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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Seis días corrientes

    Crisol condal

    Crítica ★★★★☆ de «Seis días corrientes», de Neus Ballús.

    España, 2021. Título original: «Sis dies corrents» Dirección: Neus Ballús. Guion: Neus Ballús, Margarita Melgar. Compañía productora: Distinto Films, El Kinògraf, Movistar+, TVE, TV3. Dirección de fotografía: Anna Molins. Música: René-Marc Bini. Montaje: Neus Ballús, Ariadna Ribas. Producción: Miriam Porté, Carine Leblanc, Marianne Slot. Intérpretes: Valero Escolar, Mohamed Mellali, Pep Sarrà, Pau Ferran. Duración: 85 minutos.

    Con la salvedad de, quizás, el mundo interior de cada cual —imperceptible para el resto, cuando no para uno mismo—, el hogar es la sede de nuestra intimidad más absoluta. El oficio de fontaneros y electricistas es único porque, al igual que el del Stalker (1979) de Andrei Tarkovsky, suele implicar la incursión en un espacio restringido que se rige por sus propios ritos y códigos. Esta razia pacífica sella un contrato cuya cláusula primera es el depósito de confianza en el extraño, que por unos instantes es testigo de un pedazo de la vida secreta de los moradores. Quién sabe si fue este voyerismo inocente el que sedujo a Neus Ballús para realizar su tercer largometraje, Seis días corrientes, que captura la semana laboral de un simpático trío de trabajadores de una empresa de reparaciones sita en el cinturón obrero de Barcelona. Con él, la directora catalana se suma a las filas de ese cine de clase hecho por y para la gente de a pie que enuncia un mensaje claro: no hay nada de ordinario en nuestra cotidianeidad.

    La estructura de la película obedece a la circularidad de la semana en que se desarrolla, abriéndose y cerrándose con una escena compartida: el arreglo de un desagüe defectuoso. En la inaugural, el sonido de llaves inglesas se confunde con la conversación entre Valero y Pep. Uno bromea en castellano sobre los accesorios de baño (que incluyen un voluminoso cepillo de espalda y una vela «de las que se ponen los hippies») y el otro rumia en catalán sobre la obstrucción de la tubería («esto no me había pasado nunca», dice). A pesar del contraste no solo idiomático, sino también de personalidad, parecen entenderse con facilidad. La torre de Babel pronto se verá rematada por Mohamed, un inmigrante marroquí que no posee un gran dominio de ninguna de las dos lenguas pero que, si supera la fase de prueba, sustituirá a Pep ante su jubilación inminente. Con afán documentalista, la tropa de fontaneros-electricistas se interpreta a sí misma, aportando una nota de veracidad y carisma a un film de por sí entrañable. También lo hacen los variopintos clientes de las casas que visitan, que van desde un anciano versado en vitaminas, enzimas y otros elixires aconsejados por su libro Cómo combatir el envejecimiento, hasta un chico escayolado que se encuentra en plena ruptura con su novia (Valero, siempre predispuesto para el chiste fácil, le previene de que «vienen por la reparación»).

    La comicidad natural que desprenden los (no) actores de este microcosmos barcelonés regala algunas de las escenas más desternillantes del cine patrio reciente. En una de ellas, Mohamed termina por convertirse en el modelo, taladro en mano, de una fotógrafa desesperada por rociar su cuerpo de aceite «para que se viera como de bronce». La mise-en-scène es de lo más disparatada, con los operarios en sus monos azules rodeados de retratos en blanco y negro, fotografías eróticas e imitaciones en miniatura de la Victoria de Samotracia. Entrenadores personales narcisistas, una chica tatuada de pies a cabeza con su bebé y una modelo que no comprende una sola palabra de español se darán cita en el estudio mientras el improbable tándem de chapuceros se ocupa de un aparato de aire acondicionado irreparable. En otra ocasión, Valero y Mohamed acuden a la clínica hipermodernista de un terapeuta argentino que atraviesa ciertos problemas domóticos. Consciente de la tensa relación entre ambos, el psicoanalista —una suerte de Ernesto Laclau de pelo largo— les pondrá frente a frente como si de una verdadera pareja en crisis se tratase. A lo hilarante de la estampa se añade el caos de la propia vivienda, donde robots de limpieza, persianas inteligentes y aspersores programables están absolutamente fuera de control.

    Sis dies corrents, Neus Ballús
    Premio a la mejor interpretación masculina en el Festival de Locarno.

    «El mosaico que dibuja Neus Ballús, primero condal y en fin global, está confeccionado por teselas que no tienen por qué casar al milímetro las unas con las otras. He aquí la moraleja volteriana que se deduce de Seis días corrientes: la convivencia que vertebra nuestras sociedades es frágil y compleja —tan frágil y compleja como posible, siempre».


    Pero Seis días corrientes no es ningún producto de entretenimiento de usar y tirar. Por medio de una estética de barrio heredera de En construcción (2001, José Luis Guerín) y el primer Aranoa, se cuestiona la microviolencia que, aunque inadvertida, preside el día a día. El ejemplo más tangible gira entorno a Mohamed, encarnación del «buen inmigrante» que trata de perseverar en un entorno que le es extraño. Sin embargo, Ballús parece ir más allá. La imagen que transmite de la catalanidad —que no del catalanismo, puesto que el componente político no se roza más que de soslayo— difiere en mucho del imaginario colectivo que se ha venido fabricando en los últimos lustros. Lejos de la crispación artificial y el cliché del estanquero que se negó a responder en castellano, se presenta una ciudad amable y plural donde la incomunicación no emana de barreras lingüísticas ni banderas. La Barcelona real, en definitiva. Acompañado por el piano y el acordeón de René-Marc Bini, Mohamed escribe en su diario acerca de las experiencias vividas a lo largo de la semana. Sorprendido no de que todos seamos iguales, sino, por el contrario, de que todos seamos tan diferentes, acaba construyendo una idea de organicidad por la que los vecinos de un bloque, si bien separados por muros y tabiques, están conectados a una misma red (eléctrica, de agua…). Esa red común se extiende, a su vez, al resto de edificios, formando así ciudades que se conectan con otros países, y estos con otros continentes. El mosaico que Neus Ballús dibuja, primero condal y en fin global, está confeccionado por teselas que no tienen por qué casar al milímetro las unas con las otras. He aquí la moraleja volteriana que se deduce de Seis días corrientes: la convivencia que vertebra nuestras sociedades es frágil y compleja —tan frágil y compleja como posible, siempre.


    Carlos Cruz Salido |
    © Revista EAM / Madrid


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