Antítesis y montaje
«Lirios rotos», de D.W. Griffith.
Estados Unidos, 1919. Título original: Broken Blossoms. Director: D.W. Griffith. Guion: D.W. Griffith. Productor: D.W. Griffith. Compañía productora: D.W. Griffith Productions. Fotografía: G.W. Bitzer. Montaje: James Smith. Decorados: Joseph Stringer. Reparto: Lillian Gish, Richard Barthelmess, Donald Crisp, Arthur Howard, Edward Peil Sr., George Beranger, Norman Selby. Duración: 90 minutos.
Quizá la representante más conocida de la vertiente «intimista» de D. W. Griffith, Lirios rotos se suele oponer a las más espectaculares El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916). Rodada íntegramente en estudio, con un puñado de escenarios interiores y recreaciones de las calles del barrio de Limehouse, la película adapta un relato corto de Thomas Burke, «The Chink and the Child». Griffith le aportó su idealismo dialéctico habitual, extremando los rasgos de santidad de los dos protagonistas para crear la contraposición con la corrupción social de la Londres decimonónica en la que se ambienta.
En el fondo, Lirios rotos es un Romeo y Julieta de la edad moderna. A pesar de las muchas diferencias, la esencia de las dos historias es la misma: un amor platónico, puro, imposible, impedido por la sociedad que rodea a los amantes; un amor no consumado, no aceptado, un amor que lleva a la muerte. Nos cuenta la historia de dos jóvenes sin nombre: The girl y The Yellow Man. Ella, inglesa, es huérfana de madre e hija única de un padre agresivo, maltratador y abusivo. Él, chino y budista, decide viajar a Londres para traer la paz oriental a un Occidente que considera bárbaro. Pero su idealismo acaba chocando con la realidad y, tras unos años, opta por escapar de su crueldad refugiándose en el opio. Como dice un intertítulo del filme, «The Yellow Man’s youthful dreams come to wreck against the sordid realities of life» . Así, con sus ideales perdidos, rota su fe en la bondad y en la paz, conoce a la chica, totalmente inocente, totalmente pura, en medio de toda esa barbarie londinense. Ella, a pesar del maltrato que ha sufrido y de los golpes que ha recibido, mantiene su bondad. Y de un encuentro casual nace una relación platónica de amor. El padre, cuando se entera de esto, golpea a la chica hasta matarla. The Yellow Man llega demasiado tarde. Desesperado, mata al padre y se lleva el cuerpo frágil de la chica para tratarlo con la delicadeza que se merece. Luego, tras rezar a Buda, se suicida junto a ella.
La última secuencia es, sin duda, de las más significativas de toda la película. Se contraponen los dos amantes —ella, muerta; él, a punto de suicidarse— con la sociedad violenta que los ha llevado hasta ese punto. Toda la secuencia está construida con un montaje alterno que va mostrándonos sucesivamente la casa de The Yellow Man con los amigos del padre yendo a comisaría y al lugar del crimen. Este montaje, alterno y también paralelo, juega con las asociaciones. No es tanto un recurso narrativo como un recurso comparativo, metafórico, conceptual. Confronta una sociedad violenta, culpable, apresurada, con la pureza, inocencia y quietud de los amantes.
Los encuadres que muestran a los compañeros del padre y a los comisarios —representando en ellos al conjunto de la sociedad— suelen ser planos generales, alejados de los personajes. Esta distancia les arrebata toda identidad personal y aparta al espectador de una posible identificación con ellos. Además, como vemos en el fotograma, no hay una composición centrípeta ni una sola unidad de acción, sino que, por el contrario, cada individuo está concentrado en una tarea distinta. Esto se subraya en parte gracias a la profundidad de campo: hay varios niveles de acción, todos y cada uno de ellos enfocados. Aun siendo un filme mudo, casi podemos oír el barullo que se forma en esta escena.
Por el contrario, la cámara nos acerca a los amantes, él rindiendo los últimos honores al cuerpo sin vida de ella, eligiendo planos medios que permiten distinguir con detalle sus rostros iluminados. La quietud, la serenidad y el silencio se palpan en la escena: no hay absolutamente nada en el mundo que importe más que ellos dos. Así nos lo hace ver el encuadre, que les sitúa en pleno centro de la imagen y elimina toda posible profundidad de campo, haciendo olvidar un fondo difuminado y en penumbra.
Enseguida, de golpe, sin paliativos, esta paz se rompe cuando la secuencia nos vuelve a transportar a la escena alterna. La pérdida de identidad individual no solo se representa a través del uso de planos generales. De hecho, Griffith no se sirve únicamente del encuadre, sino también de la composición misma del campo: como vemos en este fotograma, apenas distinguimos bien el rostro de los personajes y, a lo largo de la secuencia, la mayoría de ellos están de espaldas. En efecto, las identidades se funden y se pierden al enardecerse con la masa, con el alboroto conjunto.
En cambio, cuando nos muestra a los amantes, nos presenta sus rostros claros y muy iluminados, serenos, únicamente respondiendo ante la mirada de Buda. Su quietud, totalmente alejada de la masa, contrasta casi de modo doloroso con la escena anterior.
Este contraste se refuerza con un vigor potentísimo gracias a los filtros de colores: el amarillo domina las escenas de la comisaría y de la casa del padre, insistiendo en el carácter enfermo de la sociedad, mientras que el púrpura es protagonista en las de los amantes, recordándonos lo inocente, platónico e ideal de la relación. A la vez, al mostrarnos en planos detalle objetos de la tradición china, Griffith contrapone nada más y nada menos que dos civilizaciones enteras: la paz de oriente con la barbarie occidental, una sociedad que se dice muy avanzada pero que, sin embargo, está infectada de violencia.
El montaje nos muestra esas dos escenas en una constante comparación, en un constante paralelismo, en una constante antítesis. El cine crea su propio lenguaje y, lo que en una novela serían esos recursos literarios, lo transmite a través del montaje alterno, de los filtros de colores y de la composición misma de los planos, de una manera muchísimo más impactante y visual.
Lucía Rodrigo Riestra
© Revista EAM / Pamplona