Fuera de norma
Crítica ★★★★☆ de «La primera mujer» de Miguel Eek.
España, 2020. Título original: La primera mujer. Director: Miguel Eek. Guion: Aina Calleja, Miguel Eek. Productores: Miguel Eek, Marta Casado, Virginia Galán. Productoras: IB3 Televisió, Mosaic Producciones. Fotografía: Jordi Carrasco Fraile. Música: Julie Reier. Montaje: Aina Calleja Cortés. Duración: 76 minutos.
El rostro de Eva, protagonista de La primera mujer, de Miguel Eek, es un delta de emociones en constante fluctuación. La máscara de contención que llevamos puesta el común de lo que ella llama «normales», en Eva es una gran grieta por la que se filtra su angustia o su entusiasmo a raudales, sin censura. En sus gestos, en sus pequeños tics que afloran cada tanto, descubrimos las tensiones que atraviesan a una mujer que ha pasado los últimos seis años de su vida en un psiquiátrico, a quien la devastación de la heroína le ha impedido ver a su hijo desde hace más de quince, pero que está lista para intentar recuperar su vida o al menos una vida.
Titicut Follies (Frederick Wiseman, 1967), Mones com la Becky (Joaquim Jordà, 1999) o La primera mujer, forman parte de ese género documental que se adentra en instituciones mentales para retratar a un conjunto de seres humanos que viven en la frontera y que, en su espontaneidad, en su ausencia de control de sí mismos, en su duda y búsqueda de lo que significan la cordura y la normalidad, consiguen retratar la deformidad del resto, de la sociedad que, no exenta de paternalismo, encauza lo diferente de una forma tutelar que produce, en muchas ocasiones, más inquietudes y más miedo que el supuesto miedo o inquietudes que los propios tutelados pudieran generar.
El acierto de La primera mujer, además de la fuerza arrolladora de su protagonista en pantalla, es la hibridación de un documental observacional con un sentido de la comedia de situación (la demostración de cerámica a los adolescentes) y del gag gestual (el encuentro de Eva, su novio y su madre), que transforma el conjunto en algo que trasciende el registro de lo real, invisibiliza el dispositivo y asalta la frontera de la ficción con escenas que parecen «imposibles de tan verdaderas» o «verdaderas de tan imposibles». Por momentos, las imágenes salpican algo de ese humor extraño de Jessica Haussner en Lourdes, potenciado por los encuadres abiertos donde el contexto contrasta con los personajes y ensalza el sabor agridulce de sus desgracias, aunque Eek siempre arropa a los retratados con planos cortos que resguardan la intimidad.
El cine de Miguel Eek, que este año estrenaba también Próximamente, últimos días (2020), y un tiempo atrás Ciudad de los muertos (2019), se interesa por personajes heterodoxos, outsiders y luchadores de causas que, a ojos de otros, parecerían perdidas, y lo hace siempre desde un retrato humano de los integrantes de los mundos que filma pero también con un humor de lo ridículo de la condición humana. Visualmente, se mantiene en distancias equilibradas (lejos sin resultar frío, cercano sin parecer invasivo) y en un estilo clásico que transita con discreción pero con vuelo firme entre las tendencias que conviven hoy en el documental español independiente: desde la narrativa íntima en primera persona (A media voz, Fantasía) al documental contemplativo de vocación trascendente (Dead Slow Ahead, El mar nos mira de lejos, Arraianos).
Quizás parte de la maduración que está adquiriendo el documental contemporáneo en los últimos años viene de la convivencia y contaminación entre tendencias, más que de un desplazamiento de unas formas narrativas sobre otras. De ahí que, al ver Esquirlas de Natalia Garayalde, los recuerdos familiares evolucionen en crónica de periodismo de investigación o que el documental político, como 918 GAU (Arantza Santesteban) o Del otro lado (Iván Guarnizo), se enraíce en voces e historias personales que dan paso a los discursos y memorias colectivas, y no a la inversa. En el ensayo Techniques of the Observer, Jonathan Crary analizaba por qué, en las bases de la modernidad, no se dio la supuesta ruptura de la experimentación de vanguardia con el realismo heredado del Renacimiento, sino que convivieron ambas tendencias en una misma arena social permeable en ambas direcciones. En cierta manera, la permeabilidad es el propio tema que late bajo La primera mujer y en especial bajo el rostro de Eva: porosa a las pasiones hasta ser devorada por ellas, pero abierta a la vida, al deseo —como lo está el buen cine—, a la necesidad de recuperar la identidad y a hacerlo desde la frontera.
© Revista EAM / Sitges, Barcelona