Rituales de paso
Crítica ★★★☆☆ de «Beautiful beings», de Guðmundur Arnar Guðmundsson.
Islandia, Dinamarca, Suecia, Países Bajos, República Checa, 2022. Título original: «Berdreymi». Dirección: Guðmundur Arnar Guðmundsson. Guion: Guðmundur Arnar Guðmundsson. Compañías productoras: Bastide Films, Hobab, Join Motion Pictures, Motor, Negativ. Presentación oficial: Berlinale 2022 (Panorama). Dirección de fotografía: Sturla Brandth Grøvlen. Música: Kristian Eidnes Andersen. Intérpretes: Ólafur Darri Ólafsson, Anita Briem, Blær Hinriksson, Ísgerður Elfa Gunnarsdóttir, Aðalbjörg Emma Hafsteinsdóttir, Birgir Dagur Bjarkason, Sunna Líf Arnarsdóttir, Snorri Rafn Frímannsson, Kristín Ísold Jóhannesdóttir, Kamilla Guðrún Lowen, Viktor Benóný Benediktsson, Áskell Einar Pálmason. Duración: 123 minutos.
La principal dificultad para retratar con intensidad en el cine la etapa de transformación física, emocional y social que supone la adolescencia no radica exactamente en la ausencia de recursos formales —filmes tan diametralmente opuestos como Carrie (Brian de Palma, 1976) o Boyhood (Richard Linklater, 2014) han contribuido, cada uno desde su propia mirada, a la temática. Lo que resulta complicado es alcanzar un elemento de honestidad universal en el que quienquiera que se acerque se vea reflejado. Conviene recordar que este estado fronterizo, esta bisagra entre la infancia y la vida adulta es un tropo cultural compartido por todos los pueblos y territorios, e interpretado por cada uno de modos propios, sensibles a los cambios de circunstancias sociales y, a su vez, relativamente similares. Por lo tanto, enseñar en una pantalla estos cambios fisiológicos en el propio cuerpo y su representación externa a través de rituales o pruebas debe recurrir a una sensibilidad muy específica en su vocación de resonar en todo el mundo.
Beautiful beings, de Guðmundur Arnar Guðmundsson, nos presenta como protagonistas a cuatro adolescentes post-walkman, post-caída-del-muro, insertos en algún lugar indeterminado de mediados a finales de los años noventa; hijos de cierta estabilidad sociopolítica y, sin embargo, fracturados desde la infancia. Addi (Birgir Dagur Bjarkason), Konni (Viktor Benóný Benediktsson) y Siggi (Snorri Rafn Frímannsson) pertenecen, cada uno a su manera, a núcleos familiares en los que la figura del padre está emborronada y ausente en el mejor de los casos; grotescos progenitores capaces de una negligencia y violencia monstruosas, provenientes de una miseria social insospechada en un país como Islandia y generadores, a su vez, de más violencia y más abuso como única herramienta conocida de comunicación con sus familiares. De modo que estos cuatro muchachos, por así decirlo, huérfanos y continuadores de esa misma brutalidad, encuentran consuelo en dañar a cualquiera que se les acerque.
La agresividad patológica de Konni proviene no solamente de un esfuerzo involuntario por reivindicar una masculinidad envenenada de prejuicios machistas —no en vano, le apodan «el animal»—; este es el único lenguaje en el que ha sido educado, y, por tanto, se limita apenas a perpetuar y difundir la propia violencia sufrida. Los demás jóvenes del grupo, quienes profesan por él una mezcla de admiración y miedo, que no es más que una imitación de los sentimientos por sus propias figuras paternas, deciden incorporar a su simulacro de familia a Balli (Áskell Einar Pálmason), un compañero de clase víctima de constantes vejaciones y humillaciones por parte de todo el mundo, dentro y fuera del colegio, demostrándole una forma de afecto particularmente mal entendido pero muy lógica en su dinámica interna. El contacto de los tres muchachos transforma al advenedizo, metafóricamente, en algo más que la sabandija que cree ser, algo que no llega a ser todavía una persona, pero se asemeja a una suerte de animal de compañía; un perro digno de protección al que harán pasar por un conjunto más habitual de pequeños ritos de paso clásicos en el imaginario colectivo (una fiesta en la piscina, una torpe interacción sexual), y al que acabarán cogiendo sincero cariño y mostrando respeto, en la medida de sus limitaciones. Addi, el menos desgraciado de los cuatro —pues su padre ausente es únicamente alcohólico—, comienza a sentir dudas acerca de la ética y el origen de toda esta vorágine de salvajismo, a la vez que atraviesa su propio camino de autodescubrimiento, experimentando una serie de delirios febriles o sueños místicos que lo erigen en un sosias de profeta, y anticipando así la bastante previsible escalada de brutalidad que amenaza cernirse sobre el grupo. La intensidad de los durísimos momentos vividos por estos cuatro jóvenes parece, sin embargo, desvanecerse tras el estallido de crueldad más gráfica en el último bloque, como si de repente la propia historia perdiese interés por la ruptura del grupo o sus consecuencias individuales, las cuales ven su resolución fuera de plano o son apenas verbalizadas, como si careciesen de importancia alguna.
Beautiful beings busca intensamente aprehender diminutos destellos de belleza y algún rasgo de bondad, entrecomillada, en un mar de precariedad y abandono, y su director consigue llevar esta empresa con relativa solvencia. A pesar de tratar un tema relativamente manido, consigue alcanzar hallazgos interesantes que, a priori, podrían parecer carentes de importancia, pero que terminan constituyendo el núcleo del filme: ha imbuido al comportamiento de sus personajes de una sensibilidad particular, presente irregularmente en la ternura con la que la cámara retrata algunos gestos pequeños sin aparente gravedad, como la manera que tienen sus protagonistas de lanzarse eventuales y muy contadas miradas de ternura, o de demostrarse afecto físico —la cabeza en el regazo y la mano revolviendo el cabello, un apretón en el hombro, que es casi una caricia—, que transmiten una honestidad inalcanzable por los demás apartados de la película. Esta es una historia de adolescencia enmarcada en el lugar común del «coming-of-age-drama», que encuentra como referentes directos algunos ejemplos más brillantes, como Rumble fish (1983) de Francis Ford Coppola y, especialmente, This is England, de Shane Meadows (2006).
Beautiful beings sigue, de manera muy canónica, una dinámica prestablecida, no solo por sus referentes inmediatos, sino por una forma de inercia cultural, que dictamina el orden y la sucesión de sus acontecimientos, dispara algunos mecanismos narrativos o hace ciertas concesiones al desarrollo, en favor de ofrecer, además, una conclusión, un cierre. La desigual atención sobre determinadas líneas narrativas —como los episodios místicos de Addi, cuya implementación no enmascara la sensación de haber sido pensados a posteriori—, o la impaciencia con la que Guðmundsson empuja a su final su trama, construida sin premura a lo largo del metraje, contrastan de forma negativa con lo que sí se aprecia perfectamente: una implicación intensa en la obra, que además escribe. Beautiful beings forma un conjunto ejecutado con buena mano y demuestra que recorrer un camino ya transitado por tantos otros no es necesariamente una actividad intrascendente, pues de vez en cuando es posible encontrarse con pequeños detalles inadvertidos.
© Revista EAM / 72ª edición de la Berlinale