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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Espíritu sagrado | Filmin

    Esperpento, bocadillos metafísicos y otros ayy lmao

    Crítica ★★★★☆ de «Espíritu sagrado», de Chema García Ibarra.

    España, Francia, Turquía, 2021. Dirección: Chema García Ibarra. Guion: Chema García Ibarra. Compañías productoras: Apellaniz & De Sosa, Jaibo Films, La Fabrica Nocturna Cinéma, Teferruat Film. Productores: Leire Apellaniz, Marina Perales Marhuenda, Miguel Molina, Xavier Rocher. Presentación oficial: Mostra de Venecia (Fuera de Competición). Fotografía: Ion De Sosa. Montaje: Ana Pfaff. Reparto: Nacho Fernández, Llum Arques, Joanna Valverde, Rocío Ibáñez. Duración: 97 minutos.

    Las palabras que Carlos Losilla dedica al debut de Chema García Ibarra advierten del carácter «postalmodovariano» de una película que, según el crítico, apuesta por mirar de frente («con toda la piedad del mundo, lo cual no implica ni condescendencia ni superioridad») a aquelles que deambulan por espacios que son, a la vez, saldo y frontera del capitalismo tardío. Sopesando esa afirmación, quedará fallar (es una de las gustosas ambigüedades de los textos de Losilla) si dicho «post» continúa o si, por lo contrario, supera y cierra el humanismo costumbrista del cineasta manchego... Al fin y al cabo, el Elche de Espíritu sagrado subraya incansable lo distintivo de su carácter.

    La etnografía de García Ibarra nace de una colección atropellada de perfiles sumamente inquietantes, que nos miran desde la sordidez de la periferia y que, sin embargo, conformarían una cartografía propia de aquellos mapas de pinta y colorea de los dinners de carretera: ahí va la señora de los remedios caseros (contra espíritus y demás apariciones), también la siempre esporádica de la prensa amarilla (con secretos a desvelar) o los sonrientes testigos de Jehová (que en su tiempo libre allanan propiedades ajenas). El filme engulle —que no mastica— la extrañísima población alicantina para luego regurgitarla en toda su aberración, como empujada por sus propias aristas y contradicciones. La vomita, alumbra con las formas del esperpento el subsuelo tenebroso de la España vaciada. Sería bonito entender el acto de indigestión del cineasta, él mismo ilicitano, como un intento de acercarse a un pueblo, abandonado a su suerte, que hace tiempo dejó de buscar más allá de sus propios rituales y se consumió, bien en la peregrinación diaria al bar, bien en las constantes reuniones de su tupido cuerpo cooperativo (que vivan los cursos de Manipulación de Alimentos, que viva el Club OVNI Levante). Supondría, al fin y al cabo, la aceptación de lo raro, lo caótico y lo incongruente como otra forma de acceder al corazón del mundo que habitamos, ¿y qué hay más almodovariano que eso? En el año en que un manchego logró concretar todas las caras de la identidad (nacional, familiar) en la simplísima preparación de una tortilla de patatas, quizás aceptemos que al espíritu marciano de Elche podremos llegar solo pegando un mordisco a la superficie aceitosa de un bocadillo de jamón dulce y queso. Vengan con hambre, tráiganse servilletas de papel barato.

    Clavada, completamente estática, la cámara de García Ibarra contempla con asombro a aquelles que frente a ella se pongan en escena. En su quietud, la imagen se fija, lleva la duración de cada plano al paroxismo, como si el más ligero movimiento pudiera perturbar la claridad la realidad que captura. Como si en cualquier instante, de repente, algo pudiera mostrarnos la realidad verdaderamente terrorífica de este inquietante mundo de freaks. Quizás el absurdo pueda salvarnos del abismo: es habitual, por ejemplo, que un personaje hable a través de diálogos grabados a posteridad, superpuestos con ADR. Como si Elche fuera un gran teatro de guiñol (sus habitantes, no más que destartalados títeres de sí mismes), la película enzarza a sus figurantes en una coreografía sencilla y repetitiva, fijada en un solo trazo de sí mismes, repetido hasta la saciedad. Un gesto que llevará su debida carga de verdad, pero que, como todo en la de García Ibarra, se nos presenta bajo la forma de arcada, un eco naturalista pasado por el filtro deformante del autotune. En el cementerio, una señora ata con candado su escalera para las flores a una farola y repite ensimismada que, de esa forma, nadie va a robársela. Nadie va a quitarle la escalera, ciertamente: así lo acreditan las numerosas tomas que de la misma frase se yuxtaponen, una detrás de otra, a lo largo de la secuencia. A base de repeticiones, el gesto de poner el candado termina sublimándose en un acto completamente vaciado de sentido, acercándose, por lo tanto, al fértil territorio del posposthumor y del meme quemado. Bajo la extrañeza que plana por de las calles de Elche, buena es la guía del fenómeno absurdista del Ayy lmao.

    Todo se aprovecha en la grandiosa fanfarria de la excentricidad patria… Para el revuelto de rarezas nada sobra. Nada, excepto aquellos momentos de un humanismo más ortodoxo y transparente que, con el magnetismo de una mirada prolongada unos segundos de más, adoban la trama de la película, y nos recuerdan que estamos, ante todo, asistiendo a una historia sobre una justicia que parece nunca ser impartida. «Sobran», claro, porque con la presencia de Vero (Llum Arqués) se introduce la cuestión de la responsabilidad sobre la mesa, y ya no resulta tan fácil reír a costa de lo inquietante.


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 18ª edición del Festival de Sevilla


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