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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Josefina

    Parálisis de la mirada conjugada

    Crítica ★★★☆☆ ½ de «Josefina», de Javier Marco.

    España, 2021. Título original: «Josefina». Dirección: Javier Marco. Guion: Belén Sánchez-Arévalo. Compañía productora: White Leaf Producciones, Featurent, TVE, Telemadrid. Dirección de fotografía: Santiago Racaj. Música: Nerea Alberdi, Vanessa Garde. Montaje: Miguel Doblado (AMAE). Producción: Sergy Moreno. Intérpretes: Roberto Álamo, Emma Suárez, Miguel Bernardeau, Manolo Solo, Pedro Casablanc, Simón Andreu, Olivia Delcán, Belén Ponce de León, Maria Algora, Alfonso Desentre. Duración: 90 minutos.

    Un entramado de cámaras de seguridad. Un televisor. Una cancha de baloncesto. Separado por monitores, pantallas o vallas metálicas, Juan observa con mirada plúmbea el mundo que le rodea, vigilante. Pero no es el único. Sergio, uno de los reclusos de la prisión donde trabaja, también aprehende la realidad sin llegar a integrarse en ella: a través del teléfono de la cabina de visita, por correo, pintando la cotidianidad del patio. Más allá de la jerarquía que les sujeta, su madre ejerce de nexo invisible entre carcelero y reo. Tras un afortunado trayecto en ómnibus como sacado de un cuento de Cortázar, Juan se ha enamorado de ella —aún no sabe que se llama Berta, ni que su marido está intubado en casa. Este encuentro parece salir al rescate de una rutina tediosa, tan solo interrumpida por la obsolescencia programada del mando a distancia o los tropiezos en la escalera con un vecino mucho mayor que él. Josefina, la primera incursión del veterano Javier Marco en el terreno del largometraje, es una película casi muda sobre muros y puentes que se debe, como tantas otras cosas, a una mentira.

    Cabe precisar, en primer lugar, que nuestra heroína epónima no existe: es una invención. Hasta que se teje, Josefina se desarrolla a la manera de Jeanne Dielman (1975), describiendo los procesos mecánicos de su ideador. No en balde una lavadora protagoniza el primer plano mientras centrifuga varios uniformes, cada cual idéntico al anterior. Aunque los elementos del drama carcelario clásico están presentes, el rumbo costumbrista viene marcado desde el inicio. Los funcionarios de prisiones no trapichean con cigarrillos y favores, sino que rellenan papeleo y comentan las citas impostadas de los sobres de azúcar. El centro penitenciario es, en todo caso, la expresión física de una capción que excede las tapias de la institución, no muy diferentes a las paredes de gotelé del domicilio o la carrocería del vehículo.

    Volvamos a la mentira original. Juan, para no identificarse con el enemigo que mantiene a Sergio entre rejas, improvisa una identidad falsa ante Berta: él también acude a la prisión cada mañana dominical para hacer religiosa visita a su hija, Josefina —en realidad no tiene ninguna. El primer contacto entre la tan improbable pareja hace eco de las almas a la deriva que transitan el universo de Wong Kar-wai, colisionando entre millones de personas para después desaparecer. Cuando la madre trata de infiltrar, sin éxito, una tortilla de patatas para su hijo, Juan (siempre vigilante desde la sala de cámaras) decide interceder en secreto. A cambio se apropiará de un pedazo, el cual comerá a una cadencia ritual acompañada de música de Vivaldi. Más adelante, en el clímax de la película, ambos personajes cruzarán miradas gracias a un ingenio de edición. Se trata, por un lado, de un plano de seguimiento de Berta, cercada por el bokeh de la noche madrileña; y, por otro, el plano cenital de un Juan insomne. Los dos atraviesan la cámara, encontrándose en una dimensión extrasensorial que se nos escapa. No solo es la escena más lograda de Josefina, sino que está dotada de un surrealismo mágico que contrasta con la sobriedad realista del resto del metraje.

    Josefina, Javier Marco
    Nuevos Directores del Festival de San Sebastián.

    «Aunque los elementos del drama carcelario clásico están presentes, el rumbo costumbrista viene marcado desde el inicio. Los funcionarios de prisiones no trapichean con cigarrillos y favores, sino que rellenan papeleo y comentan las citas impostadas de los sobres de azúcar. El centro penitenciario es, en todo caso, la expresión física de una capción que excede las tapias de la institución, no muy diferentes a las paredes de gotelé del domicilio o la carrocería del vehículo».


    Si decíamos que Juan era los ojos del filme, Berta simboliza las manos. Nos cuenta que en el pasado fue sastre, si bien ahora se dedica a hacer pequeños arreglos y remendar casullas. A pesar de —o quizá debido a— una existencia plagada de infortunios, sigue encomendada a Dios. Frente al hieratismo de los hombres de su vida, propio del que está desacostumbrado al calor humano, Berta prima el tacto y el roce. En un plano revelador, filmado durante una de sus visitas periódicas a la cárcel, una columna funciona de frontera impenetrable entre los dos condenados. Javier Marco rehúye la simetría andersoniana para situar a la madre en el centro, con todo su cuerpo flexionado hacia el cristal de la cabina. El hijo, en cambio, tensa al máximo el cable del teléfono para evitar cualquier cercanía, colocándose en el extremo derecho de la imagen. En otro momento, al confeccionar una chaqueta para Juan y tomarle las medidas, Berta rompe a llorar y lo abraza desesperada. En un raro contrapunto cálido, el sol los baña desde la ventana y, en la pared opuesta, un espejo y los dos ángeles de Rafael les interrogan. ¿Puede ser porque el marido está postrado en la habitación contigua?

    Sin embargo, el guion a cargo de Belén Sánchez-Arévalo (una incondicional de Marco en cada uno de sus no pocos cortometrajes) nos deparaba alguna sorpresa. Una de las reclusas, que tan solo había aparecido brevemente con anterioridad, se ha hecho pasar por la supuesta hija de Juan hasta el punto de intercambiar varias cartas con Sergio, quedando así el círculo cerrado. El futuro se divisa menos alentador para el dúo protagonista. Tras semanas sin hablar, un nuevo encuentro favorecido por el azar se produce a la salida del centro, en la parada de autobús. Ninguno de los dos sabe muy bien qué decir. Están nerviosos, frotándose las manos mientras canjean miradas furtivas. La incertidumbre nunca queda resuelta. Y al final, como al principio, se hizo el silencio.


    Carlos Cruz Salido |
    © Revista EAM / Madrid


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