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    Cine Alemán Siglo XXI

    La liturgia de existir: «Misa de medianoche» y las series de Mike Flanagan

    La liturgia de existir

    «MISA DE MEDIANOCHE» Y LAS SERIES DE MIKE FLANAGAN.

    De alguna manera, el cine nació con un gesto de terror. Es legendaria la reacción de los espectadores ante el pase de Llegada del tren a la estación de La Ciotat (1896) de los hermanos Lumière, que huyeron despavoridos de la sala, ante el temor de que el tren que veían acercarse en la pantalla les atropellara. Aunque sin duda hay mucho de exageración romántica en este hecho, habida cuenta de que no era en absoluto la primera proyección con público que se hacía de imágenes en movimiento, no es menos cierto que, dada la condición que entonces poseía el incipiente cinematógrafo entre un espectáculo de feria y una curiosidad científica, lo más probable es que los asistentes fueran personas de variopinta condición y, desde luego, en absoluto aficionados asiduos, con lo que no es descabellado que se produjera un pequeño alboroto entre algunos recién iniciados, magnificado luego por la prensa ―y los intereses publicitarios de los Lumière―, aparte, por supuesto, del paso del tiempo. Lo que, en cambio, no tiene nada de inventado es la no menos famosa opinión de Maksim Gorki tras asistir a una proyección cinematográfica:

    «Ayer estuve en el reino de las sombras. Si supierais hasta qué punto es aterrador… Allí no existe ni el sonido ni el color: todo, la tierra, los árboles, los hombres, el agua y el aire, todo tiene allí un color gris uniforme. En el cielo gris, rayos de sol grises; en los rostros grises, ojos grises. Y hasta las hojas de los árboles son grises como la ceniza: no es la vida, sino una sombra de vida. No es el movimiento, sino una sombra de movimiento, desprovista de sonido. [...] La visión es espeluznante, porque lo que se mueve son sombras, nada más que sombras. Encantamientos y fantasmas, los espíritus infernales que han sumido ciudades enteras en el sueño eterno acuden a la mente».


    Que un hombre culto como él incidiera en el espanto que le había producido ver una pieza de celuloide, redunda en ese elemento de anormalidad que Gorki señaló como tara del invento que hacía furor en Occidente, pero que de hecho evidenciaba su reacción psicológica ante una imitación, realista y no realista, del mundo. Dicho mecanismo de la psique, documentado por Freud, y antes que él, por Ernst Anton Jentsch en Hacia la psicología de lo Inquietante (1906), es la manifestación de una sensación de malestar, de desasosiego, que Jentsch explicó aplicándola a nuestra respuesta ante seres que no están ni vivos ni muertos, y en consecuencia solamente existentes en el ámbito literario; y por extensión, añadimos nosotros, en cualquier recreación ficcional. El pavor que sintió Gorki, paradójicamente, demuestra que su incomprensión del potencial creativo del cinematógrafo era en el fondo una intuición genial de la materia por excelencia del séptimo arte (el tiempo) y, por ende, «de cómo el cine está ligado al misterio, a un carácter fantasmal que encuentra múltiples formas de desarrollarse», tal y como señala el compañero Miguel Muñoz Garnica en su espléndido ensayo sobre el cine del siglo XXI.

    No es fortuito que los orígenes del cine narrativo estén ligados a lo fantástico, desde El hada de los repollos (1896) de Alice Guy hasta la obra de Georges Méliès, y llegando al hecho de que una de las cinematografías más potentes del período mudo, la germana, hiciera de la mitología, la ciencia ficción y el terror los vehículos por excelencia del lenguaje fílmico. Asociado, además, a las corrientes vanguardistas del momento, el cine alemán supo imbuirse del expresionismo y el surrealismo de otras artes, al descubrir el potencial del medio para la plasmación de lo onírico y lo inconsciente. De ahí que el doppelgänger, esa figura, de nuevo contradictoria ―nosotros y no nosotros―, se popularizara en la época, y resumiera en su condición de doble antinatural ese elemento aterrador en buena medida intrínseco a la experiencia cinematográfica. Ya lo decía Borges con su recurrente malestar ante los espejos: «Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro/paredes de la alcoba hay un espejo,/ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo».

    Y si cito los versos del escritor argentino es porque uno de los filmes más notables de Mike Flanagan, Oculus (2013), gira en torno, justamente, a un espejo mágico que destroza con sus malvadas ilusiones la vida de una familia. Esta cinta es la que puso en el punto de mira de la cinefilia de nicho al realizador de Salem, y teniendo cuenta la sucinta sinopsis que acabo de hacer, no es difícil imaginar que ya se hallaba en ella esa sutil combinación de lo sobrenatural ominoso con el drama intimista que ha hecho de Flanagan uno de los grandes maestros actuales del género de terror, junto con Ari Aster y Robert Eggers.

    Oculus
    Mike Flanagan, 2013.


    «Flanagan es, sobre todo, un narrador, pero en el sentido que se le da a esta palabra en inglés, storyteller, una figura a medio camino entre el artista, el erudito y el chamán, conectado a un acervo cultural previo, pero también dotado de una imaginación tan portentosa que parece encarnar el tópico de la inspiración divina».


    Por este motivo, es casi un lugar común entre la crítica especializada, al hablar del universo de Flanagan, vincularlo a la mejor tradición del cine terrorífico norteamericano de los años 70, en el que también se aunaban las tragedias personales de los protagonistas con el elemento horriblemente antirrealista: El otro (1972) de Robert Mulligan o Amenaza en la sombra (1973) de Nicholas Roeg son buena muestra de ello. Aunque no puede negarse la influencia de este tipo de películas en la obra del director estadounidense, me parece no obstante una simplificación de sus referentes, pues, por un lado, su estilo visual rehúye el tono seco y desnudo de la mayoría de las realizaciones de género de la década en cuestión, y, por el otro, conviene recordar que la popularización de lo terrorífico que se produjo en la cultural occidental con la irrupción del Romanticismo siempre, repito, siempre llevó de la mano la enfermiza fascinación hacia lo que abrazaba impúdicamente lo más sanguinolento y primitivo de la mente humana junto con el tormento dramático del hombre moderno y racional tratando futilmente de imponerse a ello y siendo víctima, finalmente, de esas fuerzas ancestrales a las que quería oponerse. O dicho de otra forma: dudo mucho que Flanagan no haya leído a Mary Shelley, a Guy de Maupassant o a Edgar Allan Poe.

    Resulta significativo que, si bien existan en sus largometrajes elementos interesantes ―podríamos mencionar aquí Hush (2016) o Doctor Sueño (2019)―, el talento del director parece haber encontrado en el serial televisivo su canal de expresión más adecuado. Porque Flanagan es, sobre todo, un narrador, pero en el sentido que se le da a esta palabra en inglés, storyteller, una figura a medio camino entre el artista, el erudito y el chamán, conectado a un acervo cultural previo, pero también dotado de una imaginación tan portentosa que parece encarnar el tópico de la inspiración divina. Y esta especie de glosador de la tradición es alguien que crea ambientes, que se toma su tiempo, que parte de lo antiguo para alumbrar lo nuevo, que forja un tapiz lentamente hilvanado de referencias y sugestiones, que toma de la mano a su público y lo sumerge poco a poco en el corazón de sus historias, por lo que no solo le insinúa la derroteros argumentales apelando a su atención y cultura, sino que también juega con él, le implica a participar activamente en el significado ulterior de cada propuesta, a través de claves y guiños que se repiten una y otra vez... Los 120 minutos estándares de una película de Hollywood no son los más idóneos para esta clase de narrativa.

    Doctor Sueño
    Doctor Sleep, Mike Flanagan, 2019.


    Si sus tres producciones para Netflix se han convertido en un auténtico hito del terror contemporáneo, se debe a su habilidad para volver a los orígenes del género, pero no mediante una reproducción caligráfica de las fuentes, sino bebiendo de todas ellas ―literarias, fílmicas, pictóricas, folclóricas― indistintamente, para luego ir modernizándolas, transformándolas, o si se quiere enriqueciéndolas con las mejores reinterpretaciones de las mismas llevadas a cabo en el ámbito del séptimo arte y de la cultura pop en general, con el universo de Stephen King a la cabeza. Que La maldición de Hill House (2018) adapte la famosa novela homónima de Shirley Jackson es ya toda una declaración de intenciones, dado que se trata de una obra varias veces trasladada a la gran pantalla, bien sea de forma explícita o apócrifa, estando al frente de todas ellas la exquisita La mansión encantada (1963) de Robert Wise, de la que Flanagan toma buena nota (v. gr. el protagonismo de la escalera de caracol). Y otro tanto puede decirse de La maldición de Bly Manor (2020), tan libremente inspirada como en el caso anterior en otro clásico de la literatura de terror, Otra vuelta de tuerca (1898) de Henry James, de nuevo un texto «saqueado» por lo audiovisual hasta decir basta, y que cuenta asimismo con otra obra maestra fílmica: Suspense (1961) de Jack Clayton, a la que igualmente homenajea Flanagan (v. gr. el apellido de la protagonista en Bly Manor). Escoger dos libros tantas veces imitados o versionados incide en esa condición de storyteller que señalaba, y es también la razón de que cargue de connotaciones los discursos de ambas series con apuntes narrativos, atmósferas o subtramas de otras obras de sendos autores, con lo que los relatos del escritor angloamericano «El altar de los muertos», «El rincón feliz» o «La leyenda de ciertas ropas antiguas» se hallan en el sustrato de los episodios 5, 6 y 8 de La maldición de Bly Manor (que se titulan igual), mientras que el libro Siempre hemos vivido en el castillo o los cuentos «Paranoia» o «La visita» de la narradora californiana imbuyen La maldición de Hill House de nociones como el delirio, la perversión de los lazos familiares, la subjetividad del tiempo, la fugacidad de las ilusiones, la falibilidad de nuestros recuerdos, etc. Gracias a ello, el realizador de Massachusetts capta los universos de ambos creadores —por cierto, emparentados en cuanto a la ambigüedad de sus historias, apegadas a las perspectivas parciales de sus criaturas—, con una hondura y una amplitud inusitadas, a pesar de que la trama de dichas series, o quizás precisamente por ello, evite conscientemente la fidelidad a la letra impresa. Nuevamente, aparece aquí la idea del storyteller, del creador de universos mediante una mirada atenta hacia el pasado y una voluntad de caminar hacia el futuro.

    La maldición de Bly Manor
    The Haunting of Bly Manor, Mike Flanagan, 2020 | Netflix.

    «Si sus tres producciones para Netflix se han convertido en un auténtico hito del terror contemporáneo, se debe a su habilidad para volver a los orígenes del género, pero no mediante una reproducción caligráfica de las fuentes, sino bebiendo de todas ellas indistintamente, para luego ir modernizándolas, transformándolas, o si se quiere enriqueciéndolas con las mejores reinterpretaciones de las mismas llevadas a cabo en el ámbito del séptimo arte y de la cultura pop en general, con el universo de Stephen King a la cabeza».


    En esta línea, es revelador que Flanagan sea el responsable de dirigir, escribir y montar sus proyectos para la gran pantalla, mientras que, junto a su condición de creador y showrunner, también participe en dichas labores en episodios puntuales de sus tres producciones para Netflix: o debería decir de cuatro, pues ya se encuentra en postproducción The Midnight Club, que, aparte de ser otra adaptación de una novela de terror, lleva en su título el término «medianoche», con lo que deja claro su propósito, una vez más a la usanza de los grandes narradores de antaño y hogaño —pienso, por ejemplo, en H. P. Lovecraft o Gabriel García Márquez—, de construir un corpus unívoco e interconectado, no solo a nivel temático o formal, sino incluso metalingüístico, lo que asimismo justifica su colaboración habitual con una serie de artistas, delante y detrás de las cámaras. Que La maldición de Bly Manor no recibiera tantos elogios como su predecesora se debió, precisamente, a una errónea comprensión de esta voluntad aglutinadora, responsable de que despareciera el factor sorpresa, tan epatante, de La maldición de Hill House.

    Al respecto, si comparamos los dos mejores capítulos de ambas series, «La señora del cuello torcido» y «El altar de los muertos», el escalofrío que provoca el giro final de sus resoluciones se vincula a la náusea existencialista ante la impotencia de los humanos de poder luchar contra nuestro destino último: la muerte. Sin embargo, y siendo «El altar de los muertos» un magnífico tour de force narrativo, al plasmar la fantasmagórica cotidianidad en la que vive Hannah Grose (T'Nia Miller), con un crescendo tan eficaz como elegante, «La señora del cuello torcido» alcanza unas cotas tales de desolada crueldad en su exposición del hado adverso de los mortales que se convierte en una de las piezas de género más terribles, y por tanto más brillantes, jamás filmadas. Lo mismo les sucede a ambos seriales. Así, la continua aparición de fantasmas «ocultos» a plena vista en los rincones de las dos mansiones propicia un efecto de imprecisa turbación, en escenas cotidianas y a plena luz del día, que el espectador no sabe muy bien a qué se debe en el primer caso, pero que, descubierto el recurso, se convierte en un juego de «busca al fantasma» en el segundo. Es una lástima, porque La maldición de Bly Manor cuenta con hallazgos propios muy potentes, y que le proporcionan una personalidad singular que sus similitudes con La maldición de Hill House eclipsan.

    Para empezar, y desde el primer episodio, el autor ya deja claro el carácter de apólogo moral del discurso, algo que no aparece en su anterior propuesta. Y lo hace creando la figura de una voz narradora (Carla Gugino), que relata todo cuanto estamos presenciando —poniendo en entredicho la veracidad de lo narrado—, pero que, sobre todo, se inmiscuye continuamente en la historia para darnos un atisbo de los pensamientos y las emociones de los personajes con el fin de evocar ese deslumbrante psicologismo de la prosa de James. Es verdad que en el universo de Hill House tenemos a Steven (Michiel Huisman), el escritor de la familia Crain, que abre y cierra la acción con sus comentarios, pero su voz en over solo sirve para ilustrar el poder exorcizador del arte, por lo que solo aparece en el primer episodio y en el último, para introducirnos en el universo de la perversa mansión y para despedirnos de él con una insospechada nota de paz y esperanza, al son de «If I Go, I'm Goin» de Gregory Alan Isakov. Por otro lado, la estructura narrativa de ambas series es muy diferente. La maldición de Hill House, aunque todo el relato se vaya articulando en continuos flashbacks que desarrollan la trama a dos tiempos, cuenta empero con dos partes fáciles de identificar, entre otras razones porque cada una de ellas está integrada por cinco capítulos: la que nos relata, sucesivamente, la vida de los cinco hermanos Crain, y otra notablemente más coral, donde las historias individuales de Hugh y Olivia funcionan como las dos últimas piezas del rompecabezas para entender qué sucedió hace tantos años; además, obviamente, de darle una conclusión a los hechos actuales.

    La maldición de Bly Manor
    The Haunting of Bly Manor, Mike Flanagan, 2020 | Netflix.

    «La maldición de Bly Manor cuenta con hallazgos propios muy potentes, y que le proporcionan una personalidad singular que sus similitudes con La maldición de Hill House eclipsan».


    Es sintomático que, cual si de la cesura de un verso de arte mayor se tratara, el espléndido episodio «Dos tormentas» marque dicho cambio de tono; como lo es que el elemento terrorífico quede en él en un segundo lugar frente al drama humano de los protagonistas, dada su descripción de dos reuniones de la familia Crain ―una en el pasado y otra en el presente— que enmarcan sendas tormentas para evidenciar ese desolador «qué solos se quedan los muertos» de Bécquer. En cambio, en el mundo de Bly Manor, aunque existan episodios en los que se nos desvelen los secretos que ocultan algunos personajes en concreto, incluso así abarcan una visión mucho más amplia, de forma que, por ejemplo, «El pupilo» parece centrarse en Miles Wingrave (Benjamin Evan Ainsworth), pero no tardaremos en advertir que lo más importante es el paulatino descubrimiento de Dani Clayton (Victoria Pedretti) de esa anormalidad que se cierne sobre la casa como una sombra densa y oscura. En esto, en el papel protagónico mayor de la joven au pair, también se distingue La maldición de Bly Manor de la serie previa de Flanagan, razón por la cual, de personajes tan importantes como Jamie Taylor (Amelia Eve) u Owen (Rahul Kohli) conoceremos su pasado porque ellos mismos lo expondrán ante el espectador, pero sin darle presencia visual alguna, mientras que la trágica suerte de Peter Quint (Oliver Jackson-Cohen) y Rebecca Jessel (Tahirah Sharif) aparecerá dosificada a lo largo de diferentes capítulos. Que la serie tenga, inclusive, toda una entrega ambientada en el siglo XVII, en blanco y negro, que detalle cuál es la maldición que pesa sobre la vivienda —la tragedia de Viola Lloyd (Kate Siegel)—, acentúa esa condición de fábula mencionada, una circunstancia que motiva la equiparación del armazón narrativo del conjunto seriado al de una madeja de lana que se va enmarañando conforme se le añaden tramas, pero con un hilo conductor ―nunca mejor dicho— bien asido por la mano firme de la Narradora, de manera que, al final, vuelve a tirar de él para recuperar no solo el punto de partida argumental, sino la desnudez de una puerta blanca, entreabierta al vacío.

    Esta articulación circular de la obra evidencia otra característica de La maldición de Bly Manor: la presencia del bucle temporal y narrativo como metáfora del tormento que a menudo nos autoinfringimos. Hannah, Peter, Viola y aun Henry y Dani viven atrapados, cada uno a su manera, en un círculo infernal dantesco, condenados, en consecuencia, a la eterna iteración de sus culpas o de sus sufrimientos. Y aunque es cierto que Steven, en el prólogo y en el epílogo de La maldición de Hill House, repite alguna de las líneas más célebres de la novela de Jackson, mientras que es un plano general de la casa la primera y la última imagen de la propuesta, otra vez es una circularidad que ejerce como marco discursivo, no temático: porque el amor vence a ese mal que personifica la mansión. Igualmente, aunque los dos más vulnerables de esta obra, Luke y Nell Crain (Oliver Jackson-Cohen y Victoria Pedretti), se encuentren sometidos a una recurrencia espiral del dolor, acechados por dos fantasmas desde su niñez ―la Señora del Cuello Torcido y el Hombre del Sombrero de Hongo―, ello se termina drásticamente con la muerte de Nell. En Bly Manor, en cambio, se redunda en ese componente de reiteración para dejar clara la tesis de fondo de la pieza, esto es, el avasallador poder de la memoria.

    El doppelgänger de manual que atormenta a Henry Wingrave (Henry Thomas), o la fobia de Dani hacia los espejos, sin olvidar el macabro paralelismo entre las muñecas de la casita de Flora Wingrave (Amelie Bea Smith) y las personas, vivas o muertas, que habitan la propiedad, todo son muestras de ese deseo de borrar nuestro pasado, algo imposible, por supuesto, pero que, de producirse, no sería tan liberador como podría parecer, sino una anulación de quienes somos muy parecida a la extinción. ¿Qué les acaece a esos peleles humanos, a esas criaturas sin rostro que deambulan por la mansión? ¿O cuál es el destino final de Dani, cuya ordalía se parece mucho al de una esquizofrenia aguda (y tal vez ahí radica el mensaje final del cuento de la Narradora)? Por no mencionar a la madre de Owen, muerta en vida muchísimos años atrás, víctima de su larga enfermedad de Alzheimer. Desde luego, esta escisión entre nuestro presente y nuestro pasado también se encuentra apuntada en el personaje de Hugh Crain de La maldición de Hill House, pero con una intencionalidad muy distinta (volveré a ello después). En última instancia, abrazar cuanto hemos experimentado, incluso el dolor ―sobre todo el dolor―, igual que aceptar nuestra inevitable transitoriedad y ser conscientes de que en la práctica únicamente habitamos en el presente, es la única forma de encarar nuestros fantasmas, reales o simbólicos, con una mínima posibilidad de llevar una vida plena, por mucho que, eventualmente, nuestro destino mortal nos alcance. En este sentido, y aunque no lo parezca a simple vista, La maldición de Bly Manor es mucho más triste que la serie previa, a pesar de carecer de esa inflexión de tragedia clásica que caracteriza a La maldición de Hill House al centrarse en el funesto pathos de una familia.

    La maldición de Hill House
    The Haunting of Hill House, Mike Flanagan, 2018 | Netflix.

    «Que La maldición de Bly Manor no recibiera tantos elogios como su predecesora se debió, precisamente, a una errónea comprensión de esta voluntad aglutinadora, responsable de que despareciera el factor sorpresa, tan epatante, de La maldición de Hill House.


    Partiendo del personaje más protagónico del original de Jackson, en su producción de 2018 Flanagan incide en el abecé del análisis psicológico: la influencia que tiene la infancia en la configuración de la personalidad de cada uno, con las figuras parentales como ejes clave. Por ello, la monstruosa mansión de Hill House, que a diferencia de Bly Manor nunca fue un lugar feliz, encarna un abstracto mal en estado puro, cual símbolo de todo el padecimiento que va integrando nuestra vida desde el momento en que nacemos. Sin embargo, en tanto pieza de sustrato existencialista ―como, dicho sea de paso, lo son la mayoría de creaciones del realizador americano―, luchar contra dicho sufrimiento es baladí, así que debemos aceptarlo y aprender de él, para tratar de asegurarnos el máximo grado de felicidad en nuestro fugaz paso por la Tierra. No por casualidad, la encantadora pareja integrada por Olivia y Hugh Crain (Carla Gugino y Henry Thomas) intentan «reformar», literal y figuradamente, esa casa para revenderla luego, igual que el amor nos sirve para transformar nuestro gris entorno; pero, cuando la mansión se rebela como irreformable ―cuando la vida nos prueba que el amor no basta para evitar sus sinsabores―, Olivia y Hugh quedan atrapados, una física y el otro espiritualmente, en las garras de la vivienda ―de la frustración―, con lo que la primera es incapaz de aceptarlo y se rinde, mientras que el segundo describe una huida hacia delante. De ahí que ni la madre ni el padre de esa familia hayan sabido extraer lección alguna de los problemas que han tenido, transmitiendo esta actitud escapista a sus hijos, que imitarán su comportamiento inconscientemente: el mayor, Steven, que es quien peor relación sostiene con Hugh, actuará exactamente igual que su padre en su relación de pareja, al no querer hacer frente a la realidad; Shirley (Elizabeth Reaser) establecerá un férreo control sobre su vida suprimiendo de ella todo lo irracional, lo que motivará tanto su rigidez emocional como la elección de su oficio de funeraria, en un intento de domeñar lo único que siempre escapará a nuestras capacidades, es decir, la muerte.

    Esta actitud del segundo vástago de los Crain se parece mucho a la empecinada ceguera de Hugh respecto a lo que está sucediendo delante sus narices, pero también a la falsa autosuficiencia de Olivia; y otro tanto puede decirse de Theodora (Kate Siegel), cuya conducta rebelde, cimentada en una supuesta indiferencia hacia la opinión ajena, cuando paradójicamente sus dotes empáticas la hacen muy sensible, en el fondo responde a su necesidad de probar que es dura e independiente, igual que Olivia se negaba a admitir que se sentía atrapada entre las paredes de la mansión (en su rol de madre y esposa). Y por lo que atañe a Nell y Luke, ¿qué son la intermitente depresión de la primera y la drogodependencia del segundo, salvo un anclaje obsesivo en el pasado (Olivia) y un intento de huir como sea de la realidad (Hugh)? La corta edad de los mellizos cuando habitaron en Hill House los dejó sin mecanismos de defensa psicológica, por lo que ambos, como su madre, también están abocados, de un modo u otro, a la autodestrucción, ya que las terribles experiencias vividas en su niñez se han interiorizado en su subconsciente como auténticos demonios que siguen martirizándolos, entre el sueño y la vigilia, en la edad adulta.

    En puridad, estos dos personajes ejercen el rol de posteridad victimizada y truncada, pues no en vano el punto de partida argumental, que propicia la reunión de esa desestructurada familia, es el suicidio de Nell, mientras que la gran incógnita de la intriga es saber si Luke, un heroinómano al límite de su salud, va a poder sobrevivir a la pérdida de su gemela, la única que todavía creía en él. Frente a ello, la muerte de Olivia es la experiencia traumática que todos arrostran, esa piedra angular de su existencia al oriente del Edén, en contraste con la supervivencia de Hugh, encarnación de su impotencia, sus miedos y su pasividad. El postrer destino de este personaje, por consiguiente, responde a partes iguales a un sacrificio y a una expiación, como le sucede a Riley Flynn (Zach Gilford) en Misa de medianoche (2021), por mucho que los diálogos y la realización no dejen de otorgarle una pátina de elegíaca grandeza: la de quien asume su fin con entereza, sabedor de que, con su partida, otros muchos serán salvados. Justamente por la inopia que le afecta en el pasado, y por el discreto segundo plano que adopta en el presente, cuesta advertir la importancia capital de Hugh en el relato, pero dos peculiaridades del personaje ya nos dan una pista de su condición de alegoría de la paternidad: la primera de todas, es el hecho de que sea el único de los Crain al que nunca vemos tener su «espacio privado» en la habitación roja. ¿Ello significa que Hill House no puede seducirlo como al resto? Quizás. O quizás no necesita hacerlo, dado que lo único que quiere de él es que retrase su partida de la vivienda, lo que el malvado ente de ladrillos y piedra logra por medio de nimiedades como el moho que no para de reproducirse por doquier o la estancia imposible de abrir. En su papel patriarcal de proveedor y facilitador, Hugh se empecina en solucionar ambos problemas, y así no ve cómo sus seres queridos van siendo subsumidos por la horrenda hambre de vidas de la casa hasta que resulta demasiado tarde.

    Misa de medianoche
    Midnight Mass, Mike Flanagan, 2021 | Netflix.

    «Independientemente de conformar un díptico sobre casas encantadas, La maldición de Hill House y La maldición de Bly Manor comparten una factura visual, que también se hace extensible a Misa de medianoche, en la que un estilizado realismo convive con un sobrio aire fabulesco; o en otras palabras, el elemento dramático de las tres propuestas bebe de la meticulosidad de la puesta en escena y el uso simbólico de los espacios y los objetos propio de los melodramas del Hollywood dorado».


    La castración de la sensibilidad e intuición masculinas propiciada por los roles de género tradicionales deviene, por lo tanto, un mal arraigado en el seno de la familia nuclear que lleva irremisiblemente al distanciamiento emocional de los padres varones de sus retoños, y de ahí al rencor y a la incomprensión mutuas. La segunda singularidad del «cabeza de familia» de los Crain es que se trata del único personaje que es innecesariamente encarnado por dos actores diferentes. Y recalco lo de «innecesariamente» porque, sobre decirlo, los niños que interpretan a los hijos de Olivia y Hugh no iban a seguir interpretándolos de adultos. Pero ¿no resulta cuando menos extraño que Henry Thomas y Timothy Hutton, que se llevan solo diez años, den vida al mismo personaje con una diferencia de más de dos décadas? Lo lógico hubiera sido, o maquillar a Thomas para que pareciera más mayor, u optar por un actor mucho más veterano para su personificación futura. Pero Flanagan quiere que nos demos cuenta de esa anormalidad. Porque, tras la última de noche de Hugh en Hill House, cuando su recalcitrante racionalismo se derrumba, de pronto se convierte literalmente en otra persona. Y no es hasta que muere y ocupa su puesto junto a Olivia en las entrañas de esa hórrida mansión, que recupera su «auténtico» rostro. Al asumir sus involuntarios errores como progenitor y marido, Hugh vuelve a estar entero; y tal como lleva haciendo la milenaria ristra de generación tras generación desde el alumbramiento del homo sapiens, acepta la muerte, se resigna a la nada y pasa la llama del porvenir a sus descendientes. Por eso Steven y su padre, en la escena de su despedida, llevan una ropa prácticamente idéntica: el testigo es recogido por uno de manos del otro.

    Independientemente de conformar un díptico sobre casas encantadas, La maldición de Hill House y La maldición de Bly Manor comparten una factura visual, que también se hace extensible a Misa de medianoche, en la que un estilizado realismo convive con un sobrio aire fabulesco; o en otras palabras, el elemento dramático de las tres propuestas bebe de la meticulosidad de la puesta en escena y el uso simbólico de los espacios y los objetos propio de los melodramas del Hollywood dorado, mientras que el componente fantástico está vinculado a una serie de recursos concretos, entre los que destacan los juegos con la profundidad del campo y la iluminación sobrexpuesta y difusa, como se ve técnicas poco invasivas y de extraordinaria elegancia para sugerir una realidad-otra, que remiten a clásicos del fantastique americano como Sueño de amor eterno (1935) de Henry Hathaway, La noche del cazador (1955) de Charles Laughton o Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock. Yendo más allá, la densidad de sus imágenes, texturizadas por el ruido de la fotografía —a menudo a cargo de Michael Fimognari— y acompañadas de la música solemne, evocadora y no menos orgánica de The Newton Brothers, va generando una fisicidad atmosférica repleta de sugerencias, emparentada con el onirismo de la pintura simbolista, desde el tenebrismo de Böcklin hasta el espiritualismo de Hammershøi, pasando por la vaporosa/pavorosa cotidianidad de Carrière. Ello es coherente con la voluntad del director estadounidense de elaborar frescos alegóricos sobre los grandes temas de la existencia humana, de manera que el elemento metafórico y lírico se integra con naturalidad en un discurso propio del cine de terror. Y aunque todo lo comentado sea un rasgo que puede rastrearse en el conjunto de la filmografía de Flanagan, tal como se aprecia, por ejemplo, en Somnia (2016), es en estas tres series en streaming donde ha ido dominando los resortes de semejante combinación hasta alcanzar la depuración estilística que distingue a Misa de medianoche, toda una lección de cómo el elemento genérico, al revés de lo que las grandes producciones de estudio nos hacen creer, no es una limitación, sino una serie de códigos conocidos por el emisor y el receptor, mediante los cuales adentrar al segundo en caminos más complejos, y que por tanto ejerce a guisa de caja de resonancia; eso, claro está, si se emplea con sabiduría y talento.

    Misa de medianoche
    Midnight Mass, Mike Flanagan, 2021 | Netflix.

    «Flanagan vertebra toda la serie en torno a esta dicotomía, por lo que la figura mitológica del vampiro es hermanada, con una naturalidad ciertamente inquietante, con la religión cristiana y, más en concreto, con el catolicismo. Ya en el propio título de la serie encontramos esta dualidad, puesto que, a pesar de partir del nombre de la Misa del Gallo en inglés (midnight mass), en realidad está aludiendo al punto climático de la trama, esa cruenta ceremonia nocturna en la que todas las incógnitas son despejadas para dar paso a una canibalística orgía de sangre y violencia».


    Los siete episodios que integran Misa de medianoche son paradigmáticos, entre otras cosas, de una manera de concebir el elemento seriado realmente creativa; y es que, como ya sucedió en su momento con la novela decimonónica, a la que los lectores accedían por entregas periódicas en los diarios, aprovecha la peculiaridad de que el contenido se estructura forzosamente por partes para trazar semejanzas y disimilitudes, con valores metafóricos, entre cada una de ellas, sin olvidar nunca la coherencia global de la propuesta. Los ejemplos menudean en sus 450 minutos, desde las «visiones» proféticas que parece tener Riley hasta los planos casi idénticos que cierran el primer episodio y abren el siguiente ―con apenas una inversión del eje X—, pasando por los incidentes narrados en off que quedan explicitados más adelante y llegando a la repetición de esa trascendental charla que Erin (Kate Siegel) y Riley sostienen en casa de la primera. Proyecto largamente acariciado por su máximo responsable, hasta el extremo de que nació como una novela1 y no como un guion, no es difícil comprender el porqué de sus dificultades para encontrar quien se decidiera a producirlo: en una sociedad tan puritana y pía como la de Estados Unidos, los temas en torno a los cuales gira esta serie iban a levantar ampollas.

    Porque Misa de medianoche se trata de la apuesta más arriesgada por parte de Flanagan hasta el momento, lo que resulta doblemente cierto cuando se advierte que, además de entrar en reflexiones escasamente populares dentro de esa involución hacia el dogmatismo que estamos viviendo hoy día en Occidente, tampoco ha sido complaciente con la audiencia formalmente hablando. Así, frente a la multitud de espacios que conformaban sus dos series anteriores, casi todo lo que acontece en Misa de medianoche se adscribe al microcosmos de Crockett, una aislada y humilde comunidad isleña con menos de 200 habitantes. Ello confiere a la obra un estatismo que las recurrentes secuencias de intercambios dialécticos entre dos personajes, al amparo de cuatro paredes y a base de planos/contraplanos, no hace sino incrementar, lo que fácilmente puede alejar al aficionado de las películas de miedo a la usanza, que no hallará aquí ni sustos manidos ni gratuita explicitud de la violencia. Encima, el director y guionista hace girar la intriga alrededor del contraste entre dos personajes que llegan casi a la vez a ese pequeño pueblo, y que abiertamente encarnan dos visiones antitéticas de la existencia, la del ateo y la del creyente. De un lado tenemos a Riley Flynn, quien regresa al hogar de su infancia en libertad condicional tras haber cometido un homicidio involuntario, y del otro, al capellán Paul Hill, que viene a sustituir temporalmente al anciano reverendo de la congregación, John Michael Pruitt, convaleciente tras su viaje por Tierra Santa. Dado que Riley ha perdido por completo la fe, mientras que Paul hace gala de un fervor religioso tan sincero que casi se contagia, se establece entre ambos una relación de extraña dependencia, cimentada tanto en la voluntad del sacerdote de salvar a Riley del suplicio de la culpa haciéndole volver al redil de la fe católica, como en la fuerza y la paz que le transmite la bonhomía del capellán al joven. En esa unión de contrarios que suponen sus encuentros, ambos hombres incluso se oponen en su manera de relacionarse con el mundo: Riley es lacónico, apagado, prudente, parece estar siempre en un segundo plano, mientras que el padre Paul es amable, apasionado, dinámico, capta todos los focos a su paso. Marcado por el dolor y la soledad, el desencanto de Riley nos resulta cercano y comprensible, pero es el entusiasmo altruista del padre Paul lo que nos subyuga. Por ello, la revelación de la calamidad que inconscientemente ha traído el cura sobre la población nos produce una auténtica sacudida, cuando no hay nada de forzado, más bien a la inversa, en la equiparación entre el sacramento de la Eucaristía y el vampirismo.

    Con no pocas dosis de velada causticidad, Flanagan vertebra toda la serie en torno a esta dicotomía, por lo que la figura mitológica del vampiro es hermanada, con una naturalidad ciertamente inquietante, con la religión cristiana y, más en concreto, con el catolicismo. Ya en el propio título de la serie encontramos esta dualidad, puesto que, a pesar de partir del nombre de la Misa del Gallo en inglés (midnight mass), en realidad está aludiendo al punto climático de la trama, esa cruenta ceremonia nocturna en la que todas las incógnitas son despejadas para dar paso a una canibalística orgía de sangre y violencia. Elocuentemente, esta intempestiva reunión de los fieles de Crockett no tiene lugar en Nochebuena, sino en Pascua, es decir, en la fiesta cristiana de la Resurrección: porque ingerir la sangre de un vampiro supone sin duda «resucitar» a una nueva «vida», la misma promesa que hace la Iglesia de regresarnos a la vida tras la muerte si bebemos regularmente de la «sangre» de Cristo. Tantas son las similitudes entre ambas ideas que prácticamente se insinúa una sutil explicación fantástica de los pilares de la religión más extendida en el mundo, ya que ese vampiro cautivo durante eones en unas ruinas (¿Un templo? ¿Una tumba?) de una polvorienta zona del sur de Siria, que la mente senil de monseñor Pruitt identifica con un ángel, bien podría haber sido el origen primigenio, perdido en la noche de los tiempos, de los ritos iniciáticos y mistéricos de varios pueblos de Oriente Medio (hititas, lidios, egipcios, griegos...) en los que se inspiró la misa cristiana.

    Misa de medianoche
    Midnight Mass, Mike Flanagan, 2021 | Netflix.

    «El realizador evidencia la influencia de la obra divulgativa de Carl Sagan y de su concepto de «cosmos», que el astrofísico elaboró a partir de los pensadores de la Grecia clásica, maravillados ante el mundo aun sabiendo que su yo era transitorio, o quizás precisamente por ello, porque eso los hacía preciosos y los obligaba a aportar su grano de arena en la inmensidad de dunas de la galaxia».


    Sea como fuere, esta creencia religiosa desvela igualmente su condición de armazón narrativo de Misa de medianoche al abrirse la serie con una imagen del ΙΧΘΥΣ, el símbolo del pez de los primeros cristianos, y, muy especialmente, al estar estructurada en siete partes —como los siete días que tardó Dios en crear el mundo—, cada una de las cuales dispone de un título tomado, a su vez, de distintas partes de la Biblia. Y, ciertamente, dichos títulos no son empleados a ligera; que el primer episodio se llame «Génesis» es hasta sencillo de deducir, igual que el nombre del último, «Revelaciones», aunque se tenga la astucia de optar por la denominación alternativa del Libro del Apocalipsis para no dar excesivas pistas sobre el tono catastrófico que, en efecto, tendrá el desenlace de la historia. En cuanto al resto de capítulos, el segundo, «Salmos», incide sobre todo en el personaje del padre Hill, y nos aproxima a su humanidad, su compasión, su empatía... Es, por tanto, el mejor cantor (el mejor salmista) de las excelencias de Dios. No es de extrañar que ello suceda en la misma entrega en que Riley se hace eco de la tesis de El hombre rebelde (1951) de Albert Camus: la postura ética de sublevarse en contra del amo, terrenal o celeste, y que en el universo de Misa de medianoche significa oponerse a la aceptación resignada de los males del mundo como designios inescrutables de una voluntad divina, negarse a alabar el sufrimiento y la muerte. El tercer episodio, donde se nos desvela la experiencia de monseñor Pruitt a través, sintomáticamente, de una doble analepsis, lleva por nombre «Proverbios»; y es que, como el libro bíblico homónimo, recoge la sabiduría del pasado en forma de apólogo. Por lo que respecta al que le sigue, se trata sobre todo de recalcar el sentimiento de pérdida de Erin y del padre Paul, aunque ocasionado por motivos distintos: eso explica lo de «Lamentaciones».

    Más complejo para la trabazón simbólica de Misa de medianoche resulta la denominación de «Evangelios» para su quinta entrega, donde Riley adquiere tintes cristológicos, al sacrificarse para salvarlos a todos, tras haber sido «tentado» con una vida sin dolor, sin enfermedad y hasta sin remordimientos. Habiendo llegado a la isla de Crockett completamente perdido, Riley se encuentra a sí mismo, asume sus actos pasados y acepta con heroísmo su fatal sino, ese que parece habérsele presentado en sueños (la barca, la iglesia ensangrentada...) como pistas de un llamado a un destino superior. De hecho, las connotaciones evangélicas de este personaje se ven incrementadas durante el siguiente episodio, «Actos de los Apóstoles», pues son sus «seguidores» (los ateos, los de otro credo, los que disienten) quienes intentan fútilmente oponerse a la locura colectiva que asalta a la población... Y un último detalle más equipara a Riley con Jesús: y es que, en contraposición a él y a su verdad humana, monseñor Pruitt, empeñado en hacerle entender a su antiguo monaguillo que ha sido escogido por el «ángel» de Dios, se identificará con San Pablo —de ahí su «revelación» en un camino de Damasco y su falsa identidad de «Pablo Colina»—, con lo que su visión de lo que está aconteciendo será la que se imponga, da igual que ello difiera un poco de la realidad o incluso sea radicalmente distinta a ella.

    A pesar de que todo lo dicho es más que suficiente para despertar las antipatías de un amplio sector de la audiencia, es menester dejar claro que, en el fondo, nunca se llega a atacar a la fe en sí, ni siquiera a la religión organizada (más fácil de poner en tela de juicio), sino al fanatismo que a menudo esta última propicia en espíritus mezquinos, que se aferran a sus preceptos sin llegar nunca a ahondar en el fundamento metafísico y ético que los sustenta, con lo que devienen tan petulantes como hipócritas. Este perfil, por desgracia bastante mayoritario en sociedades donde la religión está institucionalizada, es encarnado en la serie por Bev Keane (Samantha Sloyan), cuyo comportamiento es en buena medida responsable de avivar la parte monstruosa del vampirizado padre Paul, ya que es ella, y solo ella, quien da alas a su impunidad tras asesinar a Joe Collie (Robert Longstreet), en tanto supuesto ungido por Dios, de forma que el agresivo discurso del capellán en la primera misa que oficia de noche, dada su recién descubierta «fotofobia», es en buena medida propiciado por la nefasta influencia de Bev. Y aunque esta mujer intolerante y vanidosa despierta enseguida la antipatía del público, su idolatría hacia Pruitt, así como su desesperación ante la inevitable muerte que la acecha, demuestran que se trata de alguien profundamente patético, cuya devoción cerril le sirve para no tener que enfrentarse a todas las carencias de su penosa vida.

    En contraste, tanto Riley como la única otra persona que seguramente es atea de Crockett —la doctora Sarah Gunning (Annabeth Gish)— se entregan a la muerte, no ya con entereza, sino con el convencimiento de que su fin salvará a quienes aman. Y aunque de esta manera parece apoyarse la postura vital del hijo mayor de los Flynn, al menos por omisión, ello no es óbice para que muchos de los personajes más positivos del relato sean creyentes: los padres de Riley, el sheriff Hassan (Rahul Kohli), Mildred Gunning (Alex Essoe), etc. En cualquier caso, queda en manos de Erin cerrar las diferentes especulaciones filosóficas sobre el sentido de la vida que abundan en la serie. Y no es accidental que sea así, dado que, al contrario que Riley, se trata de una antigua descreída que ha empezado a creer, más por una voluntad de acercarse a algo trascendente, que por tener inculcados preceptos concretos sobre un Dios específico y excluyente.

    Se entiende, por consiguiente, que, a las puertas de morir, sus ideas se alejen de la ortodoxia religiosa, pero que a la vez estén cargadas de una honda espiritualidad. Con ello, Flanagan expresa su propia perspectiva ante la existencia, la de quien no cree en dioses clásicos de ningún tipo, pero que sin embargo no significa que no crea —pues no, ateísmo no es sinónimo de nihilismo—, sino que su fe va en una dirección muy distinta, en la de saberse parte física, orgánica, atómica, de un universo armónico y perfecto, que se rige por unas leyes tan complejas que se dirían mágicas, en cuya vastedad la vida en la Tierra —y por ende la consciencia humana— es un milagro siempre renovado, digno de ser admirado a cada instante y, por eso mismo, de ser protegido por encima de todas las cosas, a pesar de sus abundantes imperfecciones. En definitiva, el realizador evidencia la influencia de la obra divulgativa de Carl Sagan y de su concepto de «cosmos», que el astrofísico elaboró a partir de los pensadores de la Grecia clásica, maravillados ante el mundo aun sabiendo que su yo era transitorio, o quizás precisamente por ello, porque eso los hacía preciosos y los obligaba a aportar su grano de arena en la inmensidad de dunas de la galaxia. O en las famosas y bellísimas palabras de Walt Whitman:

    «¡Oh, mi yo! ¡oh, vida!, de sus preguntas recurrentes,
    Del desfile interminable de los desleales, de las
    ciudades llenas de necios,
    De mí mismo, siempre reprochándome (pues,
    ¿quién es más necio que yo, ni más desleal?),
    De los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos
    despreciables, de la lucha siempre renovada,
    De lo malos resultados de todo, de las multitudes
    afanosas y sórdidas que me rodean,
    De los años vacíos e inútiles de los demás, yo
    entrelazado con los demás,
    La pregunta, ¡oh, mi yo!, la triste pregunta que
    vuelve: —¿Qué de bueno hay en todo esto, oh, mi yo, oh, vida?
    Respuesta:
    —Que estás aquí, que existe la vida, y la identidad;
    Que prosigue el poderoso drama, y que tú
    puedes contribuir con un verso».

    De este modo, frente a la querencia por la muerte del cristianismo, en que los sinsabores de este «valle de lágrimas» de nuestra cotidianidad serán reparados en una existencia posterior llena de felicidad (por lo que morir termina por ser más deseable que vivir), Flanagan aboga por recordarnos que lo único perecedero es el ego, una mera ilusión creada por nuestro cerebro para procesar datos, de modo que el aquí y el ahora son eternos, aunque no inmutables; y si el yo pasa, no así quienes somos esencialmente, a un nivel más profundo.

    Misa de medianoche
    Midnight Mass, Mike Flanagan, 2021 | Netflix.

    «Esta vocación alegórica, idónea para expresar la gran incógnita que acucia a los seres humanos desde que el primer homínido levantó la cabeza y miró hacia las estrellas, se emparenta con otras creaciones audiovisuales de género recientes, como la espléndida It Follows (2014) de David Robert Mitchell. Igual que en esta, el envoltorio genérico solo es la forma en la que, sutil y progresivamente, su artífice construye un caleidoscopio humano para encarar a la audiencia con su propia mortalidad, algo que sería insoportable de no contar con ese ingrediente de evasión ficcional que Misa de medianoche maneja a la perfección».


    A este respecto, una vez más el vampirismo y el cristianismo poseen claras concomitancias, dado que el primero también instaura un culto a la muerte, no solo porque técnicamente los vampiros no estén vivos (ni respiran ni comen), sino porque se nutren de la muerte ajena. Incluso en el aforismo «Cenizas a las cenizas, polvo a polvo» se advierte que devotos y vampiros comparten un último y fatídico destino. La reciprocidad entre ambos mundos (el del monstruo chupasangre y el de Cristo) es tal que funciona en los dos sentidos, de suerte que ese carácter de metáfora de la adicción que siempre se asocia al vampirismo también alcanza aquí a la religión. Y es que esta, como las drogas o el alcohol, da «respuestas» a esas lagunas que la ciencia no es capaz de llenar. Porque es humano, muy humano, carecer de fuerzas para afrontar las desgracias de la vida, o incluso su absurdidad, sin algo que les dé sentido o que nos aturda lo suficiente para hacernos olvidar; como comenta Steven en Hill House, «no podemos subsistir durante mucho tiempo en la realidad absoluta sin perder la razón». Esa sed insaciable que lleva a cometer el peor de los actos (el asesinato) a una persona tan intrínsecamente bondadosa como Pruitt, se hace eco del alcoholismo que llevó a Riley a matar a una chica con su coche y a Joe a postrar a Leeza Scarborough (Annarah Cymone) en una silla de ruedas. La diferencia, la horrible diferencia, es que tanto Riley como Joe son conscientes de su irremediable «pecado» y cargan con una lacerante culpa sobre sus hombros, pero el padre Paul, convertido en un demonio y creyéndose un elegido, atribuye cualquier suceso a los designios divinos y no siente la más mínima contrición por su crimen. La última conversación que sostienen el clérigo y Riley, cargada de un desasosiego que la emparenta con momentos igual de emocionalmente violentos en La maldición de Hill House (v. gr. la discusión familiar en el velatorio de Nell) y La maldición de Bly Manor (v. gr. la conversación de Peter con su madre), evidencia la insalvable barrera ética entre el creyente y el incrédulo, pues el primero se mueve convencido de que obrar de una determinada forma es un medio para acercarse a Dios, mientras que los actos del segundo son siempre un fin en sí mismos. Que el sacerdote, en su primera e improvisada homilía nocturna, se permita abogar por el siempre abominable «el fin justifica los medios», con un lenguaje tan exaltado y combativo que casi parece estar pronunciando una arenga castrense, se vincula directamente con ese hecho.

    Según todo lo expuesto, el cimiento temático de Misa de medianoche se halla más próximo a la voluntad de reflexión ética, sociológica y espiritual de cineastas como Bresson, Dreyer2, Malick o los hermanos Dardenne que a una buena pero intrascendental producción «de monstruos»: y soy consciente de que esto puede sorprender a más de uno. Gracias a esa involuntaria maceración a lo largo del tiempo del guion, el autor de Salem pudo ir puliendo sus detalles, hasta el punto de tratarse de uno de los textos más trabados, profundos e inteligentes que se han emitido en televisión en los últimos años. Sin cabos sueltos, sin contradicciones, con una perfecta configuración de las situaciones y de la psicología de los personajes, y con una intriga que funciona con la precisión de un afinado mecanismo de relojería, avanza lenta pero inexorablemente, con un tempo similar al repique de las campas en una misa de difuntos, hacia una reflexión ontológica, donde el horror y la maravilla, el pesimismo y la esperanza, igual que sucede con el propio hado de los seres humanos, se toman de la mano. Junto a ello, la plasmación visual que el autor hace de este alambicado entramado de especulaciones filosóficas y de referencias culturales no puede ser más impecable y diáfano. Podríamos citar mil y un detalles al respecto, como la música sacra, tanto popular como culta, que acompaña cada episodio, o la simbología del mar en tanto correlato objetivo de la eternidad. Pero escogemos para ilustrar la exquisita realización de Flanagan la forma en como trata el centro recreativo donde tienen lugar, al atardecer, las reuniones de alcohólicos anónimos. Y es que, a diferencia del resto de espacios de la pieza, se incide siempre en la no presencia, en el vacío, mediante planos generales en los que los personajes que los ocupan se ven insignificantes, o mediante encuadres descentrados en los que el aire tiene mayor protagonismo que Riley, Paul o cualquier otro que acceda al recinto.

    El tratamiento especial que recibe este edificio se debe a tres motivos: el primero, es que así se confirman las habladurías de quienes creen que el local, construido en honor a monseñor Pruitt gracias a una colecta entre los habitantes de Crockett a instancias de Bev, sirvió para que esta se quedara con la mayor parte del dinero recaudado, por eso es tan austero y a la vez tan desproporcionado: su tamaño monstruoso permite disimular el robo a espuertas. La segunda razón es el deseo de establecer una correspondencia entre el interior de esta construcción y el de la iglesia colindante de St. Patrick, ya que en ambas se producen disquisiciones metafísicas con un carácter ritual, lo que explica tanto el mantra que repiten antes de cada reunión de AA como la presencia de un proscenio y un «altar» en el que se «consagra» la sangre del vampiro. Y, finalmente, esa nada tan patente responde a una encarnación de la divinidad misma, a esa implacable ausencia, a esa silenciosa pasividad de Dios, que los creyentes interpretan como la voluntad de la Providencia de dar libertad a sus criaturas y los ateos, como prueba de su inexistencia. En suma, no es sorprendente que sea entre esas cuatro paredes donde se produzcan los exaltados debates entre Riley y el cura, y donde el primero sea «convertido» a la fuerza, en contraposición a la resignación con la que el moribundo monseñor Pruitt había aceptado su fin en Damasco.

    Semejante grado de elaboración simbólica hace que toda la serie, a pesar de la transparencia de su discurso, atesore un elevado grado de abstracción, que obliga al espectador a analizar cada suceso para extraer de él una serie de enseñanzas morales y de reflexiones vitales, no por casualidad al estilo de las parábolas evangélicas. Esta vocación alegórica, idónea para expresar la gran incógnita que acucia a los seres humanos desde que el primer homínido levantó la cabeza y miró hacia las estrellas, se emparenta con otras creaciones audiovisuales de género recientes, como la espléndida It Follows (2014) de David Robert Mitchell. Igual que en esta, el envoltorio genérico solo es la forma en la que, sutil y progresivamente, su artífice construye un caleidoscopio humano para encarar a la audiencia con su propia mortalidad, algo que sería insoportable de no contar con ese ingrediente de evasión ficcional que Misa de medianoche maneja a la perfección, pero también porque, en última instancia, ambas obras extraen una conclusión idéntica, y positiva, respecto a lo único que da sentido a nuestras vidas, nos proporciona una fuerza ilimitada y nos redime de nuestros errores, esto es, el amor; pero el amor tangible, auténtico, el amor que se siente hacia nuestros semejantes. No en balde, el suicidio de Riley es un acto de amor, y tal vez por ello obtiene ese perdón que se le negaba, mientras que, a las puertas del Apocalipsis que involuntariamente ha desatado, un arrepentido Paul confiesa a Mildred que ha sido su amor hacia ella el responsable último de que quisiera llevar al «ángel» a Crockett, ya que no soportaba verla morir.

    Misa de medianoche
    Midnight Mass, Mike Flanagan, 2021 | Netflix.

    «Si La maldición de Hill House es lo más notable que ha dado la televisión dentro del género de terror junto con algunos episodios de La dimensión desconocida (1959-1964), Twin Peaks (1990-1991) o Expediente X (1993-20018), Misa de medianoche es un cuento moral insuperable, en su pretensión de aleccionarnos sobre lo sencillo que es que algo sustentado en emociones y no en datos empíricos o en un análisis racional —como una creencia— degenere rápidamente en intolerancia y en fanatismo».


    A la postre, y como ya les sucedía a La maldición de Hill House y a La maldición de Bly Manor, Misa de medianoche es básicamente una obra de corte dramático, sustentada sobre un mensaje existencialista honesto y directo, en el que el factor terrorífico sirve de catalizador para la especulación teológica y la crítica social, lo que propicia que, en medio de momentos de un horror salvaje, haya espacio para la emotividad más desnuda, hasta el punto de que, gracias a la reducción espaciotemporal de la anécdota, y a esas continuas charlas entre unos pocos personajes, la pieza adquiera una inflexión casi intimista, con una tremenda capacidad para conmover al espectador. Como apunte, añadir que ello no es ajeno a los elementos autobiográficos que atesora la peripecia, léase la infancia como monaguillo del director americano en una pequeña comunidad católica, lo que obviamente contribuye a reforzar la potente ilusión de veracidad de la serie.

    Con su última incursión en la ficción televisiva, pues, Mike Flanagan no le va a la zaga a las pretensiones temáticas de hitos del drama catódico como A dos metros bajo tierra (2001-2005) de Alan Ball, y se vincula directamente, por su valentía, por su mensaje existencialista, por su canto al amor y por su marco genérico, con una de las mejores series de la historia, la sin duda inimitable The Leftovers (201-2017) de Damon Lindelof; y si La maldición de Hill House es lo más notable que ha dado la televisión dentro del género de terror junto con algunos episodios de La dimensión desconocida (1959-1964), Twin Peaks (1990-1991) o Expediente X (1993-20018), Misa de medianoche es un cuento moral insuperable, en su pretensión de aleccionarnos sobre lo sencillo que es que algo sustentado en emociones y no en datos empíricos o en un análisis racional —como una creencia— degenere rápidamente en intolerancia y en fanatismo. De ahí que propicie el horror recordando lo que de prodigioso, y por tanto de inhumano —tomando el término sensu stricto—, tiene la verdadera fe: esa que opera por encima de los convencionalismos, pero también de la ética y del amor. Por eso resulta tan admirable como inquietante. Como si se hiciera eco del Kierkegaard de Temor y temblor (1843), el «caballero de la fe» que coprotagoniza el relato es un monstruo (en este caso, literalmente), aunque la mayoría de sus acciones sean guiadas por la generosidad y la filantropía. ¿Y acaso, como señalaba el filósofo danés, no resulta Abraham monstruoso cuando no vacila en cumplir la terrible orden divina de sacrificar a su hijo Isaac? Posiblemente, nuestro espanto ante un ángel verdadero no sería muy diferente al que sienten los feligreses de Crockett ante el vampiro alado, pues ambos pertenecen a un mundo al margen de lo humano; y carecemos de otra escala para medir la realidad que la de nuestra especie. Por lo tanto, es única y exclusivamente en nuestra humanidad, en esa taumatúrgica concienciación del universo de sí mismo, que podemos ser, y progresar, y crecer, y vivir. ¿El resto? Arañar sombras, que decía Blas de Otero.


    Elisenda N. Frisach |
    © Revista EAM / Barcelona


    Notas al pie
    1 | Como anécdota, mencionar que aparece como tal (como novela) en Hush y El juego de Gerald (2017), según el autor para sacar fuerzas de flaqueza y no desistir.
    2 | Con el maestro danés, de hecho, tiene notables puntos de contacto, no solo por la sobriedad del discurso, su apuesta por el elemento genérico y el carácter simbólico de los espacios, sino también por esa espiritualidad difusa que se aleja del proselitismo religioso y se reconoce personal e intransferible.

    Bibliografía
    -Camus, Albert. El hombre rebelde, Alianza Editorial, 2013
    -Jentsch, Ernst. On the Psychology of the Uncanny, Ed. Palgrave Macmillan, PDF en línea, 2008
    -King, Darryn. «Mike Flanagan Explores His Private Horrors in ‘Midnight Mass’», artículo de The New York Times, 24 de sept. 2021
    -Kierkegaard, Søren. Temor y temblor, Alianza Editorial, 2006
    -VV. AA. Los escritores frente al cine, edición de Harry M. Geduld, Ed. Fundamentos, 1997
    -Whitman, Walt. Leaves Of Grass, Ed. Penguin Classics, 2017

    Misa de medianoche
    Midnight Mass, Mike Flanagan, 2021 | Netflix.

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