Taipéi: urbe sin dioses
«Taipei Story», de Edward Yang.
Taiwán, 1985. Título original: «Qing mei zhu ma» /«青梅竹马». Dirección: Edward Yang. Guion: Edward Yang, Chu Tien-wen, Hou Hsiao-hsien. Compañía productora: Evergreen Films. Dirección de fotografía: Yang Wei-han. Música: Edward Yang. Montaje: Wang Chi-yang, Sung Fan-chen. Producción: Huang Yung, Lin Jung-feng, Liu Sheng-chung. Intérpretes: Hou Hsiao-hsien, Tsai Chin, Wu Nien-jen, Lin Hsiu-ling, Ko Su-yun, Ko I-chen, Mei Fang, Wu Ping-nan, Yang Li-yin, Chen Shu-fang, Lai Te-nan. Duración: 119 minutos.
En 1982, un milagro acaeció en una isla del Pacífico. Condenada a una encrucijada perenne entre su inescapable herencia china y sus aspiraciones ultramarinas, Taiwán ha buscado una definición para sí misma desde el fin de la guerra civil al otro lado del estrecho. Semejante confusión quedó asimismo registrada en celuloide, con una industria dividida entre el wuxia importado desde Hong Kong —a veces de la mano de autores taiwaneses como King Hu— y el melodrama tradicionalista impulsado por el propio gobierno insular bajo el eslogan de «realismo sano». Al margen de este popurrí cultural inextricable surgiría una generación de directores, encabezados por Edward Yang y Hou Hsiao-hsien, que reivindica un estilo costumbrista, cercano al neorrealismo italiano y la poesía pausada de Ozu. Aunque las diferencias entre Yang y Hou son notables (se tiende a hablar, no sin desatino, de cine urbano y cine rural, respectivamente), ambos artistas asimilan su oficio a una necesidad, si no un deber, de mostrar el verdadero Taiwán, hasta entonces inconcebiblemente olvidado. De entre sus copiosas creaciones durante la década de 1980, Taipei Story se constituye como toda una rara avis. Si bien coescrita junto con Hou Hsiao-hsien, quien también la protagoniza e incluso hipotecó su casa para financiarla, y Chu Tʽien-wen, frecuente colaboradora de este último, el filme condensa la esencia de su director, Edward Yang, dos años después del debut de su primer largometraje That Day, on the Beach (1983). Pese a que el pleno reconocimiento internacional se ha reservado para A Brighter Summer Day (1991) y Yi Yi (2000), consideradas ambas obras de madurez, es en esta primera etapa donde hace acto de presencia el sello más distintivo y personal de la carrera del realizador taiwanés, truncada demasiado pronto en 2007. Un breve repaso a su vida confirma los tres ejes que vertebran no solo Taipei Story, sino el legado de Yang en su conjunto: alienación, deshumanización arquitectónica e incomunicación.
I. «Todo el mundo se ha ido al sur de California».
Aunque Edward Yang nació en Shanghái en 1947, el desenlace de la guerra civil china pronto propiciaría el exilio de la familia a Taiwán, donde la promesa de regreso al continente nunca se cumplió. Tras pasar su infancia en la isla, Yang emigraría a los Estados Unidos con el objetivo de iniciar una finalmente frustrada formación como arquitecto. No sería hasta un afortunado encuentro con el cine de Werner Herzog y Michelangelo Antonioni cuando decide regresar a la patria para perseguir, ahora sí, una trayectoria en el séptimo arte. Este nomadismo determinará la ausencia de pertenencia a su medio, una apatridia de facto que transpira por cada poro de Taipei Story. Chin (Tsai Chin) es una ejecutiva de rango medio que ha sido degradada al puesto de secretaria en el seno de una gran compañía de desarrollo urbanístico. Su pareja, Lung (Hou Hsiao-hsien en una de sus esporádicas aventuras interpretativas), encaja con el perfil de perdedor: un vendedor minorista de telas anclado en el pasado, cuando era un prometedor jugador de béisbol. Ambos personajes se sitúan en los márgenes de una sociedad cambiante que les resulta extraña y hostil a partes iguales. Chin representa el mañana de Taiwán, un país que ha prostituido sus raíces en favor del pujante occidentalismo importado desde Washington y la seductora tecnología nipona. Por este motivo no sorprende que parte de la acción se desarrolle con un omnipresente neón de Fujifilm de fondo. Lung, por su parte, no encarna el ayer —este rol se le atribuye al padre de Chin (Wu Ping-nan), un tirano sin escrúpulos, nostálgico de las tradiciones avasalladoras de antaño—, sino el presente de Taiwán. Su fanatismo por los deportes americanos se solapa con la lealtad a sus mayores, heredera del confucianismo oriental con el que Edward Yang siempre ha mantenido una relación incómoda. Véase, por ejemplo, A Confucian Confusion (1994), donde Confucio regresa al Taipéi moderno y es recibido por la masa como un mero embaucador. Se trata, por tanto, de dos outsiders desvinculados de una ciudad que ya no reconocen y no sienten como propia.
II. «Es como si pudieras ver a todo el mundo desde aquí arriba, pero nadie puede verte a ti».
La pasión de Yang por la arquitectura se pone asimismo de manifiesto a lo largo de toda la cinta. Taipéi, urbe que da nombre a nuestra historia, se encuentra, al igual que Chin y Lung, en pleno proceso de redefinición. Lo que hasta hacía algunas décadas no era más que un pueblo de pescadores, en 1985 ya contaba con varios millones de habitantes. La explosión demográfica trajo consigo un acelerado y agresivo proceso de urbanización consistente en megaedificios de cemento que abrigan, cual colmena, habitáculos minúsculos en su interior. En una de las escenas iniciales, Ke (Ko I-chen), un arquitecto que durante el día es colega de trabajo de Chin y, al caer la noche, amante, relata una demanda que enfrenta la compañía por un ridículo error de cálculo de 10 cm. en una obra, el cual ha supuesto la dimisión de la mesa directiva. Mientas caminan por la estructura brutalista de la empresa, Ke se detiene frente a una de las cristaleras e invita a Chin a contemplar con él el lánguido horizonte urbano: «Mira esos edificios. Cada vez me resulta más difícil distinguir los que diseñado del resto. Todos son iguales. Que alguna vez tuviera algo que ver con ellos cada vez parece menos importante». Las metrópolis como Taipéi, a pesar de estar inundadas de millones de almas que transitan su asfalto a diario, tienen un paradójico efecto deshumanizador. Sí, son ciudades globalizadas, pero, lejos de abrir el espectro de posibilidades de sus pobladores, se erigen como precarias junglas de hormigón en las que nacer, sobrevivir y morir. Plagada por luminosos carteles publicitarios y un tráfico asfixiante, el progreso ha convertido lo que los portugueses otrora denominaran Ilha Formosa («Isla Hermosa») en un infierno en la Tierra.
III. «Se fue y luego se suicidó. Sin ni siquiera decir un puto adiós».
La incomunicación, último gran pilar en el imaginario del taiwanés, no es sino el producto de la alienación y el brutalismo arquitectónico. Influido por el cine de Antonioni y su celebrada trilogía, Yang levanta un nuevo monumento a esta incomunicación, triste pero incuestionable zeitgeist de nuestra era. Los síntomas son claros en la pareja protagonista: aunque se conocen desde la infancia, cuando Chin estaba perdidamente enamorada de Lung, ahora apenas tienen de que hablar. Su único proyecto común de futuro —a saber, mudarse a California para trabajar con el cuñado de Lung — no tardará en derrumbarse. En un momento dado, como último recurso y a la desesperada, Chin le propone a Lung que se casen, a lo que este responde apáticamente que «el matrimonio no es la cura de todos los males, tan solo una esperanza pasajera; la ilusión de poder comenzar de nuevo». Su relación está hecha jirones, abocada a la tragedia. Quizá al igual que sus vidas. De este modo Taipei Story es una obra imprescindible —de una anatomía visual portentosa, no solo capaz de captar la esencia transicional de Taipéi sino también de extraer algo de su decadente belleza—, una perfecta síntesis de la incertidumbre y la indefinición que aquejaban a la isla, recientemente democratizada tras casi cuatro décadas de régimen militar y todavía hoy a caballo entre Oriente y Occidente.
© Revista EAM / Madrid