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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Manto de gemas

    La brutalidad transversal

    Crítica ★★★★★ de «Manto de gemas», de Natalia López Gallardo.

    México, Argentina, EE.UU., 2022. Título original: «Manto de gemas». Dirección: Natalia López Gallardo. Guion: Natalia López Gallardo. Compañías productoras: Cárcava Cine, Rei Cine. Presentación oficial: Sección oficial de la Berlinale. Dirección de fotografía: Adrián Durazo. Música: Santiago Pedroncini. Intérpretes: Nailea Norvind, Antonia Olivares, Aida Roa, Juan Daniel Garcia, Sherlyn Zavala Diaz, Balam Toledo. Duración: 118 minutos.

    Quien conozca el cine hispanoamericano, sabrá que el talento de Natalia López Gallardo está muy lejos de resultar sorpresivo. El savoir faire de la directora viene legitimado por una dilatada carrera cinematográfica de casi dos décadas, tiempo durante el cual ha trabajado como montadora de las obras de Carlos Reygadas, Amat Escalante o Lisandro Alonso; o ha firmado cortometrajes de la talla de En el cielo como en la tierra (2006). Solamente teniendo en cuenta estos precedentes, es posible comprender el cuidado dominio sobre todos y cada uno de los elementos de su primer largo, Manto de gemas.

    Este es un retrato geográfico de la sangre como aglutinante social. Que comienza con un silencioso plano del amanecer en un bosque, cuyo único sonido es el de el machete segando las malas hierbas. Tal como si se tratase de un mecanismo chejoviano, al igual que ocurrirá más adelante con una pistola, literalmente, la presencia de este utensilio en manos del jardinero, su silbido metálico, presagian un horror omnipresente, horizontal y colectivo. Isabel (una excelente Nailea Norvind) asiste indolente a la separación de su marido, quien se aleja de la maltrecha propiedad rural, en remodelación, a la que se ha trasladado la familia evocando un pasado hermoso, y huye hacia un entorno urbano. Isabel parece estar adormecida por un pesado abatimiento, que la lleva a adoptar una expresión de ataraxia, observando a sus hijos con un filtro de indiferencia disfrazada de olvido; una desidia que la acompaña también en visitas ocasionales a sus acomodados y burgueses parientes, seres que en su frivolidad han conseguido construir para sí mismos el engaño de un pequeño mundo aislado, un andamio de mentiras autocomplacientes que les impide ver lo devastador de la realidad, de la que es no es posible escapar: una situación de orden público transversal, que permea todas las capas sociales.

    Esta sintomatología emocional de Isabel, cuyo rostro encierra una contención angustiante, encuentra su contraparte externa en los propios cimientos de la casa, en los trozos de cal desprendidos de las paredes y la pintura amarillenta, que dan la impresión de consumirse por la podredumbre bajo el cerco de una criatura inaprensible pero al acecho. Los hijos de Isabel, por su parte, sufren un segundo abandono al sentirla en este proceso de descenso hacia un horror que no son capaces de comprender y con el que parecen condenados a convivir aunque aún no los corrompa, protegidos por la incorruptible belleza del Ave María de Bach que entona para apaciguarlos Juana, la cuidadora ciega, de carácter casi místico.

    La inenarrable tragedia de tener que identificar el cadáver de una hija, o soportar el día a día de la incertidumbre ante la desaparición de una hermana asoman aquí despojadas casi de emotividad, tal como el bloque completo de los crímenes en la novela 2666, de Roberto Bolaño: transformándose en una mera estadística, un conjunto sucesivo e interminable de fechas y descripciones que se acerca casi a la abstracción, tras repetirse de manera constante. Un plano secuencia lento y paciente pero de pulso firme registra un juzgado abarrotado de familiares de desaparecidos vistiendo camisetas con fotos borrosas del rostro de sus hijas; de sus hermanas, escuchando, con un rostro devastado e incapaz de soportar más heridas, a los empleados judiciales, y respondiendo una a una a las preguntas vacías tanto de interés real como de efectividad; asistiendo impasibles ante la farsa de unas instituciones absolutamente inoperantes, mutiladas por esa misma violencia, cuando no partícipes directas en la maquinaria simbiótica del horror. Esto último es un elemento común a lo largo y ancho de la región que genera empleo y dinamiza la economía sumergida, en un lapso interminable, un desarrollo circular, pues tanto los perpetradores de la violencia como sus víctimas conviven en una orfandad colectiva y forman parte de un todo, condenado a la eterna miseria, condenado a realizar y a sufrir a diario actos de una abyección que pierde gradualmente la capacidad de impacto emocional, del mismo modo que una palabra dicha una vez tras otra, al repetirse sistemáticamente, acaba por perder el significado.

    Manto de gemas, Natalia López Gallardo.
    Competición de la Berlinale 2022.

    «Un soberbio debut. Enorme tanto en su ambición narrativa y temática, y maduro en su construcción técnica. La exquisitez de su conjunto solo puede proceder de la excelencia de su directora, quien demuestra un sólido dominio del lenguaje cinematográfico».


    El dolor no cesa, desde luego. Y, sin embargo, el rostro parece ausente de sorpresa frente a la barbarie; pues, a fuerza de una exposición continuada, el miedo se ha transformado en costumbre. Esta misma brutalidad parece infectar a Isabel, cuyo inicial empecinamiento en contribuir a la búsqueda de la hermana desaparecida de su asistenta María (Antonia Olivares) comienza a arrastrarla hacia un rincón existencial tenebroso, encontrándose sitiada, al igual que todos los pobladores de la zona, en una desolación existencial de la que no es posible escapar. Lo único que queda es la letárgica resignación. Y es precisamente aquí donde radica la crudeza de la obra de López: no se trata de estoicismo; es simplemente la desazón suprema, como si en cada puerta de cada una de las viviendas estuviese escrita con sangre aquella cita del Canto III de la Divina Comedia, de Dante: «abandonad toda esperanza». Es la antesala del infierno. Así, uno de los últimos compases de Manto de gemas observa al anciano y encorvado jardinero conversar con su anciana mujer, tras haber renunciado al trabajo, sintetizando esta cosmogonía de la barbarie bajo la expresión de un extremo cansancio, y sentenciando que cualquier lugar, dondequiera que sea, es bueno para morir.

    En ningún momento se aborda el conflicto sociopolítico del narcotráfico de manera explícita o morbosa; no hace falta. Aun compartiendo afinidad temática con, por ejemplo, Heli (2013), del mencionado Escalante, la aproximación aquí es mucho más sutil, no necesita entregarse a los excesos de lo explícito, como, salvando las distancias, hiciese la directora Lynn Ramsey con En realidad nunca estuviste aquí (2017), Pues, parte de la fuerza visual también radica en la ausencia deliberada de este elemento, digamos, más gráfico. La belleza de la fotografía de Manto de gemas se sustenta más bien en una crudeza contemplativa cuyas contadas concesiones impresionan por su expresividad plástica, bien sea mediante la caótica cámara en mano en ausencia de luz artificial, o en una composición más esteta, con un elemento onírico, prácticamente lynchiano —mención aparte merece una breve secuencia a cámara lenta de un pasillo bajo luz estroboscópica, que acaricia el género de terror—. Este es un soberbio debut. Enorme tanto en su ambición narrativa y temática, y maduro en su construcción técnica. La exquisitez de su conjunto solo puede proceder de la excelencia de su directora, quien demuestra un sólido dominio del lenguaje cinematográfico.


    Luis Enrique Forero Varela |
    © Revista EAM / 72ª edición de la Berlinale


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