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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La hija oscura

    || CRÍTICAS | ★★★★☆ ½
    La hija oscura
    Maggie Gyllenhaal
    ¿Un destino fisiológico?
    firma:
    Elisenda N. Frisach |
    Barcelona

    Estados Unidos, 2021. Título original: «The Lost Daughter». Direccción: Maggie Gyllenhaal. Guion: Maggie Gyllenhaal, basado en la novela de Elena Ferrante. Fotografía: Hélène Louvart. Música: Dickon Hinchliffe. Producción: Charles Dorfman, Talia Kleinhendler, Osnat Handelsman-Keren y Maggie Gyllenhaal. Productora: Endeavor Content/Faliro House/Pie Films/Samuel Marshall Productions. Diseño de producción: Inbal Weinberg. Edición: Affonso Gonçalves. Intérpretes: Olivia Colman, Jessie Buckley, Ed Harris, Dakota Johnson, Peter Sarsgaard, Paul Mescal, Oliver Jackson-Cohen, Dagmara Dominczyk, Alba Rohrwacher, Jack Farthing, Panos Koronis. Duración: 121 minutos.

    «Soy una madre antinatural»: con esta rotundidad se define a sí misma Leda (Olivia Colman), al confesarle a Nina (Dakota Johnson) la secreta culpa que carga sobre sus espaldas; y, sin duda, parece que el idílico entorno mediterráneo escogido por la primera para veranear y ultimar un ensayo le da la razón, pues continuamente está siento agredida por él: la fruta que se le pudre en la mano, el enorme insecto que le defeca en la almohada, la piña que la hiere en el hombro al caer violentamente del pino... Pero ¿es ello realmente muestra de que el cosmos la rechaza, como ente ajeno a él, o bien se trata de un recordatorio de que la (mal) llamada «madre naturaleza» en verdad tiene pocas de las características que nuestra cultura le ha atribuido tradicionalmente a lo materno? Con La hija oscura (2021), la actriz Maggie Gyllenhaal hace doblete como directora y guionista en su excelente debut tras las cámaras, y nos ofrece una inmejorable adaptación de la novela homónima de Elena Ferrante, al mantener incólume el nada complaciente mensaje de fondo del texto original, pero haciendo hincapié en su envoltorio de thriller psicológico, lo que simultáneamente dota al relato de desasosiego y de dinamismo. Este rebozado genérico le permite, además, exponer ante una audiencia amplia, sin medidas paliativas, un auténtico tratado sobre los claroscuros de la maternidad.

    Para lograr dicho efecto de película de intriga, la realizadora articula una tensión discursiva en pos de un clímax de signo ominoso, dado que empieza la trama in media res y la despliega, como Ferrante, sobre una doble analepsis, con lo que el espectador conoce de antemano el fatal desenlace ―¿o no?― de la estancia vacacional de Leda en una soleada isla griega. Incluso, llega a convertir un elemento de alto valor alegórico, por el peso patriarcal que carga consigo, en todo un MacGuffin hitchcockiano: la desaparecida muñeca de Elena (Athena Martin Anderson), una niña que forma parte del chabacano clan de veraneantes que invade el solitario y tranquilo retiro de Leda. ¿Puede haber algo que exponga de manera más drástica el condicionamiento social de las mujeres hacia la maternidad que ese juguete? Y, pese a ello, ante el aspecto amenazador, casi criminal, de esa familia ―calificada por Will (Paul Mescal), uno de los empleados de la urbanización playera, de «mala gente»―, la muñeca deviene un aciago presagio de un ajuste de cuentas que Leda concibe como aún pendiente en su haber.

    La narración en primera persona de Ferrante es trasladada por Gyllenhaal mediante dos efectivos recursos: los planos subjetivos que se deleitan en esa familia que fascina y repele a partes iguales a la protagonista, cual si de un extraño «espectáculo» se tratara, y la abundancia de close ups, ensimismados en la más leve variación emocional del rostro de Leda. Junto a ello, y haciéndose eco de la condición dual que toda mujer carga consigo ―la de ser humano único e individual y la de criatura social sometida a unos cánones de conducta de género—, Leda es también tomada desde ángulos oblicuos, con una cámara que se diría trabada por obstáculos espaciales para «alcanzar» realmente a la protagonista. Así, de vez en cuando el espectador es colocado en una posición extrínseca para alinearlo con ese entorno que presiona a la mujer, haciendo que el filme bascule entre la exploración psicológica del personaje principal y la denuncia de los prejuicios que nuestra sociedad sigue cargando sobre un tema tan entronizado en su bondad que tiene la condición intocable de todo dogma, y por tanto su cuestionamiento resulta herético: me refiero, por supuesto, a la compleción femenina mediante la maternidad.

    The Lost Daughter, Maggie Gyllenhaal | Vértigo Films.
    Nominada a tres Oscars.


    «La ópera prima Maggie Gyllenhaal es una obra valiente y lúcida, que, con inteligencia, opta por una estética realista para aumentar el verismo de una anécdota con pretensión universalista, al atreverse a exponer uno de los grandes tabúes todavía persistentes en un Occidente que se jacta de ser tan tolerante y tan avanzado. Una auténtica lección de buen cine».


    En cualquier caso, donde la directora hace colisionar especialmente ambas facetas de la protagonista (la personal y la colectiva) es en la narración paralela a la historia central, que se aparta del retiro jónico de una Leda cuarentona y divorciada para contarnos un capítulo de su pasado, cuando era una veinteañera luchando por compaginar su carrera académica, su relación de pareja y su papel de joven madre de dos revoltosas niñas, Bianca y Martha. Dado que los flashbacks que narran esa época pretérita de la vida de Leda nunca son marcados por la autora; que la fotografía de Hélène Louvart adquiere unos tonos muy diferentes en ambos tiempos ―azulada y luminosa en el presente, cobriza y oscura en el pasado―, y que el rol protagónico lo encarna otra actriz (Jessie Buckley), se redunda en la idea de que lo acontecido forma parte de la historia de otra persona. ¿No se encuentra en el psicoanálisis más elemental la construcción diacrónica de la personalidad, como si las experiencias fueran capas que van conformando la psique del individuo, complementándolo pero, al mismo tiempo, haciéndolo diferente? ¿Y quién es esa «hija perdida (oscura)» sino la propia Leda, puesto que todos somos hijos de alguien hasta que asumimos un nuevo papel? A buen seguro, la «capa» que parece haber marcado de por vida a esa mujer de mediana edad es aquella que trata en vano de apartar de sí, ya que la devuelve, una y otra vez, al asfixiante peso de la culpabilidad. Estamos, en puridad, ante una carga tan onerosa, que el público se teme lo peor. Sin embargo, ¿es su «pecado» tan inmenso como la enrarecida atmósfera del discurso nos hace creer? La respuesta, velada e irónica, se halla en el comportamiento y/o en la historia de prácticamente todos los hombres que pueblan el relato, desde su exmarido, Joe (Jack Farthing), hasta el celador de su apartamento, Lyle (Ed Harris), pasando por el desagradable esposo de Nina, Toni (Oliver Jackson-Cohen). ¿Cómo es posible que la irresponsabilidad de unos no solo sea comprendida o tolerada, sino incluso premiada, mientras que Leda siempre mirará hacia atrás con remordimientos por algo que es vulgarmente común entre los varones?

    Señalaba Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949) que «la maternidad es como la mujer cumple íntegramente su destino fisiológico; ésa es su vocación "natural"[…]. En efecto, desde la infancia se le repite a la mujer que está hecha para engendrar y se le canta el esplendor de la maternidad: los inconvenientes de su condición ―reglas, enfermedades, etc.―, el tedio de las faenas domésticas, todo es justificado por ese maravilloso privilegio que ostenta de traer hijos al mundo». ¿Qué sucede cuando esas expectativas no se cumplen y la maternidad deviene un nuevo clavo en el ataúd de la propia libertad individual? Simple y llanamente, que la mujer se convierte, a ojos del mundo, en un monstruo, esto es, y retomando la afirmación de Leda con la que iniciábamos este artículo, en un ser «antinatural». Ello resulta doblemente cierto si se tiene en cuenta que ni siquiera desde sectores supuestamente «de izquierdas» se admite que es posible descubrir a posteriori que la maternidad no era para una. Como muestra, la furibunda respuesta que obtuvo en su entorno, inmediato y tanto, un estudio de la socióloga israelí Orna Donath, en el que recogía el testimonio de más de una decena de mujeres confesando que se arrepentían de haber sido madres. ¿Ello significa que estas mujeres no quieren a sus hijos? En absoluto. ¿No hemos fantaseado todos en algún momento de nuestra vida en ser hijos adoptados y tener unos padres diferentes, más afines a nosotros? ¿Ello significa que no amemos a nuestros progenitores? Y si todos sabemos que la respuesta es «no», ¿por qué el admitir que, de haberlo sabido, no habríamos procreado, supone el extremo de no querer a nuestros hijos y ansiar en secreto que se mueran o alguna otra barbaridad por el estilo? No olvidemos que el peor recuerdo de Leda es aquel en el que Bianca desaparece; como tampoco que uno de sus mayores instantes de felicidad se lo proporciona la llamada al móvil que recibe de parte de sus hijas.

    Según lo dicho, la ópera prima Maggie Gyllenhaal es una obra valiente y lúcida, que, con inteligencia, opta por una estética realista para aumentar el verismo de una anécdota con pretensión universalista, al atreverse a exponer uno de los grandes tabúes todavía persistentes en un Occidente que se jacta de ser tan tolerante y tan avanzado. Una auténtica lección de buen cine, justamente premiada en el Festival de Venecia, y, a su vez, también de feminismo adulto, de ese que, a diferencia de la ingenuidad ―y la ignorancia— de ciertos sectores progresistas de nuestros días, no le atribuye a la mujer cualidades maternales que supuestamente la revalorizan ante el hombre (v. gr. cuidado, sacrificio, generosidad, abnegación, ternura...), sino que predica el derecho del sexo femenino a ser igual de egoísta, mediocre, inmaduro, fracasado y, en definitiva, humano que su homólogo masculino; una obviedad que, a estas alturas, muchos y muchas ―como lo prueba el personaje encarnado por la actriz Dagmara Dominczyk, con diferencia el más machista de La hija oscura― se empeñan en no querer entender.

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