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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Licorice Pizza

    Valle de San Fernando, años 70

    Crítica ★★★★★ de «Licorice Pizza», de Paul Thomas Anderson.

    Estados Unidos, Canadá, 2021. Título original: «Licorice Pizza». Director: Paul Thomas Anderson. Guion: Paul Thomas Anderson. Producción: BRON Studios / Focus Features / Ghoulardi Film Company. Fotografía: Paul Thomas Anderson y Michael Bauman. Montaje: Andy Jurgensen. Música: Jonny Greenwood. Diseño de producción: Florencia Martin. Dirección artística: Samantha Englender. Vestuario: Mark Bridges. Reparto: Cooper Hoffman, Alana Haim, Milo Herschlag, Bradley Cooper, Sean Penn, Tom Waits, Benny Safdie, Joseph Cross, Mary Elizabeth Ellis, Skyler Gisondo, Christine Ebersole, John Michael Higgins, Harriet Samson Harris, Maya Rudolph, George DiCaprio, Will Angarola, Griff Giacchino, Danielle Haim, Este Haim, Moti Haim, Donna Haim, John C. Reilly. Duración: 133 minutos.

    Cuando Paul Thomas Anderson decidió rodar su anterior película, El hilo invisible (Phantom Thread, 2017), lo hizo, parafraseando, para huir del sudor y la suciedad características de Puro vicio (Inherent Vice, 2014), y por ello ambientó esa nueva película en un marco más refinado y elegante. Sin embargo, poco le ha durado a este cineasta esa fuga, por llamarla de algún modo, ya que su última obra vuelve a localizarse en la ciudad de Los Ángeles en los años 70, con ese sudor y esa suciedad propios de las correrías de sus personajes, de la contaminación, del tiempo y de todo lo que implica esa urbanización. Establecer un nexo directo entre Puro vicio y Licorice Pizza, como si fuera un viaje de ida y vuelta, sería con todo tan ilustrativo como errado. Sería ilustrativo desde un punto de vista puramente temporal y geográfico, casi atmosférico, si bien solo en algunas partes se transmite ahora una sensación similar: hay en este sentido cierto paralelismo entre la escena en que «Doc» y Shasta Fay corren en busca de una dirección ficticia, y las varias escenas en que los protagonistas de Licorice Pizza corren por la calle. Pero en esta última lo hacen sin posibilidad de escapar de su marco. Si en el filme de 2014, texto de Thomas Pynchon mediante, se buscaba trascender aquel marco, con derivaciones casi surrealistas o inventadas, en Licorice Pizza la impresión es siempre de un presente realmente reproducido en la pantalla, donde los personajes corren hacia un lugar determinado y a la vez cercano. Por muy lejos que quieran irse, al final siempre se reencuentran en su hábitat natural. Y, así, tampoco para el director cabe ningún tipo de fuga ni huida de su San Fernando natal.

    Consciente de esta necesidad de volver a sus orígenes, Anderson apuesta por una narración en cierto modo más metalingüística que autobiográfica. Viendo esta película, se puede desprender una conexión con su persona, más allá de la propia localización. El dato clave es que el niño Anderson, cuando se formó en este barrio, sintió una fascinación por una de sus profesoras, Donna Rose, que acabaría siendo la madre de las tres hermanas Haim. Y, curiosamente, esta historia gira en torno a la fascinación de un adolescente por una mujer mayor. Pero esta mujer es veinteañera, nada menos que Alana Haim, y aunque toda su familia se traslada a la película, su madre apenas aparece unos segundos. Mucha más importancia tienen entonces para la narración otros datos conectados con la vida y obra de Anderson: véase el coprotagonismo a cargo del hijo, Cooper, del fallecido Philip Seymour Hoffman, colaborador y amigo del director; o la verdadera y duradera relación de este con la banda Haim, donde la coincidencia de haber conocido a su madre solo surgió después de haber empezado a trabajar con ellas. En cualquier caso, la familiaridad de todos estos contactos permite que dos actores primerizos como Cooper Hoffman y Alana Haim (si bien esta, como se sabe, con experiencia en el mundo musical) alcancen interpretaciones de una veracidad inédita, logrando además una gran química entre ellos. En cambio, actores de renombre como Bradley Cooper o Sean Penn quedan reducidos a cameos, memorables eso sí, y relevantes por cuanto todos ellos sirven para, a priori, ofrecer a Alana esa vía de escape que tanto desea. Empero todas estas interacciones secundarias arrancan viciadas, ninguna se acerca a la autenticidad que puede tener la relación con Gary (Cooper Hoffman), y por ello no es posible esa escapada.

    Licorice Pizza, Paul Thomas Anderson
    Una obra maestra.

    «Licorice Pizza es una película de 2021, proyectada hacia los años 70, por lo que la mirada está por fuerza condicionada, pero la ambientación es tan vívida, tan absorbente, que no estamos ante una reproducción al uso ni ante un mero ejercicio de nostalgia».


    De hecho, estos otros personajes no son solo cameos, sino caricaturas. Que el que interprete Sean Penn nunca se salga de su propia interpretación como actor, recitando diálogos de las películas que ha rodado y pronunciando otras frases fuera de la realidad, revela su imposibilidad de conectar con la protagonista, que por muy ambiciosa que sea siempre tiene los pies en la tierra… salvo cuando sus carreras la alzan unos centímetros por encima del asfalto. En otras palabras, el metalingüismo está omnipresente, pero funciona solo como complemento de la esencia narrativa (incluyendo guiños a otros filmes anteriores de Anderson, como las fotografías para el álbum escolar que recuerdan a The Master o el anuncio en 4:3 para la campaña de un aspirante a alcalde, cuya presentación y formato nos retrotraen a Boogie Nights), que no es otra que seguir las vicisitudes del amor prohibido entre Alana y Gary. Y esa esencia se recrea con pleno compromiso hacia la realidad de la época. El discurso moderno puede llevar a criticar algunas de sus aportaciones, que pueden considerarse anticuadas (incluso racistas u homófobas), pero estas siempre se visualizan desde la mirada del adolescente que, por muy emprendedor que sea, peca de una lógica ingenuidad. Licorice Pizza es una película de 2021, proyectada hacia los años 70, por lo que la mirada está por fuerza condicionada, pero la ambientación es tan vívida, tan absorbente, que no estamos ante una reproducción al uso ni ante un mero ejercicio de nostalgia, sino ante una especie de cápsula del tiempo donde se desarrollan acontecimientos que apenas parecen guiados por una visión externa, dada su aparente espontaneidad.

    Transcurren así en un marco tan identificable como ajeno a la realidad en que ahora vivimos. Un juicio moral habitual queda pues un tanto desplazado ante tamaña reconstrucción, pero sobre todo queda descartado por esa ingenuidad de la concepción del protagonista, que se extiende a toda la película. De la misma forma que para un adolescente la vida parece pasar muy deprisa y se quieren hacer muchas cosas, Licorice Pizza se contagia de ese espíritu libre. De ahí su peculiar ritmo, donde las transiciones a veces son más bien elipsis, pero la fluidez del montaje permite que las escenas, si bien dispersas, se desarrollen con una concatenación imperceptible. Y de ahí la engañosa sobrecarga de una estructura narrativa que, en verdad y como adelantábamos, tiene una esencia pura y sencilla, donde las subtramas son solo distracciones obligadas ante la confusión y el aprendizaje en el camino que deben recorrer los dos protagonistas. Ahora bien, dicho todo lo anterior, sigue imperando la visión de un cineasta experto. La primera impresión es de liberación casi caótica, con todas esas acciones sobrevenidas sin restricciones. Sin embargo, la restricción es necesaria para ceñirlas al marco de que se trata. Si Anderson no puede escapar de su barrio de infancia, y esa misma sensación de pertenencia a un lugar y tiempo concretos es lo más llamativo de la película, es porque esta tampoco se le puede escapar de las manos, en ningún aspecto. Son esas manos las que han escrito el libreto, guían a sus actores y lo planifican todo, compartiendo incluso expresamente (con el precedente no acreditado de El hilo invisible) la dirección de fotografía.

    Licorice Pizza, Paul Thomas Anderson
    El gran director del cine estadounidense contemporáneo.

    «Observamos aquí además un dominio absoluto del plano secuencia. En sus películas más recientes, Anderson había ido depurando su estilo […] frente a los recursos más elaborados de Boogie Nights (1997) o Magnolia (1999). Licorice Pizza es un paso más en esa evolución estilística».


    La fotografía es el elemento técnico que más contribuye a la inmersión del espectador, gracias a un empleo de la luz, las sombras y el color tan natural como focalizado, lo cual dota al escenario y sus intérpretes de una corporeidad sin parangón en el cine moderno. Observamos aquí además un dominio absoluto del plano secuencia. En sus películas más recientes, Anderson había ido depurando su estilo, favoreciendo los movimientos simples, en particular el plano de acercamiento, frente a los recursos más elaborados de Boogie Nights (1997) o Magnolia (1999). Licorice Pizza es un paso más en esa evolución estilística, pues aunque la puesta en escena es en ocasiones más compleja, el movimiento sigue siendo depurado. Véase la primera gran secuencia de la película, la de la conversación inicial entre Alana y Gary, donde la cámara los sigue sin cortes mientras Gary hace la cola para que lo fotografíen en el instituto: la cámara va y vuelve pero siempre con pasos señalados, atenta a los dos personajes, y el movimiento es orgánico al ajustarse a la progresión pausada del propio Gary. En definitiva, todo está aquí muy marcado, incluidas las canciones de una banda sonora impresionante, si bien siempre en correspondencia con el devenir de unos jóvenes que guardan tan íntima conexión con el realizador. Es esa intimidad la que otorga una verosimilitud tan especial a Licorice Pizza, porque a su vez todo espectador puede disfrutar de la misma, tanto aquel que quiera gozar de su maestría narrativa y técnica como aquel que simplemente quiera pasar algo más de dos horas (y no importaría que fueran más) en compañía tan genuina de unos personajes tan entrañables. Disfrutar de ella es en suma un lujo compartido y un viaje ineludible, ya sea hacia la propia infancia o hacia la ensoñación propia del mejor cine.


    Ignacio Navarro Mejía |
    © Revista EAM / Madrid


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