Caligrafía de un puñetazo
Crítica ★★★★★ de «Small, Slow But Steady», de Shô Miyake.
Japón, Francia, 2022. Título original: «Keiko, me wo sumasete /ケイコ目を澄ませて». Dirección: Shô Miyake. Guion: Shô Miyake, Masaaki Sakai. Producción: Koichiro Fukushima, Masahiro Handa, Keisuke Konishi, Shunsuke Koga. Compañías productoras: Nagoya Broadcasting Network, Comme des Cinemas. Distribución en España: Filmin. Presentación oficial: Berlinale 2022 (Encounters). Dirección de fotografía: Yûta Tsukinaga. Reparto: Yukino Kishii, Tomokazu Miura, Masaki Miura, Shinichiro Matsuura, Himi Sato. Duración: 99 minutos.
Si convenimos en que el boxeo es el deporte que más lecciones de vida nos ha dado (siempre a través de su dramatización fílmica, claro está), entonces no se debe ignorar la importancia que ha tenido el peso de la derrota en dichas enseñanzas. Caras magulladas, cuerpos renqueantes, sangre y sudor manchando la lona del ring, cuentas agónicas antes de recobrar la vertical, decisiones arbitrales polémicas… pero sobre todo, el arduo camino que nos ha llevado a todo esto. Entrenamientos que podrían ser convalidados por triatlones, charlas motivacionales que curarían la anemia o, desde luego, enfrentarse al imposible de conciliar tanta épica con una realidad en la que hay que seguir pagando facturas, al final de cada mes. Y de nuevo, parece que la combinación de factores solo adquiere auténtico sentido cuando es rematada con un KO fatal, o sea, con ese resultado que para nada se corresponde con la recompensa que nos había prometido todo el esfuerzo invertido. Porque el boxeo, entendido como experiencia cinematográfica, se eleva paradójicamente cuando cae: cuando, en definitiva, abraza el arte de perder. La nueva película de Shô Miyake es, ya desde su premisa, una conjunción de circunstancias que llaman a esto mismo: a tirar la toalla. El escenario donde transcurre buena parte de la narración es el gimnasio más antiguo de Japón, un local de barrio encajado en un rincón olvidado de Tokio; un negocio (que es más bien familia) heroicamente levantado en 1945, pero que ahora agoniza. El jefe y alma mater de dicho establecimiento siente que ya no puede más, que la edad y el presente le están ganando la batalla. Su cuerpo, antaño portentoso, se está convirtiendo en un renqueante receptáculo de enfermedades y dolencias inhabilitantes, pero, además, las malas noticias se extienden más allá de los confines del hospital.
El barrio, la ciudad, el país y, de hecho, el mundo entero, han enfermado igualmente. Hasta el punto en que todo contacto social es visto y temido como una fuente potencial de contagio inasumible. Total, que allí donde antes no cabía ni una aguja, ahora apenas se encuentra una alma. Por intentar esquivar el coronavirus y por la acuciante tesitura de una economía inevitablemente deprimida, el goteo de socios que se dan de baja ya hace tiempo que se ha convertido en una hemorragia incontenible. Uno llama para despedirse (hasta nuevo aviso, dice), y otro, y otro… y la partida de cada uno de ellos es marcada en una lista escrita a mano. En tiempos en los que estas gestiones se resuelven en hojas de cálculo digitales, este gimnasio sigue apostando por el papel y el bolígrafo. Una línea roja atraviesa, de forma muy sentida, el nombre del ya exsocio, así como todas las actividades a las que este se había apuntado. En una innegable muestra de coherencia, Shô Miyake lo filma todo en 16mm, es decir, en un analógico que abraza la luz cálida de los atardeceres y de las bombillas incandescentes, incluso los destellos con los que un tren nocturno esclarece fugazmente el paisaje urbano por el que transita. Como no podía ser de ninguna otra manera, esta grabación reacciona alérgicamente al blanco intenso del neón que alumbra esas instalaciones que sí parecen estar (mucho mejor) preparadas para resistir el envite de la era pandémica, esta en la que nos relacionamos con los demás tapando nuestras caras con mascarillas. Otra dificultad añadida: con dicha restricción, a la protagonista de esta historia se le niega uno de sus principales puntos de apoyo: leer los labios de quien le está hablando.
Small, Slow But Steady está inspirada en «Makenaide!», relato autobiográfico de Keiko Ogasaware, boxeadora que saltó a la fama por su fulgurante desembarco en el circuito profesional… élite conquistada a pesar de haber nacido sin capacidad auditiva. En una de las primeras secuencias, la película nos pone en situación a través de unos títulos explicativos que enmarcan la propuesta en la liga del biopic. Pero a diferencia de la mayoría de estos productos, Shô Miyake no está interesado en las alabanzas individualistas a la vida, obra y milagros de una sola persona, por mucho que su atención esté siempre focalizada en Yukino Kishii, su actriz protagonista. Como sucedía en Boxing Gym, del maestro documentalista Frederick Wiseman, prácticamente cada acción retratada está dotada de carga política, no por deseo caprichoso autoral, sino por conocimiento-de y compromiso-con una realidad en la que, efectivamente, el peso de lo social se nota en casi todas las decisiones tomadas a nivel personal. Los combates pugilísticos, que se celebran con las gradas prácticamente vacías a causa de las restricciones en eventos indoor, se resuelven cinematográficamente con un puñado de planos generales desoladores, pero sobre todo con una serie de tomas cortas en las que Keiko, esta boxeadora improbable, eternamente aislada en una burbuja insonora, está rodeada por un negro insondable. Como si luchara contra el vacío; como si no existiera nada ni nadie, más allá del radio de alcance de sus puñetazos. Y así es, y exactamente así opera la película: poniendo toda su atención en cada una de las acciones que, en aquel preciso momento, está materializando Yukino Kishii. Porque una nos va a llevar a la siguiente (pues la historia está metida en plena dinámica y disciplina de entrenamiento), pero también porque esta es la única respuesta aceptable ante un mundo que apabulla; que nos quiere someter poniendo mil y un obstáculos en el camino.
Con este panorama por delante, Keiko se recoge sobre sí misma, pero no en gesto lastimero para pedir tiempo muerto, sino al contrario, en la determinación de hacer de la resiliencia, la actitud más digna. Contra las acuciantes urgencias de la precariedad, Small, Slow But Steady responde calmadamente, apreciando el tiempo que requiere el trabajo bien hecho. Esto es, al fin y al cabo, un ejercicio de resistencia ante los golpes asestados. Primero se afronta uno, después otro: paso a paso; «partido a partido», dirían otros. Hasta que lo que sobre el papel era un hándicap, sobre el cuadrilátero del día a día se convierte en un refugio inexpugnable. Primero toca practicar el gancho de izquierda ante el espejo. Una y otra vez, hasta que el brazo se asienta en ese ideal que conjuga fuerza y fluidez óptimas. Durante dicho ejercicio, solo existe esto: la boxeadora, su entrenador, sus respectivos reflejos y, claro está, la voluntad compartida de mejorar, poco a poco. Todo lo demás, no importa; no existe. Lo mismo sucede con la posterior sesión de salto a la comba: no se para hasta que el sonido de los latigazos de la cuerda contra el suelo recuerda al de una suave caricia. Es el poder transformador de las repeticiones (con sentido; con propósito), el que nos lleva de las calculadísimas coreografías de puñetazos y esquivadas, a un trepidante número de ballet: de Boxing Gym a La danza, casualidad o no, dos películas consecutivas en la filmografía de Wiseman. Y por supuesto, al final de la jornada, antes de ir a dormir, toca volver a disfrutar de la compañía que solo puede dar ese papel y ese bolígrafo. En una libreta, Keiko deja constancia de todos los ejercicios ejecutados a lo largo de las últimas 24 horas. Porque así puede medir mejor sus progresos; porque así su cabeza acaba de poner en orden todos los pensamientos. Es el sano equilibrio que solo pueden conferir las rutinas bien ejecutadas. Como si se tratara de una réplica innegablemente luminosa del cine de Robert Bresson (o Paul Schrader, claro), Small, Slow But Steady hace de la relación monacal con el diario personal, no tanto una constante narrativa (que también), sino más bien ese kōan tras el que, inesperadamente, aguarda la iluminación. Ahí está: un plano detalle de la hoja escrita descubre el discreto pero sin lugar a dudas sublime encanto de una función que, ahora está claro, se maravilla ante la minúscula pero contundente belleza de aquello que está en nuestra mano.
Un kanji perfectamente alineado con el siguiente, y con el siguiente, y con el siguiente… Sudando en silencio, Shô Miyake trabaja a fondo para desencriptar los secretos de esos lenguajes que sin conocerse, se entienden perfectamente (del puro gusto que dan). El del cuerpo, el de los puños; la película se expresa con la misma claridad y contundencia, con una prosa que se acerca a la lírica, gracias a la precisión caligráfica empleada. Una sinfonía insonora de encuadres impecables, pero para nada artificiosos: Small, Slow But Steady encuentra en la pulcritud y la sobriedad en la puesta en escena una base sobre la que igualmente se permite ser expeditiva. De repente, los subtítulos para los signos con los que Keiko se comunica con su hermano, aparecen aparte, tras un corte, y con la pantalla en negro. Como si ahora esto fuera una película silente inundada por el espíritu humanista de Charles Chaplin. La cámara, que se siente rodeada de personas adorables, vuelca cariño sobre todas ellas, construyendo así una utopía en un contexto distópico. Shô Miyake no niega la mayor, pero al menos (y esto no es premio menor) se empapa de amor: al esfuerzo noble y sincero, al prójimo, claro, pero también al rival. Del mismo modo, al final de esa serie agónica de asaltos, nos espera el golpe de gracia de la derrota inevitable: la desaparición de un mundo que ya ha perdido su lugar en el mundo. Pero entre golpe y golpe, se da con un consuelo salvador: aprender a soltar el lastre del resultadismo. La chica, que no oye la voz de la sensatez, aguanta, no por la posibilidad de la victoria, sino por la satisfacción de aguantar. Hasta el final. Y queda claro, de verdad, que lo único que emociona más que ver a alguien llorando, es observarle respetuosamente, conteniendo unas lágrimas que igualmente asoman… y que poco después se transforman en una sonrisa liberadora. Es la constricción que precede a la catarsis. Ahí está la auténtica gloria deportiva, la de la vida.
© Revista EAM / 72ª edición de la Berlinale