de Anne y por su fracaso, no entiende qué ocurre, no puede acariciar las líneas que llevan a la pérdida del saber, al fracaso escolar. Anne podría ser el futuro, y sin embargo, no puede mirarla cara a cara. Toda la conversación es un imposible raccord de miradas —él apenas puede alzar la vista— que se mantiene en ese plano fijo. Del lado del profesor está el espacio del saber: el encerado, la mesa, los ejercicios. Está perfectamente enfocado, iluminado lateralmente. Diwan deja que exploremos su particular lucha, el punto de vista le pertenece. Pertenece a la institución académica, pero de manera tangencial (la corbata suelta, la camisa mal planchada, el cuello abierto).

    Sin embargo, por la posición de cámara, parecería que el personaje está empequeñecido. Quiere saber, pero no tiene un lenguaje para realizar la formulación correcta, la hipótesis acertada. Es el límite mismo de la mirada masculina: frenar allí donde una mala respuesta puede hacer que todo explote por los aires —lo decía antes: no resulta nada fácil escuchar a una mujer que, por extensión, está apostando hasta el límite por tener su propia voz.

    Anne está desenfocada, convertida en una sombra que, sin embargo, es superior a la de su interlocutor. Extraña dimensión del poder —como el médico, el profesor podría destruir el futuro de Anne con un mal diagnóstico, un mal examen, si me permiten el juego de palabras. Mal examen médico/escolar, mal juicio, poco saber ante ese cuerpo que sabe demasiado: sabe, de entrada, que tiene un futuro y que goza. Anne, decía, se encuentra en la situación superior de plano porque llegará más lejos que el maestrillo dudoso, escribirá, aunque para lograrlo tenga que superar las más terribles de las pruebas. Extraña y dulce inversión de la Historia de los cuerpos: la mujer, condenada en el mejor de los casos a ser una profesora —formadora, conformadora, escultora escolar de otros cuerpos normativos— deviene pura literatura, escribe. Lo primero que escribe, por cierto, es su propia falta:

    Escritura en el diario, pequeña escritura, pequeña colección de los acontecimientos. De momento, nada. De nuevo, ella está fuera de foco pero domina el encuadre gracias al picado de la cámara. Escritura que, además, resulta incompatible con el saber médico, un saber publicado y que debe ser leído clandestinamente como el que no quiere la cosa.

    El uso del color es espectacular. Mañana grisácea en la biblioteca, una mujer que deja ver su espalda (vestido rosa) frente al muro azulado de esos tomos que se ordenan como soldados de un ejército anatómico. Lectura objetiva, gélida, saber científico. Escritura bajo control de cuerpos controlados, gráficos que exhiben con primorosa pulcritud una materialidad que nada sabe de la sangre, las heces o los cortes. Las cosas son así: fecundación, nacimiento. Todo lo que queda detrás de los tomos (las palabras impronunciables, las noches sin dormir, el pánico, los sesenta años de mierda que ronronean gozosos tras la buena doxa del pueblo, las amigas sacrosantas y los hisopos de los guardianes de la moral), eso es lo que Anne busca y no encuentra. Leer clandestinamente en la biblioteca. El saber sobre el cuerpo: postal pornográfica, manual anatómico. Pero nadie habla. Nadie quiere decir nada salvo algunos balbuceos acelerados y unos bisbiseos entre risitas. Nota bene: En 2022 estamos precisamente en el polo contrario, en el que cualquiera sabe ya lo que tiene que decir del cuerpo para conseguir likes, seguidores y retuits en redes sociales, pero deberíamos concedernos un momento de silencio y preguntarnos, salvajemente, hasta qué punto las bienaventuradas escrituras que dan café para todos —y que aplanan, digámoslo claramente, los verdaderos problemas del cuerpo— no son pura comunicación cero, conjunto vacío. Lo dijo la Zaranda: Ruido por la boca.

    A Anne no le vale, por lo tanto, lo que se ha escrito para «La Mujer» o «El Hombre» universal (esto es, anatómico; esto es, difusamente ideológico según apetezca). De hecho, su gran revolución hacia la escritura no pasa únicamente por el cuerpo. Pasa por la venta de sus libros.

    Y ahí, sin duda, la película de Diwan me parece una absoluta obra maestra. Vender los libros, vender El muro y el Don Juan, cambiar la propia libertad por unos cuproníqueles de mierda, hacerlo a la vista de todo el mundo, realizar una auténtica gesta contra esa literatura a la que, sin embargo, ella misma pertenece.

    Linda Walker me apuntará, a la salida del cine, una idea en paralelo: cuando busque el aborto no podrá sino cargar con los libros que quedan, hacer fuerza con/contra ellos, seguir a vueltas con la literatura, seguir buscando qué demonios ha ocurrido entre el libro impreso, el feto que no se marcha y la voz propia que no llega. Cargar con libros, desprenderse de ellos, golpearse contra ellos. Arriesgarse con ellos.

    De ahí que el último plano de la cinta se abisme sobre la frente de la mujer.

    Sin duda, sus detractores podrán decir que hay muchas cosas que quedan fuera de la película. En muchos casos —merece la pena señalarlo—, parecerá que les parece mal que la cinta no castigue, no aleccione, no cargue contra la mujer que finalmente, aborta. Hay una demanda de juicio que Diwan se niega a ofrecernos: Anne no muere, Anne no es detenida, Anne escribe. Anne vuelve a sí misma más allá de esa primera anotación en el diario (De momento, nada), y la propia enunciación lo hace al desgajar el tiempo narrativo que se imprime en pantalla (3 semanas, 12 semanas) y adoptar una nueva cronología que no pasa por el feto (5 de julio). El tiempo ya no es el de la posible vida que llega, sino el del mundo que deviene biografía y que permite que la decisión de Anne sea, pese al dolor y al trauma que arrastra, una decisión más en su vida. No la decisión de su (no) vida. ⁜


    BIBLIOGRAFÍA
    — BUTLER, Judith (2002). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Barcelona: Paidós.
    — DE FEZ, Desirée (2020). Reina del grito: Un viaje por los miedos femeninos. Barcelona: Blackie Books.
    — ZUMALDE, Imanol (2006). La materialidad de la forma fílmica: crítica de la (sin)razón postestructuralista. Bilbao: Universidad del País Vasco.

    ANEXOS
    Y ella escribió su historia en su cuerpo (I). Apuntes personales al hilo de «Annette» y «Titane». Aarón Rodríguez Serrano. EAM. (Leer)
    Realidad artificial, que no artificiosa. Crítica ★★★★☆ de «El acontecimiento». Mariona Borrull Zapata. EAM. (Leer).


    El acontecimiento, Audrey Diwan
    León de Oro de la Mostra de Venecia.

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