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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El callejón de las almas perdidas

    El hombre y el monstruo

    Crítica ★★★★☆ de «El callejón de las almas perdidas», de Guillermo del Toro.

    Estados Unidos, 2021. Título original: «Nightmare Alley». Dirección: Guillermo del Toro. Guion: Guillermo del Toro, Kim Morgan (Novela: William Lindsay Gresham). Productores: Bradley Cooper, Guillermo del Toro, J. Miles Dale. Fotografía: Dan Laustsen. Música: Nathan Johnson. Montaje: Cam McLauchlin. Reparto: Bradley Cooper, Rooney Mara, Cate Blanchett, Willem Dafoe, Toni Collette, David Strathairn, Ron Perlman, Richard Jenkins, Mark Povinelli, Mary Steenburgen, Peter MacNeill, Holt McCallany, Tim Blake Nelson, Clifton Collins Jr., David Hewlett. Duración: 150 minutos.

    A estas alturas de la película, poco le queda a Guillermo del Toro que demostrar como cineasta. Junto a Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón conforma un exitoso triunvirato de directores mexicanos galardonados con el Oscar y que han alcanzado el éxito a nivel mundial. A diferencia de sus compatriotas, autores de filmes más “serios”, del Toro siempre ha transmitido poseer el espíritu de un niño que disfruta haciendo películas de fantasía, y es que eligió entregar su inmenso talento a exaltar la figura del monstruo en celuloide, como forma de agradecer que desaparecieran de sus pesadillas infantiles, aquellas en las que soñaba estar despierto y a merced de las más diversas criaturas, pactando con ellas que siempre serían su fuente de inspiración. Cumplió su palabra y Federico Luppi encarnaría a un anciano vampiro en una de las óperas primas más sorprendentes de los noventa, Cronos (1993), cuyas formidables críticas regalaron al director un pase directo a Hollywood, donde, afortunadamente, no se dejaría domesticar. Y es que Mimic (1997), pese a su apariencia de producto comercial, poco tenía de rutinario, siendo una de las monster movies más destacadas de una época en la que proliferaron las hijas bastardas de Alien, contando una oscura historia de cucarachas genéticamente alteradas, habitantes letales del metro de Nueva York. Del Toro no se dejó cegar por el éxito y supo compatibilizar obras más personales y ambiciosas, como El espinazo del diablo (2001) y la ganadora del Oscar El laberinto del fauno (2006) –tal vez su obra maestra hasta la fecha–, magníficas incursiones en el cine español donde tuvo el valor de abordar un tema tan espinoso como la Guerra Civil desde una óptica de cine fantástico muy original, con vehículos más destinados al entretenimiento puro y duro. Blade 2 (2002) fue una secuela considerablemente más creativa que la cinta original realizada por el más impersonal Stephen Norrington, mientras que su díptico sobre Hellboy, el demonio surgido de la novela gráfica de Mike Mignola, presentó un universo monstruoso formidable, y Pacific Rim (2013) fue un regalo a los fans del kaiju que, con sus 190 millones de dólares de presupuesto, supone el proyecto más caro al que se ha enfrentado el mexicano.

    Después de aquella incomprendida historia de amor gótico La cumbre escarlata (2015), tan deudora de Mario Bava como de los clásicos de la Hammer, del Toro alcanzó la gloria con sus Oscars a mejor película y director conseguidos con La forma del agua (2017), hermosa especie de reinterpretación de La bella y la bestia donde una chica muda que trabaja limpiando en un laboratorio se enamoraba de un hombre anfibio cautivo en las instalaciones. La especial sensibilidad del director, tan cercano a esos seres diferentes, marginados por la sociedad, y ese imaginario visual tan característico suyo –dos características que comparte con otro autor fantástico contemporáneo como Tim Burton– alcanzaban una espléndida madurez en aquella película que ponía el listón muy alto para su siguiente proyecto. Tal vez por ello ha tardado cuatro años en volver a ponerse tras las cámaras, y lo hace con una apuesta que, por primera vez, se aleja del género de la fantasía o el terror, la adaptación de una novela de William Lindsay Gresham publicada en 1946 y que ya conoció una primera traslación a la gran pantalla, El callejón de las almas perdidas (1947). Aquella versión fue un sombrío drama con toques de cine negro, ambientado en el mundo de las ferias ambulantes, que supondría la segunda colaboración entre el director Edmund Goulding y el actor Tyrone Power, en una de sus mejores interpretaciones, tras el éxito de El filo de la navaja (1946). Rodada en blanco y negro, aquella maravillosa película presentó una visión de la nómada vida de los feriantes tan oscura y turbulenta como la de La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932). Y sí, la figura del monstruo está muy presente en la historia, por lo que no es casualidad que Guillermo del Toro se haya decidido a ofrecer su particular visión de la misma, rodando un drama psicológico como si de una cinta de horror se tratara. La turbia ambientación, el virtuoso barroquismo de su dirección artística –con imágenes tan inequívocamente representativas de la imaginación del cineasta como aquellas que acontecen en el interior de un pasaje del terror– y la tendencia a mostrar algunas escenas de extrema violencia gráfica están ahí, haciendo que la nueva El callejón de las almas perdidas sea una obra cien por cien Guillermo del Toro y, a la vez, funcione como una acertada oportunidad para que el director explore otro tipo de género no transitado hasta el momento.

    Ambientada en el decadente Nueva York de 1941, con Roosvelt en la presidencia de los Estados Unidos y el mundo con los ojos puestos en esa Alemania nazi que invadía la Unión Soviética, la historia sigue los pasos de Stan (Bradley Cooper), un vividor que, huyendo de un difícil pasado que trata de enterrar, acaba enrolándose en una pintoresca comunidad de feriantes ambulantes. Allí se codeará con personajes como Zeena (Toni Collette) y el alcohólico Pete (David Strathairn), un matrimonio de falsos mentalistas; el forzudo Bruno (Ron Perlman) y el diminuto Alcalde (Mark Povinelli), Molly (Rooney Mara), una soñadora muchacha que realiza un espectacular número donde la electricidad recorre su cuerpo, y, sobre todo, el empresario Clem (Willem Dafoe), un tipo tan desalmado que es capaz de embaucar a pobres excombatientes de la Gran Guerra, ahora convertidos en mendigos alcoholizados que malviven en las calles (esos callejones de almas perdidas a los que hace mención el título), para que ejerzan el papel más denigrante de la feria, el de engendros, mitad hombres, mitad monstruos, capaces de espantar al público, tanto por su grotesca apariencia, como por la manera en que devoran a una gallina viva ante sus ojos. La empatía y curioso acercamiento que se produce, desde el primer instante, entre el observador y silencioso Stan y la “criatura” cautiva en el lugar, resulta muy sintomático de lo que será el devenir de la trama, con el protagonista corrompiéndose por culpa de la ambición y la codicia, cometiendo los engaños y traiciones más reprobables con el único fin de enriquecerse a costa de personas que han perdido la esperanza y cualquier señal “del más allá” les sirve para salir adelante. La película habla del monstruo que todos llevamos dentro y Bradley Cooper, tomando el relevo de Tyrone Power, lo encarna con excepcional convicción, en la que podría ser la mejor actuación de toda su trayectoria (su escena final merece cualquier nominación). Todo el reparto está a la altura, siendo especialmente destacable la labor de Strathairn y, sobre todo, de una Cate Blanchett que resucita con brillantez a esa femme fatale del noir de los 40. Ella encarna a Lilith, una psiquiatra con ocultas intenciones que se cruza en el camino del protagonista, y es un placer asistir a su recital de miradas felinas, sinuosos cruces de piernas o seductoras caladas a cigarrillos.

    Nightmare Alley, Guillermo del Toro.
    En la madurez creativa del director mexicano.


    «La turbia ambientación, el virtuoso barroquismo de su dirección artística –con imágenes tan inequívocamente representativas de la imaginación del cineasta como aquellas que acontecen en el interior de un pasaje del terror– y la tendencia a mostrar algunas escenas de extrema violencia gráfica están ahí, haciendo que la nueva El callejón de las almas perdidas sea una obra cien por cien Guillermo del Toro y, a la vez, funcione como una acertada oportunidad para que el director explore otro tipo de género no transitado hasta el momento».


    El guion de Kim Morgan y el propio Guillermo del Toro sabe capturar gran parte de la turbiedad de ese cuento moral que fue la novela de Gresham, posee incisivos diálogos –los mejores se los llevan Cooper y Blanchett en las escenas que comparten– y, a nivel artístico, emerge como una obra fascinante, con una fuerza visual apabullante a la que contribuye sobremanera la fabulosa fotografía de Dan Laustsen, capaz de otorgarle una atmósfera casi irreal, pesadillesca. Es en la primera mitad de la función, aquella que tiene lugar en la feria, con esa prodigiosa presentación de la fauna que en ella se mueve, las relaciones que se establecen entre todos los personajes y los trucos de ilusionista que estos utilizan para timar a los atónitos visitantes, donde del Toro se encuentra más cómodo. La segunda parte, más urbana y glamurosa, con la pareja formada por Stan y Molly ofreciendo sus espectáculos entre la alta sociedad de la época, deja a un lado los ambientes tenebristas de la feria (atención a la perturbadora presencia de ese aberrante bebé nonato que, desde el interior de un frasco de cristal, parece mirar a los ojos del protagonista) para sumergirse en los, más vírgenes para el director, terrenos del thriller pasional, sin renunciar a ingredientes tan propios del cine fantástico como el tarot o las apariciones fantasmales. La presencia en esta parte de la historia de profesionales tan capacitados como Richard Jenkins, Peter MacNeill o la siempre magnífica Mary Steenburgen, ayuda a mantener el interés, aun cuando sus dos horas y media de metraje pudieran parecer excesivas cuando su ilustre precedente de 1947 solo necesitó 112 minutos para entregar una redonda adaptación del libro. A su favor, la nueva versión tiene la valentía de llevar hasta las últimas consecuencias las acciones del protagonista, en el fondo un pobre diablo que termina creyéndose sus propias mentiras cuando juega a ser Dios. Tal vez no sea El callejón de las almas perdidas la mejor película de su director, pero sí puede pujar por el puesto a la más desesperanzadora y trágica, al mismo tiempo que le abre nuevos e interesantes caminos en una carrera que aún promete regalar al público muchos otros “monstruos” tan inolvidables como el del estafador Stan.


    José Martín León |
    © Revista EAM / Madrid


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