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    Cine Alemán Siglo XXI

    Un mundo aparte: El cine de Sandrine Veysset

    Un mundo aparte

    El cine de Sandrine Veysset.

    Artículo creado en colaboración con el Festival de Gijón,
    que celebra su 59ª edición del 19 al 27 de noviembre y que le dedica una retrospectiva a Sandrine Veysset.
    Texto creado por Óscar Brox (Valencia).

    En un pequeño texto publicado en Libération, Agnès Varda escribía unas palabras de entusiasmo a propósito de Martha… Martha (2001), el tercer largometraje de la cineasta Sandrine Veysset. Varda, acusando un cierto aire de familia entre las imágenes del filme y las de una parte de su obra, destacaba el paisaje de campiña, la paulatina inquietud provocada por el personaje principal, cada vez más alejado de cualquier idea de mundo, así como su sensación de que no se trataba de una película dramática, sino trágica. Este último argumento, de hecho, podría servir para describir la breve filmografía de Veysset, en tanto que todas sus historias parecen tocadas por lo trágico, lo inevitable o lo fatal. O cómo la directora transforma ese poso dramático en algo diferente. En una imagen que nos zarandea, que inquieta por lo inesperado o que es, en sí misma, una alegoría del futuro.

    Y’aura til de la neige a Noël? (1996), el debut en la dirección de Veysset, se inscribe en las coordenadas del drama rural. El lugar es el sur de Francia, la Provenza. La cámara de Hélène Louvart captura con atención los colores de la zona: el azul del cielo tostado por el sol, el barro y la tierra removida de las cosechas y esos verdes apagados que tanto contrastan con el paisaje de hierbas altas y cereales. Una explosión calculada del naturalismo rural. Veysset sigue el rastro de sus personajes, además, en una película en la que cada uno trata de abrirse camino en el mundo. Lo primero que observamos es la fragilidad que une a la familia numerosa de la protagonista (Dominique Reymond) con la inestabilidad que provoca la presencia del granjero y, de alguna manera, padre de los niños. Esta cuestión familiar, así como los asuntos relacionados con la maternidad, serán una constante en su cine. Sin embargo, aquí Veysset comprende que su película está formada por dos relatos: de un lado, el de la madre; del otro, el de los niños. Y que ambos giran alrededor de esa promesa que da título al filme.

    Cuando Veysset se acerca a la realidad infantil, la película cambia sus coordenadas hacia ese otro cine, el de obras como A las nueve cada noche (Our Mother’s House, Jack Clayton, 1967) o Nadie sabe (Dare mo shiranai/誰も知らない, Hirokazu Koreeda, 2004), en el que lo importante es la autogestión de la vida desde esa edad en la que apenas se tienen mimbres para conocerla todos sus detalles. En una obra que habla del trabajo y de la realidad agraria, acaso con el mismo lirismo con el que los escritores norteamericanos retrataron la vida de los aparceros en la América de los 20, Veysset invierte los términos para hablarnos del trabajo de vivir. De cómo todo ese proceso, que comprende campañas, migraciones, saberes más o menos bajos y entornos poblados por rostros prematuramente envejecidos, dibuja un lugar, una pertenencia y una promesa que funciona casi como un fetiche. Que podría reflejar aquello que la teórica estadounidense Lauren Berlant definió como el optimismo cruel: una fantasía que nos aleja, sin apenas margen para darnos cuenta, de aquel objetivo que tratamos de alcanzar.

    La belleza de las imágenes de Veysset y Louvart, que bebe tanto de Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985) de Varda como de las influencias del sur del país en ciertas tradiciones pictóricas, vive su éxtasis durante el final de la película. En un filme que trata de conciliar la alegría con la dureza del entorno agrario, la promesa de una nevada invernal es lo más parecido a la llegada de otro mundo. Un punto de ruptura. Una esperanza, por mucho que se trate de un espejismo y quizá nada llegue a cambiar después de esto. Sin embargo, Veysset nos ha preparado a lo largo del relato, mostrándonos las confidencias de sus protagonistas infantiles, haciéndolas entrechocar con las imágenes de una madre que nunca deja de trabajar. Y cuando el final se precipita, con los niños jugando bajo la nieve, la cineasta decide girar la cámara para, casi por primera vez, observar a la madre. Así, la ventana de la casa familiar toma los rasgos de un cuadro —recordemos, de nuevo, la influencia pictórica de Veysset— mientras la nieve golpea el cristal tintándolo con sus copos blancos. Una tintura que pronto se diluye para convertirse en esas lágrimas, de felicidad o inquietud, de tragedia, que la imagen de la madre hace brotar. Es ese momento de confianza brutal, de intimidad, en el que Veysset ha trabajado durante toda la película, y que por fin estalla en la imagen para, de alguna manera, poder clausurar el relato.

    ▲▼ Y’aura til de la neige a Noël?, 1996
    Ópera prima de Sandrine Veysset.


    «Sus historias parecen tocadas por lo trágico, lo inevitable o lo fatal. O cómo la directora transforma ese poso dramático en algo diferente. En una imagen que nos zarandea, que inquieta por lo inesperado o que es, en sí misma, una alegoría del futuro».


    Si alguna clase de miedo late en las imágenes de Y’aura til de la neige a Noël?, ese es el de la descomposición familiar; es más, no resulta descabellado señalar que casi todas las cuestiones que abarca el cine de Sandrine Veysset tienen a la familia en un lado u otro de la balanza. En Martha… Martha, por ejemplo, la familia ya está descompuesta. Lo averiguamos prácticamente al comienzo, en el caminar errático y vacilante del personaje al que interpreta Valérie Donzelli. Sucede algo turbio, algo que convierte al título del filme en una vindicación; más que gritar su nombre, lo que Martha intenta es reclamar su lugar, o su ausencia de lugar, para mostrarnos a continuación ese naufragio que, como intuíamos, resulta inevitable.

    De nuevo encontramos el paisaje rural —el viaje a España, casi una excepción, cambia en muy poco una paleta cromática que tiende a la oscuridad. Una familia con problemas y una mujer que se desintegra sin que nadie, aparentemente, pueda hacer nada para evitarlo. Con todo, Veysset no resulta tan clara en sus intenciones; o, mejor dicho, no quiere una película de extremos, lo que vendría a ser una historia dramática. Si durante gran parte del metraje Martha se ha ganado la antipatía del espectador, convirtiendo a su marido en una especie de mártir familiar, la cineasta introduce una serie de matices, de pequeños detalles, para proporcionarle otro tipo de hondura. En una escena, por ejemplo, madre e hija juegan a una pelea de almohadas hasta que el padre las interrumpe al creer que Martha intenta asfixiar a la niña. ¿Es eso cierto? Sin cortar el plano, la niña responde a ese momento tan turbio con más risas, dejando el aire la sensación de que, de alguna forma, es el padre el que ha provocado la tensión con Martha. Que esa figura de madre, mujer e hija ha quedado fracturada porque nadie le ha permitido encajar en ningún contexto.

    Sea así o no, lo cierto es que Veysset nunca se aparta del lado de su protagonista, mostrándonos su desintegración con tanto pulso como ternura (o comprensión o fidelidad; será la única que no la abandone). Es así como sucede la terrorífica escena de la violación en la carretera, casi muda y cortada en un par de golpes de montaje. Y también como se anuncia ese final que hunde las raíces de la película en el fantástico. A este respecto cabe decir que es un tono presente desde el mismo comienzo del filme, que la directora toma inicialmente como un ruido de fondo, una nota desafinada, para progresivamente dejar que se apodere del relato. Lo vemos, pero no lo anticipamos, entre otras cosas, por la destreza con la que Donzelli consigue que su cuerpo y sus gestos inunden toda la pantalla. A propósito del final, Agnès Varda señalaba la influencia del cuadro La isla de los muertos, de Arnold Böcklin. El corazón de la noche oscura devorando cada fragmento de la imagen. Pero es posible que aquí la aspiración de Veysset no sea simplemente estética. Hay algo más: la necesidad de plasmar esa falta de equilibrio, el cúmulo de inseguridades, los presagios y presentimientos. De juntar en un mismo lugar todos esos gestos que Valérie Donzelli ha compuesto durante la película. De dar cuerpo, paradójicamente, a esa desintegración, transformando así el largometraje en una historia de fantasmas. Lo fantástico no es solo un asunto de las imágenes; habita en ellas.

    Martha... Martha, 2001
    Sandrine Veysset.

    «La necesidad de plasmar esa falta de equilibrio, el cúmulo de inseguridades, los presagios y presentimientos. De dar cuerpo, paradójicamente, a esa desintegración, transformando así el largometraje en una historia de fantasmas. Lo fantástico no es solo un asunto de las imágenes; habita en ellas».


    Tras Le tourbillon de Jeanne (2013), realizada para televisión, hay una mezcla entre el homenaje y el estudio a Jeanne Moreau, convertida ya en patrimonio de la filmografía francesa. Se trata de una serie de historias sencillas de corta duración en las que Veysset prácticamente observa a Moreau con la paciencia de una antropóloga. La mira, la ve en acción, escucha su voz, su risa, sigue los surcos de sus arrugas y la manera en la que la vejez ha influido en su forma de actuar. Podrían ser autorretratos, de no estar la cineasta y Hélène Louvart tras la cámara, pero sin duda son lo más parecido a una bellísima coda a una carrera cinematográfica.

    Puede que, de toda su producción, L’histoire d’une mère (2016) sea la más abiertamente fantástica de todas sus películas. La base, precisamente, es un relato de Hans Christian Andersen. Aquí Veysset apunta en las coordenadas de filmes como Barbe Bleue (2009) o La belle endormie (2010), ambos de Catherine Breillat, o Le petit poucet (2011), de Marina de Van, relecturas en clave de género salpimentadas por una cierta herencia estética del fantástico europeo. De hecho, nada más empezar la película encontramos perfilado todo su mundo: el paisaje de campiña, la familia desestructurada, una forma alternativa de componer la maternidad y una identidad femenina a la que no se le permite amoldarse a contexto alguno. Lo que cambia, tal vez, es la dulzura con la que Lou Lesage compone a su personaje y ese aire permanente de ensoñación que embadurna la imagen digital de la película. Este ambiente, por cierto, ya figuraba en la segunda realización de Veysset, Victor… pendant qu’il est trop tard (1998), en la que la cineasta abrazaba esos colores oscuros que caracterizan parte de su filmografía para desgranar, con un pie en lo inquietante y otro en el Fairy Tale, la odisea de un niño en busca de una madre y otra familia.

    L’histoire d’une mère, 2016
    Sandrine Veysset.

    «Un cine tejido de cuidados, de mujeres fuertes que no por ello eluden sus dificultades para abrir camino en la vida, para buscar un mundo que siempre parece funcionar como un aparte teatral... Con esa realidad que las imágenes de su cine transforman, reescriben e, incluso, desmienten. Que desmontan en busca de otra cosa. Siempre en busca. Imágenes que estallan en bellísimas alegorías plásticas de otro mundo. Una promesa. Casi una fantasía. La tragedia, siempre, de tener que esperar al mañana».


    Con L’histoire d’une mère, tal vez, lo que cambia es que Veysset se vuelve un poco más elíptica en su manera de desgranar la historia. Es más visual, en el sentido compositivo, trasladando al escenario la belleza y la ética cruel del relato de Andersen. La crítica, no obstante, sigue presente: no solo Neige (Lesage) no encaja en el contexto, sino que casi cualquier interacción con el resto de personajes la coloca en una permanente lucha de clases en la que siempre queda en entredicho cada uno de los roles afectivos que juega en la película. ¿Se trata, pues, de una vuelta de tuerca sobre esa realidad obrerista y precaria de sus anteriores largos? Se trata, más bien, de una continuación de las preocupaciones estéticas de Veysset, aquí definitivamente volcadas en la imagen —esta es una película de género porque sus imágenes, su ambiente, la definición de los personajes, es abiertamente fantástica; por otro lado, parece que a Veysset le preocupe capturar en todos sus matices un paisaje que le es familiar, que constituye una suerte de frontera moral para su cine, y al que quiere acercarse agotando, si es necesario, todos los registros. Si antes hablábamos de tragedia, qué duda cabe que la crueldad anderseniana está diseñada para mover a la inquietud, no tanto a las lágrimas. Los instantes finales de L’histoire d’une mère son puramente fantásticos, casi una indagación estética, en los que Veysset abandona cualquier tentativa de retrato o alegoría social para poner en escena visualmente los motivos del cuento de Andersen. Lo psicológico, así, se convierte en lo plástico, y viceversa. La muerte y la resurrección del hijo de Neige en la metáfora de una cineasta que nunca deja de seguir el rastro a un lugar, a unos personajes y a un mundo siempre escurridizo, en movimiento, pendiente de un futuro que nunca sabe si realmente va a llegar.

    Si iniciábamos el texto bajo el signo de Varda, resulta justo consignar para terminar la pertenencia de Sandrine Veysset a una constelación de cineastas que acabaría, precisamente, en una realizadora como Alice Rohrwacher. No solo por su trabajo con Louvart y la montadora Nelly Quettier, las dos mujeres clave en el cine de Veysset, sino también por su adscripción a ese cine que se balancea entre lo social, lo fantástico y el retrato acaso neorrealista que dos películas como El país de las maravillas (Le meraviglie, 2014) y Lázaro feliz (Lazzaro felice, 2018) reflejan en toda su majestuosidad. Esos tres factores son los que han marcado la corta trayectoria cinematográfica de Veysset haciendo de su obra un tesoro algo menos conocido. Un cine tejido de cuidados, de mujeres fuertes que no por ello eluden sus dificultades para abrir camino en la vida, para buscar un mundo que siempre parece funcionar como un aparte teatral. Como la ocasión que tiene la cineasta para elaborar un retrato, para seguir el rastro de sus criaturas, para analizar cómo se las ven con el trabajo, la familia o, simplemente, su época. Con esa realidad que las imágenes de su cine transforman, reescriben e, incluso, desmienten. Que desmontan en busca de otra cosa. Siempre en busca. Imágenes que estallan en bellísimas alegorías plásticas de otro mundo. Una promesa. Casi una fantasía. La tragedia, siempre, de tener que esperar al mañana.


    Óscar Brox |
    © Revista EAM / Valencia


    L’histoire d’une mère, 2016
    Sandrine Veysset.

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