Lo que no puede comprarse
Crítica ★★★☆☆ de «The Nest», de Sean Durkin.
Reino Unido, Canadá. 2020. Título original: The Nest. Director: Sean Durkin. Guion: Sean Durkin. Productores: Sean Durkin, Glen Basner, Ben Growing, Alison Cohen, Robble David, Matthew Field, Rose Garnett, Ed Guiney, Amy Jackson, Jude Law, Andrew Lowe, Kasia Malipan, Christina Piovesan, Milan Popelka, Aaron Ryder, Derrin Schlesinger, Noah Segal, Jeremy Smith, Polly Stokes. Productoras: Element Pictures, BBC Films, Elevation Pictures, FilmNation Entertainment: Fotografía: Richard Reed Parry. Música: Mátyás Erdély. Montaje: Matthew Hannam. Reparto: Jude Law, Carrie Coon, Oona Roche, Charlie Shotwell, Michael Culkin, Adeel Akhtar.
Inédito en la dirección durante prácticamente una década, la que separa Martha Marcy May Marlene (2011) de The Nest, salvo un breve paréntesis para sacar adelante la miniserie Southcliffe (2013), Sean Durkin es uno de tantos nombres catapultados por Sundance con suerte dispar. Si hubiera que situarlo en una promoción de talentos, que no en una generación, cabría ver su foto junto a las de Debra Granik, Drake Doremus, Lee Daniels, David Lowery y Lucky McKee. Cineastas muy distintos entre sí, pero cosidos por esa atracción hacia lo ominoso que tan bien supo definir Freud a partir de El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann. La pérdida de familiaridad que aparece en el núcleo de lo conocido, o el retorno de lo reprimido, asoma en The Nest mediante una magnífica puesta en escena que vira poco a poco la película desde el drama familiar de sobremesa hacia el fantástico naturalista. Es el territorio favorito de su tocayo Sean Ellis, que Durkin difumina hasta crear una atmósfera que barre cualquier signo genérico evidente. Pregnancia formal pura, pues, la que exhibe esta película que habla con complejidad y profundidad de algunas cuestiones sensibles de nuestro presente.
En la historia de Rory O´Hara (Jude Law) y su familia, que se mudan de Estados Unidos a Inglaterra por motivos laborales, hay larvada una acerada reflexión sobre el capitalismo neoliberal como forma de economía que impone una forma de vida y de pensamiento ligados al materialismo y, por tanto, al individualismo. Rory es el típico yuppie que ansía ser rico por encima de cualquier otra ambición, y hacia esa espiral arrastra a su mujer Allison (Carrie Coon) y a sus dos hijos, Ben (Charlie Shotwell) y Samantha (Oona Roche). Vivir para ganar dinero, gastárselo y presumir de ello. Así siempre en un bucle donde nunca hay ni se tiene lo suficiente y en el que fingir importa más que ser. El hecho de que el filme se desarrolle en los años ochenta supone además una crítica a la consideración nostálgica de una década que hoy el cine, la televisión y la moda tienden a idealizar con demasiada frecuencia, obviando su carácter esencialmente egoísta en lo económico, cínico en lo político y machista en las relaciones afectivas. Son evidentes los dardos que lanza Durkin a la política económica dominante en esa época –Rory es un inversor financiero– y a sus principales impulsores a ambos lados del Atlántico (Ronald Reagan y Margaret Thatcher), puesto que el filme establece nexos constantes entre Estados Unidos y Gran Bretaña.
En un ámbito meta, The Nest se presta incluso a ser considerada como un ejercicio revisionista de la confianza en la economía de mercado y su agente principal, la figura del emprendedor, que vendía buena parte del cine comercial norteamericano de finales de los ochenta y principios de los noventa, representada en películas como Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), Armas de mujer (Working Girl, Mike Nicholls, 1988), Cocktail (Roger Donaldson, 1988), El secreto de mi éxito (The Secret of my Success, Herbert Ross, 1987) y, parcialmente, Wall Street (Oliver Stone, 1987), auténticos éxitos populares en su momento que siguen gozando del favor de la audiencia en cada reposición por la tele. Lo nuevo de Durkin discute esa visión romántica para levantar un estimable retablo sobre el fracaso, la pérdida y la desorientación vital que produce la ideología del dinero llevada al extremo, y lo hace trasladando esta del ámbito de los sueños (los cuentos de Hollywood) al de las pesadillas (las fábulas europeas). Porque en The Nest, y no parece una decisión casual, el personaje más simbólico de todo lo que ocurre es un animal, el caballo de Allison, cuya presencia primero real y luego fantasmagórica constituye una lección ejemplar de las posibilidades narrativas de la retórica fabuladora.
▼ The Nest, Sean Durkin.
Festival de Sundance 2020.
Festival de Sundance 2020.
«Lo nuevo de Durkin discute esa visión romántica para levantar un estimable retablo sobre el fracaso, la pérdida y la desorientación vital que produce la ideología del dinero llevada al extremo, y lo hace trasladando esta del ámbito de los sueños (los cuentos de Hollywood) al de las pesadillas (las fábulas europeas)».
Lo alegórico de su sacrifico y muerte invita a pensar en otro comentario implícito en la película sobre nuestro problemático presente. La situación de aislamiento y la consiguiente desconexión de la realidad que sufren los O’Hara en su casa de campo inglesa –una granja en Surrey, un mundo apartado dentro de otro mundo aún más apartado (Inglaterra)– puede interpretarse como una lectura nada inocente sobre el Brexit. Lectura que refuerzan los apuntes del guion sobre el peso de la tradición en la cultura y la sociedad inglesas, desde la educación hasta los negocios, pasando por la codificación masculina de las relaciones sentimentales, laborales y sociales. Las reacciones opuestas de Ben (introvertida) y Samantha (extrovertida) ante este nuevo contexto ilustran una situación de extrañeza y tramposa singularidad que, como se dijo al principio de estas líneas, inspira la parte formal más jugosa de The Nest. La paulatina deriva ética y moral de cada miembro de la familia se narra con una progresión dramática hacia lo siniestro que recuerda el tono de las historias de fantasmas de Hodgson, en tanto la planificación, la secuenciación y el montaje dotan a la película de un aura onírica que se vuelve más sombría a cada paso.
La tercera y última reflexión sobre nuestro presente tiene que ver con la consideración de la mujer en una sociedad asimétrica y piramidal, tal y como es el mercado para el liberalismo económico que cuestiona la película. De Allison y Samantha se espera que cumplan un rol abnegado y sumiso en cada esfera de la vida social: mujer florero y madre perfecta la primera, hija estudiosa y recatada la segunda. La ‘libertad’ que les procura Rory es material (casas, coches, caballos, ropa) y está dirigida a controlar sus espacios privados a través de lo objetual impuesto. Durkin dibuja con trazo a la vez fino y agudo el empoderamiento de ambas al hacerlo coincidir con la caída en desgracia de Rory. Enfrenta, en definitiva, una forma de estar en el mundo basada en hechos (lo femenino) a otra de carácter especulativo (lo masculino). El resultado de este choque constante concluye en la magistral escena final, cuando un Rory totalmente derrotado entiende por primera vez lo que es sentirse humillado y en manos de los demás. Samantha le abraza y le sirve el desayuno; Allison le coge de la mano sin mirarlo. Come y calla, anda.
© Revista EAM / Madrid