Herida colectiva
Crítica ★★★★☆ de «Un año, una noche», de Isaki Lacuesta.
España, Francia, 2022. Título original: «Un año, una noche». Dirección: Mikhaël Hers. Guion: Isa Campo, Isaki Lacuesta, Fran Araújo, basado en el libro de Ramón González. Compañías productoras: Mr. Fields and Friends, Bambú Producciones, La Termita Films, Noodles Production. Distribuidora en España: BTeam Pictures. Presentación oficial: Berlinale 2022 (Competición). Dirección de fotografía: Irina Lubtchansky. Música: Raül Refree. Intérpretes: Nahuel Pérez Biscayart, Noémie Merlant, Quim Gutiérrez, Alba Guilera, Natalia de Molina, C. Tangana, Enric Auquer, Blanca Apilánez, Bruno Todeschini, Sophie Broustal. Duración: 120 minutos.
Algo curioso ocurre con el cine cuando lo entendemos como imitación de la realidad: observar en pantalla la recreación de ciertos acontecimientos —quizás recientes— representativos a escala social nos proporciona algo así como una legitimación, como si, una vez filmada la película, los hechos obtuviesen un permiso tácito para insertarse en sí dentro del canon de la historia. Un mecanismo interesante, en el que siempre surgen cuestiones de carácter técnico y ético acerca de cuán respetuosa es o debe ser la aproximación, a qué licencias, digamos, artísticas, setiene permitido recurrir, o cuál es la función de la película, de la «ficción» como tal. Isaki Lacuesta se ha puesto al frente de un delicado proyecto, por doble motivo: por un lado, adapta un relato biográfico, Paz, amor y death metal (2018); por otro, en Un año, una noche, el director retrata los atentados terroristas en el club Bataclan de París, el 13 de noviembre del 2015.
Esta película se aproxima inteligentemente no tanto a los hechos, en sí, sino a sus consecuencias, al «después». Ramón (excelente interpretación de Nahuel Pérez Biscayart) y Céline (Noémie Merlant) acaban de pasar por momentos de un horror prácticamente indescriptible, casi abstracto. A la mañana siguiente de los atentados, se pone de manifiesto cuál es y será la actitud de cada uno frente al asunto: mientras Ramón se ve sobrepasado con la enorme cantidad de mensajes, llamadas y muestras de preocupación de su familia y sus amigos, Céline, por el contrario, parece querer pasar desapercibida. De este modo, asistimos a dos vías muy diferentes, aparentemente irreconciliables, de enfrentar los traumáticos eventos sufridos.
A pesar de la gravedad, de la rotundidad de tal situación, la vida parece seguir adelante. Cuando se torna insoportable permanecer en más tiempo encerrados en el piso que comparten, Céline y Ramón deciden salir al exterior por primera vez —secuencia en que la perspicaz cámara de Irina Lubtchansky enfoca a los personajes siempre desde la distancia y a través de cristaleras, marquesinas y escaparates, como demarcando una distancia, un aislamiento—, encontrándose con policía y militares constantemente, claro, pero también con un mar de gente, inmersa en sus actividades cotidianas, supermercados, cafeterías y restaurantes. ¿Acaso no debería haber ocurrido algún tipo de reflejo social más tangible de este daño tan espantoso? Resulta incomprensible por momentos pensar que existe un después continuo, como si los atentados sufridos fuesen apenas una interrupción puntual.
Ramón parece querer, de alguna manera, abrazar esta vuelta a la cotidianidad, pero simplemente no puede. Es imposible. A cada paso que da lo envuelve una angustia insoportable, auténtico pánico, que le impide literalmente realizar cualquier actividad básica con normalidad. Abandona su trabajo como consultor en una empresa y comienza, poco a poco, a intentar entender o acercarse a su trauma. Su cuerpo aún lleva los moretones y cicatrices como un memento. Él mismo recuerda cada detalle, cada gesto de uno de los atacantes, y sueña, sueña con las partículas que flotaban en el aire de la sala de conciertos, mientras la policía evacuaba a los supervivientes, partículas de una hermosura inusual, hechas de polvo y vapor generado por los cadáveres. Y, a pesar de lo duro que resulta, siente la tremenda urgencia de no olvidar cada uno de los pormenores, de cuidar con afecto su atroz tesoro y no desprenderse de la evocación este espectáculo de barbarie, porque necesita hacer algo con todo aquello, contarlo de una manera que permita a los demás entender semejante desgracia. Continuamente aparecen en su cabeza fogonazos de flashbacks, gritos y secuencias de atropellado caos, que parecen mantenerlo en un estado de vigilancia constante, como si su sistema límbico no tuviese un segundo, un instante de descanso.
▼ Un año, una noche, Isaki Lacuesta.
Competición de la Berlinale 2022.
Competición de la Berlinale 2022.
«El acercamiento de Lacuesta a los efectos íntimos de una tragedia compartida es, a todos los niveles cinematográficos, muy notable. No se recrea en piruetas efectistas que podrían fácilmente haber transformado esta película en banal. Dedica el tiempo justo y necesario a la exhibición de la violencia en sí, con un afán contextualizador y en absoluto amarillista, centrando todos sus recursos en el núcleo, en retratar el paisaje psicológico de Ramón y Céline y cuáles son los mecanismos divergentes a los que han recurrido, procesando los eventos de la mejor manera posible, sea esta adecuada o no».
Por otra parte, Céline parece haber querido separarse de cualquier vínculo con los acontecimientos. Su manera de reacción ante el trauma ha sido diametralmente opuesta a la de Ramón, desde el mismísimo momento en que, durante los atentados, escondida de los terroristas en una sala anexa del club, recibe una llamada de su padre y miente, fingiendo estar en ese momento en el cine. Céline ha buscado su propia manera de sobrevivir, y esto para ella supone regresar al trabajo, un centro social para menores en riesgo de exclusión, en el que se pone sobre la mesa a debate cuáles son los efectos socioculturales de los atentados en la concepción multicultural del país y de la identidad colectiva con distintas influencias étnicas. Los jóvenes franceses con herencia multicultural se transforman de la noche a la mañana en objeto de prejuicios y un odio mal dirigido por culpa de la incomprensión general de algunos sectores de la población. Céline presencia esta otra cara de las consecuencias, y continúa, sin embargo, reprimiéndolo todo, para impostar una normalidad a base de pura y física negación.
En un momento de cómica ironía, en el que conversan con una pareja amiga (Quim Gutiérrez y Alba Guilera), también supervivientes, cada uno lee en alto los mensajes de apoyo más ridículos recibidos tras los atentados —tales como «the show must go on» o «arriba ese ánimo»—. Céline confiesa que no tiene ninguno que enseñar porque no le ha contado absolutamente a nadie su participación en el día fatídico. Muy a su pesar, esta obstinación va causándole una presión interior, negándose, además, a consultar cualquier tipo de ayuda profesional y, por extraño que parezca, empujando a su pareja a hacerlo y consumiéndose progresivamente en esa responsabilidad de ayudarlo; una situación asfixiante, en contraste con Ramón, quien no para de hablar del tema todo el día, todos los días, incluso cuando parece comenzar a recuperar la fuerza, mientras ella continúa aferrándose a esta negación como instrumento para no transformarse en una víctima. Desgraciadamente, los efectos tardíos del trauma acaban asomando por la puerta. El acercamiento de Lacuesta a los efectos íntimos de una tragedia compartida es, a todos los niveles cinematográficos, muy notable. No se recrea en piruetas efectistas que podrían fácilmente haber transformado esta película en banal. Dedica el tiempo justo y necesario a la exhibición de la violencia en sí, con un afán contextualizador y en absoluto amarillista, centrando todos sus recursos en el núcleo, en retratar el paisaje psicológico de Ramón y Céline y cuáles son los mecanismos divergentes a los que han recurrido, procesando los eventos de la mejor manera posible, sea esta adecuada o no. Un año, una noche se aproxima desde la empatía y el respeto al drama de una herida colectiva.
© Revista EAM / 72ª edición de la Berlinale