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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Fue la mano de Dios | Netflix

    Despojo y recuerdo

    Crítica ★★★☆☆ de «Fue la mano de Dios», de Paolo Sorrentino.

    Italia, 2021. Título original: «É stata la mano di Dio». Director: Paolo Sorrentino. Guion: Paolo Sorrentino. Producción: Mattia Cantore D´Amore, Gennaro Formisano, Lorenzo Mieli, Riccardo Neri, Elena Recchia, Paolo Sorrentino. Música: Lele Marchitelli. Director de fotografía: Daria D´Antonio. Montaje: Cristano Travaglioli. Diseño de Producción: Carmine Guarino. Intérpretes: Filippo Scotti, Toni Servillo, Teresa Saponangelo, Marlon Joubert, Luisa Ranieri.

    Creo que, a estas alturas del partido, ya podemos permitirnos una cierta humildad crítica y confesar, no sin cierto reparo, que hay muchas películas que no sabemos juzgar o que, a lo peor, podemos juzgar parcialmente, con la mirada un poco escorada o sin demasiadas certezas. Habiendo aprendido a detectar con cierta gracilidad las trampas que propone cualquier película —y, siempre de refilón, las trampas que ejecuta la propia mirada cuando se aproxima a un filme— resulta mucho más fácil rascarse el mentón, encogerse de hombros o levantar incrédulo la ceja derecha.

    El cine de Sorrentino, a menudo, me recuerda a una especie de gigantesca feria de despojos que hubieran estallado en todas direcciones tras el estreno de esa obra monumental de la cultura del siglo XXI que resultó ser La gran belleza (La Grande Bellezza, 2013 ). Toda su filmografía anterior parece un boceto para llegar a ella, y todos los títulos posteriores, por logrados que sean, siempre parecen emerger como ecos, resonancias, variaciones o bocetos de algo que allí quedó mejor escrito o que quedó parcialmente apuntado. Esto no quiere decir, por supuesto, que no sea uno de los más impresionantes creadores de imágenes de nuestro tiempo. Más bien, habiendo alcanzado un lugar de iluminación mayúscula con aquellas dos horas largas, su propio cine parece condenado a subir siempre el mismo Gólgota, cargar con la misma piedra, ofrecer su hígado al mismo buitre. Sorrentino tiene algo de Prometeo, algo de Sísifo, algo que contamina el movimiento circular de sus planos, esos arabescos retorcidos que aberran las proporciones y que conmueven, fascinan e hipnotizan a un tiempo. Esa especie de feliz devenir narrativo con escenas dislocadas que se superponen en un magma misterioso, ese cortocircuito entre la desmesura de sus decisiones significantes y su capacidad para acariciar nuestros sentimientos más íntimos, esa fortaleza a la hora de deslizarse entre la fiesta y el funeral, el sexo y la desesperación, la carcajada y la más pura angustia. Sorrentino es equilibrista, es prestidigitador, es ladrón y es filósofo en horas bajas. Es todo lo que se quiera, y muchas veces, también todo aquello que sus detractores, que no son pocos, enarbolan en su contra.

    Fue la mano de Dios no es sino uno de esos despojos, un artefacto que se vende en la almoneda del cine contemporáneo, una antigualla simpática, un cuproníquel gastado, una fruslería con la que ha traficado Netflix, que por todos es sabido, gusta mucho de recorrer los baratillos del talento a ver qué puede incorporar a su catálogo. Funciona como un recordatorio de todo aquello que ya se vio en su momento, y también, como una especie de confesión que resulta, en el contexto de las escrituras de su autor, un tanto paradójica. La Gran Belleza era, como bien queda escrito por la propia película, una celebración del vacío. Esto no implica, por supuesto, que no fuera una obra capaz de hablar sobre Dios, el tiempo, la muerte, la esperanza, el sexo, el amor y cualquier otro gran tema robado de los amplios bolsillos de la literatura universal. Sin embargo, al final, todo se enhebraba en el dolce far niente, la languidez estética, la narcolepsia de un presente infectado de recuerdos al que, en fin, resultaba imposible sobrevivir. Gambardella era, a la vez, cualquier espectador y ninguno de ellos. Su máscara podía servirnos cómodamente porque sus experiencias —la desazón, la anhedonia, la búsqueda desganada de la belleza, la falta de expectativas y la cómoda asunción de los más desastrosos fracasos— eran indudablemente las nuestras. Y las de nuestro vecino. Y las de nuestro más afilado enemigo. Era, digámoslo claramente, una película universal que se nutría de localismos y de experiencias fantaseadas. Muy al contrario, Fue la mano de Dios se presenta como aquello que Sorrentino hacía, pero nunca debía haber confesado hacer: el relato autobiográfico. Y la catástrofe queda asegurada porque, como bien es sabido, casi siempre las vidas vividas, en lo explícito, son mucho menos interesantes que las vidas fantaseadas, las vidas copiadas, las vidas maquilladas o las vidas de los demás. Que Gambardella tenía algo de Sorrentino es indudable, pero no más —ni menos— que lo que tenía de usted o de mí, paciente lector o lectora. Por el contrario, el Fabietto Schisa (Filippo Scotti) de la película recién estrenada es sin la menor duda el propio Sorrentino: la catástrofe familiar, la vocación cinematográfica, el aire anonadado de adolescente napolitano. Por momentos parece una fotocopia desdibujada del Elio de Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017), extrañamente guapo y lánguido como para acabar desplomándose en un drama sentimental demasiado bizarro o demasiado metafórico o demasiado siniestro como para saber qué hacer con él. Véanse, por cierto, las más que notables críticas en términos de género que autoras como Judit Ortuño1 han lanzado sobre nuestro tapete y que problematizan, todavía más si cabe, algunas de las aristas menos cómodas de la lectura.

    É stata la mano di Dio, Paolo Sorrentino,
    Una de las apuestas de Netflix de 2021.

    «Sorrentino quiere hablar de su memoria, pero no siempre puede uno parapetarse ante la vieja idea de que la memoria es, por definición, algo brumoso e inconexo. Después de todo, no es lo mismo recordar que contar lo recordado.


    Contrariamente a lo que han planteado muchos de mis colegas, he creído encontrar pocas virtudes en esa primera parte sobrecargada, llena de tics familiares y chistes personales que, reconozco con toda humildad, no he sabido descifrar. No hay que descartar que se trate de un defecto del crítico más que de la propia película. Muy al contrario, me interesó mucho más la segunda parte, donde la densidad formal resulta más contenida y los movimientos de cámara o las decisiones de montaje quedan, por decirlo de alguna manera, más justificados a nivel narrativo. Pienso, concretamente, en los momentos en los que Sorrentino utiliza el travelling de acercamiento o alejamiento (conversación en la cárcel) o una suerte de plano/contraplano con rostros escorados (en la conversación en el psiquiátrico), de tal modo que, quizá por primera vez en la cinta, parece que el director se toma la molestia de escuchar a sus personajes. Me llama la atención también la potencia de la conversación con el director, apenas siete minutos en los que se esbozan algunas claves de lectura realmente valiosas pero que, lamentablemente, quedan deshilvanadas. La sugerencia flota en el aire, pero no termina de encarnarse en razonamientos concretos o en gestos narrativos delimitables, dando la sensación de que Sorrentino se conforma con el esbozo, el matiz rápido, la pincelada inspirada pero inconclusa, dejando así en el aire la posibilidad de un buen decir.

    Supongo que será el momento vital —me niego, de nuevo, a culpar a la película—, pero me permito el lujo de preguntarme, a la luz de películas recientes como Tre Piani (Nanni Moretti, 2021, de la que espero hablar en breve) o Petite Maman (Céline Sciamma, 2021), hasta qué punto el manejo de la fragmentación gratuita no esconde, a veces, la simple pereza o la incapacidad para construir una trama sólida. Las cintas de Moretti o de Sciamma son coherentes, rigurosas, perfectamente hilvanadas aunque su gestión del punto de vista pueda ser plural o incluso onírico. Sorrentino quiere hablar de su memoria, pero no siempre puede uno parapetarse ante la vieja idea de que la memoria es, por definición, algo brumoso e inconexo. Después de todo, no es lo mismo recordar que contar lo recordado.


    Aarón Rodríguez Serrano |
    © Revista EAM / Castellón


    Referencias:

    1 ORTUÑO, Judit (2021). Cine maldito.

    El perdón Fantasías de un escritor Memoria Clara Sola
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