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    Cine Alemán Siglo XXI

    Francisca (Manoel de Oliveira, 1981)

    Amores de perdición

    Crítica ★★★★★ de «Francisca» de Manoel de Oliveira.

    Portugal, 1981. Título original: «Francisca». Dirección y guión: Manoel de Oliveira a partir de la novela Fanny Owen de Agustina Bessa-Luís. Música: João Paes. Fotografía: Elso Roque. Reparto: Teresa Menezes, Diogo Dória, Mário Barroso, Manuela de Freitas, Rui Mendes, Francisco Brás, Isabel de Castro, Duarte de Almeida, Nuno Carinhas, Alexandre Brandão de Melo. Arte- Zé Franco. Productor: Paulo Branco. Productora: V.O. Filmes. Distribuidora en España: Atalante. Duración: 166 minutos.

    «Lo que se aprende tarde ya no aporta experiencia, sino infelicidad». Esta es una de tantas frases rotundas, incluso hasta certeras, que atraviesan este drama con trampa. La persistencia en el error no hace sino incrementar el dolor, un aprendizaje en la senda del sufrimiento que no desdice la aseveración del rótulo. La citada trampa de la película invita a pensar que la novela en la que se inspira está escrita alrededor del tiempo en que la acción sucede. Que uno de los personajes encarne al escritor Camilo Castelo Branco ayuda a esa asociación; y sin embargo la novela no puede ser más contemporánea, fue publicada en 1979, con lo que la conexión con la idea del amor romántico decimonónico pierde ese punto de apoyo por más que la escritora Bessa Luis tuviera acceso directo, por una relación familiar lejana, a parte de la correspondencia mantenida por los personajes que, estos sí, reales, vivieron la experiencia que Oliveira decide, fielmente o no, eso forma parte de la creación artística, contarnos en pantalla. El trampantojo temporal conviene muy bien para adentrarnos sin el prejuicio del presente en el envenenado mundo en el que estos tres personajes, Fanny Owen, José Augusto y Camilo Castelo, deciden convertir su vida a partir de las diferentes concepciones de, un amor, digamos, romántico. Avanzamos en un drama de época que, dicho lo anterior, no es sino la reproducción presente (o del presente de 1981) de lo que se entiende debió ser un siglo antes una especie de juego perverso entre el deseo, la pasión, el honor y la venganza teñida de crueldad.

    Filmada justo después de Amor de perdición, Oliveira sustituye la autoría por la representación del autor. Camilo Castelo Branco pasa de ser quien ofrece el material de base para la anterior película de Oliveira a convertirse en uno de sus protagonistas. La cinta se configura como una especie de obra fundacional y referente del cine portugués posterior, no sólo para consolidar la filmografía del cineasta, quien sienta las bases de un triángulo de colaboración entre la escritora Bessa Luis,  el productor Paulo Branco y él mismo que se proyectará hacia el futuro en la dilatadísima carrera de Oliveira, quien no obstante contaba ya con más de 70 años de edad cuando filma Francisca. Película en la que, como curiosidad, por segunda vez Rita Azevedo se asoma al cine tras su labor como directora de segunda unidad en O construtor de anjos; aquí como encargada del vestuario, pieza estética primordial en la composición de las escenas de Francisca, película que concentra las coordenadas con las que el cine de Oliveira ha pasado a la historia del arte entre el ascetismo de su palabra no confundible con parquedad, la sobriedad actoral y la calmada representación de instantes intensos y definitorios del espíritu humano como si a lo pasional le conviniera un enfriamiento de lo que le rodea hasta hacerlo casi irreconocible.

    Viendo Francisca (o redescubriéndola aquellos que ya hubieran tenido ocasión de disfrutar de ella en filmotecas o pases inaugurales tras su reconocimiento en el Festival de Cannes de 1981), la conexión con piezas mucho más posteriores demuestra su influencia perdurable. No es solo que el cine de Oliveira se retroalimente a partir de una pieza redonda en sus proposiciones y ambiciones, sino que avanzado el siglo XXI obras como Misterios de Lisboa de Raúl Ruiz o La venganza de una mujer de Rita Azevedo encuentran su precedente más señalado en la pieza de Oliveira. La decisión de romper con el naturalismo en la representación actoral, decidir que los personajes no se dirijan los unos a los otros en sus conversaciones sino que hablen a la cámara mirando al espectador en vez de a los ojos de sus interlocutores, convierten Francisca, y como consecuencia al cine de Oliveira, en un conjunto con estilo propio e identificable, personalizado y que señala a su autor, donde la puesta en escena resulta tanto, o más importante, que el contenido de la palabra que no cesa, declamada más que pronunciada, irreal si se quiere por no obedecer a lo que se concibe como cotidiano. El choque entre lo que se dice, el cómo se dice y el cómo hasta no se reacciona en gestos, convierte al cine de Oliveira en un deudor de la palabra qus sustituye las imágenes ausentes por reacciones en nuestro cerebro al hilo de lo que escuchamos. El insulto, el arrebato o la ofensa quedan suspendidos en la imagen casi inmóvil, mientras los gestos y las caras parecen no reaccionar a lo que acabamos de oír, será la respuesta hablada la que sustituya al movimiento. Ese estar en pantalla como quien ha sido captado en una fotografía o en un cuadro y carece de posibilidad de movimiento también traspasa las generaciones y es asumido por cineastas ulteriores como seña de identidad en su forma de crear; ahí estaría el caso de Eugéne Green.

    Francisca, Manoel de Oliveira.
    Obra clave del mejor cineasta portugués de todos los tiempos.

    «La decisión de romper con el naturalismo en la representación actoral, decidir que los personajes no se dirijan los unos a los otros en sus conversaciones sino que hablen a la cámara mirando al espectador en vez de a los ojos de sus interlocutores, convierten Francisca, y como consecuencia al cine de Oliveira, en un conjunto con estilo propio e identificable, personalizado y que señala a su autor, donde la puesta en escena resulta tanto, o más importante, que el contenido de la palabra que no cesa, declamada más que pronunciada, irreal si se quiere por no obedecer a lo que se concibe como cotidiano».


    Dos hombres enamorados de la misma mujer, aunque inicialmente pareciera que cada uno se decantaba por cada una de las hermanas Owen, da paso a una rivalidad que oscila entre la completa ruptura de la amistad y la indisoluble unidad en la pugna de ambos por obtener el favor de la misma elegida, Fanny. Todo ello tras un soberbio ejercicio de esa contención gestual y cinética, como ocurre en la escena del baile de máscaras con el retrato de esa suntuosa sociedad de Oporto que protagoniza nuestra historia entre la ambición y la hipocresía. Son las cartas, y no es la única película de Oliveira donde una epístola juega un papel trascendental, las que marcan el ritmo de una película donde el personaje de José Augusto encarnaría al personaje de acción y Camilo al hombre anclado en la palabra. Algo que es tanto suplir vivir por imaginar con lo escrito que se vive, y así Fanny Owen se erige muy a su pesar en un personaje arrastrado por las convenciones sociales y el capricho masculino tras haber sido capaz de romper inicialmente con todas ellas dejándose raptar. La huida de Fanny con José, la carta descubierta que Fanny habría enviado a Camilo, y la promesa de matrimonio de José a Fanny que justifica esa huida, obligan a cada uno de los personajes a mantener la palabra dada aunque ello les encadene al sufrimiento durante décadas hasta que la muerte ponga fin al compromiso. Una palabra que, sostenida, no hace sino agrandar los ecos de la hipocresía donde todos pierden y sufren, pero quien más la propia Fanny, casada, sí, pero despreciada desde la misma noche de bodas hasta el momento de su entierro. Hay matrimonio sí, pero el amor confundido con un reto perverso troca en algo más cercano al desprecio que a la ruptura. Parafraseando otro título del maestro portugués, palabra y utopía se transforman en palabra y castigo. Menos mal que nos queda Portugal (y la distribuidora Atalante).


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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