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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El vientre del mar | Filmin

    De naufragios con rumbo

    Crítica ★★★☆☆ de «El vientre del mar», de Agustí Villaronga.

    España, 2021. Título original: «El ventre del mar». Director: Agustí Villaronga. Guion: Agustí Villaronga (Texto: Alessandro Baricco). Productora: Testamento PCT, La Perifèrica Producciones, Filmin, Turkana Films, Link-up Barcelona, Bastera Films. Fotografía: Josep M. Civit, Blai Tomàs. Música: Marcus Jgr. Montaje: Bernat Aragonés. Reparto: Roger Casamajor, Òscar Kapoya, Mumi Diallo, Armando Buika.

    Allá por 1908 el cinematógrafo encallaba, ¿espectáculo popular o nuevo medio artístico? El carácter feriante e itinerante del nuevo medio empezaba a aburrir a una audiencia que buscaba, cada vez más, nuevas formas de gestionar su atención en una época de multiplicidad técnica. Por otra parte, los primeros productores y mercaderes del dispositivo iban a tratar de captar nuevas audiencias: las clases intelectuales quienes, además, detentaban no solo el denominado capital cultural, sino también el económico. Surge en Francia el Film d´Art, quizá un primer cisma entre el cine como espectáculo popular y el cine como representación artística —un cisma que, tras décadas de una supuesta «crisis» del cine, sigue en boga—. Actores y actrices de la prestigiosa Comedia Francesa protagonizaron pequeñas piezas —El asesinato del duque de Guisa (1908), por ejemplo— cuya forma de atraer audiencias más «prestigiosas» consistía en adaptar tanto textos clásicos como episodios históricos. La puesta en escena de estas piezas —y sí, llamémoslo puesta en escena y no forma cinematográfica para el caso que nos ocupa— se apoyaba en una expresividad dramatúrgica y una manifiesta construcción y gestión teatral del espacio y el tiempo. El asesinato del duque de Guisa reúne estas constantes y, más allá de reflejar las exigencias artísticas, sociales y estéticas de su tiempo, es una película cuyo impacto posterior —fíjense en los cortes por continuidad y en las composiciones en cualquier clip del cortometraje que encuentren— marcaría las reflexiones metalingüísticas del lenguaje cinematográfico que, poco después, esas personas autorales ya conocidas encumbrarían.

    Lo relevante del Film d´Art era su deliberada conciencia artística: el cine tenía que ser un arte que cautivara por su riqueza expresiva y por moverse en el terreno de la ya extinta —por suerte— alta cultura. Era, por supuesto, una forma de ver el cine profundamente libérrima. Solo se debía a su condición de espectáculo para élites que pudieran entender la puesta en escena y decodificar los códigos de cada pieza. Durante la pandemia el cine parece haber perdido de nuevo un poco el miedo a significarse y hacer un ejercicio de conciencia. Son muchas las películas que se piensan a sí mismas en relación con su audiencia y en relación con el agotamiento de ciertas estructuras sintácticas del cine; pensemos en Diarios de Otsoga, La isla de Bergman o, desde su diáfana agramaticalidad, Tres pisos. Películas que interpelan a la audiencia, a la tradición cinematográfica y al presente con una absoluta conciencia de su privilegio: la figura del cineasta que se interroga sobre qué imágenes nos queda por ver tras todo esto. Obras que, como sucedía en el Film d´Art, se contentan con reconocer que el cine también es representación artística sin ningún cargo de conciencia.

    Larga introducción para decir que El vientre del mar es otra de esas películas que se piensa desde la conciencia privilegiada y agradecida de quien puede hacer y pensar el cine. De la película de Agustí Villaronga se han dicho muchas cosas, todas ellas intelectualizan un filme que, ya de por sí, solo puede pensarse como artefacto autoconsciente. El año es 1816. La fragata Alliance se hunde cerca de Senegal y 147 hombres buscan sobrevivir. En una balsa de doce metros amarrada a unos cuantos botes, unos hombres sobreviven. Cuando los botes cortan ataduras con la balsa, almas quedan a la deriva: sobrevivir es un acto de descubrir la brutalidad de uno mismo. Libre adaptación del texto de Alessandro Baricco, la película del cineasta mallorquín podría tratar de eso o de cualquier otra cosa. Es también una nota a pie de página de discursos del presente: la inmigración, el tráfico de personas en el Mediterráneo, la interiorización de cierto salvajismo social y la negociación entre verdad, opinión y argumento —¿qué es toda reconstrucción histórica de fuentes primarias salvo una negociación entre lo veraz y lo verosímil?—.

    El ventre del mar, Agustí Villaronga.
    Biznaga de Oro del Festival de Málaga.

    «El vientre del mar no tiene un rumbo, ni sigue una corriente y se queda un poco a la deriva de sus circunloquios experimentales y estallidos dramáticos; sin embargo, pocas películas recientes en el cine producido en este país son capaces de jugar con las alusiones y referencias históricas en el espacio del discurso audiovisual».


    Villaronga construye un pequeño experimento fílmico que navega por tantas referencias y legados cinematográficos que, en el fondo, persiste el mismo espíritu libérrimo, elitista y autoconsciente del Film d´Art y sus ensayos a partir de la intersección de diversas artes. Cabe insistir en la especificidad de estas influencias y legados cinematográficos, pues es el cine un lenguaje que nunca se muestra tan coetáneo, específico, permeable y vulnerable como cuando aquello que decida enunciar se niega a ser mirado. Todas las grandes crisis históricas se han caracterizado por ser eventos visibilizados, pero no mirados: hay imágenes de cada episodio y, paradójicamente, ninguna visión que nos haga ver realmente. Así, El vientre del mar tiene la cualidad de ser una visión que nos hace ver; nos hace ver a través de la intersección de influencias tan elitistas como conscientes —se dan la mano el romanticismo de Epstein, el onirismo de Cocteau, la dramaturgia del Film d´Art y el hambre de las vanguardias brasileñas—. Elabora esa visión convocando el pasado no desde el presente, sino a partir de su condición discursiva. Dicho de otro modo, El vientre del mar no es una película histórica, piénsenla como una película que construye historia desde el momento en el que sus formas dotan de sentido a fuentes históricas primarias —testimonios y lecturas dramatizadas— y secundarias —el archivo pictórico y literario— a partir de lo que José Enrique Monterde elucidó como una «analogía esencial entre la operación historiográfica y la fílmica».

    Aquí hay un cineasta que se divierte al margen de lo que piense la audiencia y en la indiferencia e independencia frente a servidumbres y agendas artísticas se esconde una forma de experimentar con el cine: expresión artística que constata una ausencia en el pasado y la vuelve presente. Sus imágenes, pequeños remolinos de motivos y estilos que a veces se enredan y enmarañan, comprenden que visualizar el hecho histórico solo puede abordarse desde el espacio del discurso. En esencia, la experiencia visual nunca es una experiencia histórica directa, tan solo un caso particular de aquel discurso mítico descrito por Pasolini. La película, al narrar una odisea de supervivencia con formas y recursos eclécticos, huye de la historicidad para explicitar un discurso que, como en la mejor tradición del cine histórico —y más que en la pedagogía de Rossellini piensen en la forma de problematizar la representación histórica y la marca del pasado de Rivette en su Juana de Arco (1994)—, huye de la coartada ideológica y el impacto espectacular. El vientre del mar no tiene un rumbo, ni sigue una corriente y se queda un poco a la deriva de sus circunloquios experimentales y estallidos dramáticos; sin embargo, pocas películas recientes en el cine producido en este país son capaces de jugar con las alusiones y referencias históricas en el espacio del discurso audiovisual.

    ¿Qué pasado se visibiliza? no es una pregunta válida, ¿cómo se visibiliza? es la pregunta acertada. Entre modos de visualización y legados formales puramente autoconscientes Villaronga se divierte con un filme en el que el anacronismo y la forma cinematográfica resultan en un modelo de representación histórica del presente y del pasado tan personal como propio, tan fuera de foco como libre, tan a la deriva como empeñado en capear las olas de una industria y una agenda artística de escuálidos caudales.


    Javier Acevedo Nieto |
    © Revista EAM / Madrid


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