«Viscosa y espesa como una sopa de sangre»
Crítica ★★★★☆ ½ de «La tragedia de Macbeth», de Joel Coen.
Estados Unidos, 2021. Título original: «The Tragedy of Macbeth». Dirección: Joel Coen. Guion: Joel Coen. Historia original: William Shakespeare. Compañía productora: A24, IAC Films. Dirección de fotografía: Bruno Delbonnel. Música: Carter Burwell. Montaje: Lucia Johnston, Reginald Jaynes. Producción: Joel Coen, Frances McDormand, Robert Graf. Intérpretes: Denzel Washington, Frances McDormand, Brendan Gleeson, Bertie Carvel, Alex Hassell, Corey Hawkins, Kathryn Hunter, Harry Melling, Ralph Ineson, Sean Patrick Thomas, Miles Anderson, Matt Helm, Brian Thompson. Duración: 105 minutos.
Desde su estreno en la corte de Jacobo I a comienzos del siglo XVII, Macbeth ha sido considerada una pieza maldita entre aquellos que la interpretaban en teatros y salones. Aún hoy, los actores más supersticiosos se refieren a ella como «La obra escocesa», evitando así mentar el nombre de su malogrado protagonista. Según la leyenda negra que la envuelve, William Shakespeare se inspiró en la caza de brujas que tuvo lugar en North Berwick para representar a las «Hermanas Fatídicas», parafraseando incluso los testimonios de las enjuiciadas a la hora, por ejemplo, de conjurar sus aciagas profecías. El propio Jacobo I, mecenas del Bardo a quien la obra en cuestión homenajea (el monarca afirmaba ser descendiente lejano de Banquo, némesis de Macbeth), era un entusiasta reconocido del esoterismo, publicando en 1597 un tratado sobre demonología que serviría asimismo de influencia para Shakespeare. En este contexto dominado por la nigromancia y las fuerzas oscuras que nos gobiernan surge La tragedia de Macbeth (2021), primera incursión cinematográfica de Joel Coen en solitario. Su adaptación es notable no solo porque abraza –desde una veneración cercana a lo hagiográfico– el texto original, sino también el espíritu que lo imbuía: Macbeth es, en palabras del crítico teatral Jan Kott, «viscosa y espesa como una sopa de sangre». Después de demasiados intentos de transliteración a la gran pantalla, Coen ha conseguido al fin plasmar esa atmósfera densa y aletargada, esculpiendo una historia que tiene más de mal augurio que de tragedia política.
Tanto la obra escrita como la que nos ocupa abren, de hecho, con las brujas de Hécate, que aguardan la llegada de Macbeth (Denzel Washington) y Banquo en un yermo donde solo pueden escucharse sus susurros presagiadores y la brisa que mece la bruma de la que emergen nuestros héroes, victoriosos tras la batalla. Lo que viene después es de sobra conocido: las Hermanas le vaticinan a Macbeth la Corona de Escocia, mientras que Banquo nunca reinará, pero sí sus vástagos –recordemos la genealogía de Jacobo I. Azuzado por estas visiones así como por las pasiones regicidas de su esposa, Lady Macbeth (Frances McDormand), el barón de Glamis y Cawdor se precipitará en un pozo de ambición y locura hasta cumplir con la profecía y convertirse en un tirano. Joel Coen sitúa la acción en un escenario descaradamente teatralizado, con paisajes fantasmagóricos acosados por una niebla perenne e interiores desnudos, casi primitivos, extraños a cualquier clase de ornamento. Que nadie se lleve las manos a la cabeza al descubrir que todo el proceso de grabación se llevó a cabo en un mastodóntico estudio de Los Ángeles. Así las cosas, cuesta distinguir si se trata de una recreación alucinada del infierno o de una perversión amarga de nuestro mundo: sus páramos están enlodados, aunque rara vez llueve; los muros y escaleras, hechos de un cartón piedra níveo y frío, recuerdan a los del castillo gótico de Vampyr (Carl Th. Dreyer, 1932); las lucernas, horadadas en perfecta simetría con portones y columnas, dejan penetrar una luminosidad artificial ya sea día o noche. Este Macbeth, filmado en el sensacional blanco y negro de Bruno Delbonnel, es un claroscuro penumbroso que, en sus contrastes, ensalza el mal incipiente y predativo que amenaza a aquella buena tierra. La intención del estadounidense resulta a estas alturas evidente: los protagonistas de La tragedia de Macbeth son los humanos y demonios (¿acaso no son lo mismo?) que lo habitan; su emplazamiento no es más que un marco de trabajo auxiliar con valor estético, la anotación al inicio de una escena que, en una obra de teatro, da paso a la misma.
Quizá con ánimo de acentuar la teatralización, o quizá meramente consciente de los riesgos que entrañaría un duelo lírico con una de las plumas más brillantes que se conocen, el mayor de los Coen se resigna –salvo en contadas excepciones– a transcribir fragmentos del material original. Todo un disfrute para aquellos versados en las florituras y cabriolas semánticas del de Avon, si bien los no iniciados siquiera en su accesible Macbeth probablemente piensen diferente. Por fortuna, nos repetimos, el estreno en salas ha sido tan ridículamente limitado que los primeros podrán rebobinar cada soliloquio para deleitarse y los segundos para devanarse los sesos. Y, si no, siempre les quedará la posibilidad de tomar a préstamo los lamentos de Macbeth ante el atentado contra Duncan: «hubiera muerto yo una hora antes y mi vida habría sido una dicha». Un servidor no es especialista en Shakespeare, pero la casilla de Macbeth sí está tachada, y esta última adaptación –además de hacerle justicia– aporta grandiosidad y sublimidad a un texto que no necesitaba más que de sí mismo para entusiasmar.
▼ Macbeth, Joel Coen
Rompiendo la maldición.
Rompiendo la maldición.
«Su adaptación es notable no solo porque abraza –desde una veneración cercana a lo hagiográfico– el texto original, sino también el espíritu que lo imbuía. […] Después de demasiados intentos de transliteración a la gran pantalla, Joel Coen ha conseguido al fin plasmar esa atmósfera densa y aletargada, esculpiendo una historia que tiene más de mal augurio que de tragedia política».
Lo hace, paradójicamente, desde una sobriedad y mesura a las que solo un director experimentado como Joel Coen estaría dispuesto a someterse. Sus apabullantes planos picados y cenitales se acercan más a El proceso (1962) de Orson Welles que a su barroco Macbeth (1948). Tampoco hay ni rastro de la belicosidad de Justin Kurzel (2015) ni de la personalísima y no menos grotesca adaptación firmada por Roman Polanski (1971). Trono de sangre (Akira Kurosawa, 1957), a pesar de mostrarse más preocupada por el honor típicamente nipón que por la magia negra, es el único Macbeth capaz de hacer sombra al de Coen. Sin embargo, donde el inimitable Toshiro Mifuno eligió «ruido y furia», Denzel Washington se decanta por la templanza. La transición entre el barón de espíritu noble, fiel a su rey, y el magnicida embriagado de poder en que deviene es tan sutil que en un primer momento parece que jamás vaya a producirse. Sus angustiantes cavilaciones, acompañadas de miradas entregadas al vacío donde una chispa de locura va brotando sin remedio, se oponen a la determinación fatal de Frances McDormand. La complejidad de Lady Macbeth –caja de Pandora de todos los males al debutar la obra, hoy incluso vindicada– habría requerido de algo más de detenimiento. Su descenso a la demencia más absoluta se antoja apresurado, y para cuando se ha convertido en un espectro ataviado de blanco al final de la escalera, su hora fúnebre ya es inminente. Mención aparte merece la interpretación de no una, ni de dos, sino de las tres brujas, a cargo de Kathryn Hunter. Sus contorsiones imposibles y su horripilante voz hueca llegan a confundir, y un pensamiento flota entonces sobre nosotros: ¿y si Macbeth está genuinamente maldita?
Joel Coen se ha hecho, sin duda, esa misma pregunta hasta la saciedad. ¿De dónde nacen si no esos tambores de ultratumba que resuenan al unísono de las pisadas que se encaminan a dar muerte a un rey, o de las gotas de sangre que se escurren hasta chocar con la piedra húmeda de Dunsinane? Al fin y al cabo, fueron las quemas de brujas y los grimorios escritos por su mecenas los que informaron esta tragedia shakesperiana. La ambición desmedida y la tiranía (focos habituales del análisis de la obra) son corolarios, que no causa, del mal que sacudió las tierras escocesas de Duncan, Macduff y otros nobles señores ficcionales del siglo XI. Y podríamos seguir disertando sobre las infinitas capas que encierra porque Macbeth es inagotable, ya se dirijan otras treinta adaptaciones más o caiga en el olvido de generaciones venideras. El maestro de Minnesota lo sabe; quizá es por eso que la suya es la mejor de todas ellas.
© Revista EAM / Madrid